Martín Aulestia Calero

La pregunta decisiva respecto de un autor –decía Theodor Adorno- no es qué de su pensamiento sigue siendo útil en el presente, sino cómo se vería nuestra época bajo su mirada. Sólo así un pensamiento se vuelve contemporáneo. No se trata, evidentemente, de la mirada que brotaba de los ojos del muerto, irremediablemente pérdida, sino de una mirada que está ahí, esperando siempre a ser actualizada, arrancada del mundo de los muertos a través de sus conceptos.

A 200 años de su nacimiento, la pregunta relevante sobre Marx no es cuánto de su crítica al capitalismo sigue vigente en un mundo que se ha transformado. Los más cándidos de sus detractores son quienes tratan de enjaular la vigencia de su pensamiento en un tiempo que habría quedado atrás. No; la pregunta relevante respecto de Marx es: ¿cómo se ve el mundo contemporáneo bajo esa mirada que aguarda en sus conceptos?

Conmemorar a Marx debe recordarnos que no hay homenaje posible en la repetición acrítica de sus ideas, como si en ellas residiera alguna verdad que asoma con tan sólo invocarla. Un homenaje que esté a su altura sólo puede consistir en utilizar sus conceptos para poner en marcha al pensamiento. Seguir pensando críticamente, con Marx y, a partir de él, más allá de Marx, parece ser el único modo de ser “fiel” a un pensamiento como el suyo, tan inquieto e inconforme.

Hoy es indispensable –por decirlo parafraseando a Benjamin- arrancar a Marx de las garras del conformismo al que el marxismo oficial lo redujo, convirtiéndolo en un cuerpo de recetas, profecías y dogmas. Ni siquiera Lenin se libró de esto, como demuestra esa confesión de fe, ese catecismo con el que inicia Materialismo y empiriocriticismo. Es urgente, pues, des-cosificar al pensamiento de Marx, vivificarlo. La vida del pensamiento sólo puede consistir en ser movimiento y actividad. Esa lección de la dialéctica hegeliana no puede ser abandonada.

En el prólogo de 1872 a la segunda edición de El capital Marx reconoció sus “coqueteos” con el pensamiento de Hegel y con su “particular forma de expresarse”. Todavía más, contra aquellos que trataban a Hegel como “perro muerto”, Marx se declaró discípulo del filósofo. Si por una parte criticaba el hecho de que la dialéctica hegeliana convierta a la Idea en sujeto, por otra hacía suya la comprensión de la dialéctica como movimiento que se lleva a cabo por sí mismo a través de una negación que no viene desde fuera, sino desde la cosa misma. Sin la dialéctica hegeliana, Marx no habría podido afirmar que el capitalismo lleva en sí el germen de su negación.

El capital en cuanto tal es un texto atravesado por la dialéctica. Su exposición es dialéctica, como demuestra Ludovico Silva al evidenciar que en Marx hay una relación orgánica entre una “expresión de la dialéctica” y una “dialéctica de la expresión”. Pero aún más, el modo en que Marx expone al capitalismo es estrictamente dialéctico, incluso hegeliano, en la medida en que trata de dar cuenta de la identidad del capitalismo consigo mismo aun cuando éste, en su despliegue histórico, se vuelva otro. La identidad dialéctica del capitalismo parece ser captada en El capital a partir del conjunto de generalidades expuestas por Marx: el valor de cambio que hace del valor de uso un puro soporte para el plusvalor; la producción de plusvalor como fundamento de la ganancia capitalista y, por tanto, la identidad entre acumulación de capital y explotación; el desarrollo tecnológico como una premisa necesaria e indetenible de la competencia capitalista; la tecnología misma como una conquista del genio humano a través de la cual puede utilizar su trabajo muerto y, de ese modo, emancipar al trabajo y a la vida, y como el capitalismo hace de la misma el mecanismo más efectivo para reforzar la explotación, la miseria y la enajenación.

Estas generalidades constituyen lo que podríamos llamar el “concepto universal” del capital. Ellas se despliegan y se articulan en formas históricas diferenciadas, según el capitalismo muta su estructura política, cultural, tecnológica o económica, desplazando los centros y los dispositivos de su poder y de su realización. Alternando entre democracias liberales y dictaduras fascistas; pasando de economías fundamentalmente industriales a economías financieras abstractas y –hoy- digitales y progresivamente robotizas, el capitalismo es movimiento y cambio permanente. Marx lo sabía desde el Manifiesto Comunista: el capitalismo vive de revolucionarse incesantemente a sí mismo. Y, sin embargo, el despliegue diferenciado del capitalismo a través del tiempo y del espacio es tan sólo el despliegue de su “fundamento puro”, aquello que lo constituye como tal y que no le permite ser otra cosa. Las generalidades expuestas por Marx constituyen ese fundamento, y dotan al capitalismo de una identidad que sobrevive a través de los cambios.

El mundo contemporáneo, marcado decisivamente por el hecho de que el capital es todavía el sujeto de nuestra historia, es dialécticamente idéntico a aquel en el que Marx pensó, y por lo tanto no puede prescindir de su mirada crítica. Nacido hace 200 años, Marx no ha muerto. Vive en los conceptos con los que podemos seguir desmontando al mundo del capital, y así producir otros nuevos, a través de los que entrevemos una tenue luz de esperanza entrando por la rejilla de futuro que nos abren.

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