Por Felipe Vega de la Cuadra

Escritor y Psicólogo

¿Por qué, en el Ecuador, algunas personas o grupos de personas se atribuyen superioridad moral sobre otras personas o grupos de personas…? La pregunta la hago porque es evidente que se ha creado una división forzada entre un sector de impolutos, honestísimos, cristianísimos y santísimos ecuatorianos y los demás, que resultamos ser pecaminosos, ladrones, delincuentes, narcotraficantes, terroristas, maltratadores, violadores y culpables de cualquier cosa que, la furia pública y gratuita, pueda endilgar a quienes la prensa hegemónica y el prejuicio colectivo han investido con el sambenito de “correistas”.

La indignación invade las redes sociales y las páginas de los diarios nacionales; el encarnizamientoocupa la palabra de los opinadores y campea en la conversación pública: ¡Qué expulsen del país a esa Alondra por el sacrilegio (sic) de haber cantado el himno nacional siendo cubana…! Grita el indignado populacho con Dahik a la cabeza. ¡Que saquen a patadas al Orlando de la FIL Quito…!, reclaman, con hiperbólica indignación, algunas escritoras que hasta se han organizado en un colectivo para expresar con fuerza y auditorio su inconmensurable furia e implacable vigilancia contra los “maltratadores”. ¡Qué se pudra en la cárcel…!, exigeningenuos odiadores, que ejercen su indignación en las redes sociales contra Jorge Glas mientras reclaman el fusilamiento de todo exfuncionario del gobierno de la Revolución Ciudadana.

Como que el país se ha vuelto el territorio de los indignados y de las indignadas; somos sus hijas e hijos indignados, pero no del “yugo que impuso la ibérica audacia”, sino de cualquier cosa que otros indignados, con inmensa mala intención lanzan al público para generar respuestas de odio y de repulsa, buscando sanciones y castigos contra quienes consideran sus enemigos.

Podríamos pensar que se trata de una expresión de la fenomenología de la víctima y el perpetrador, en la cual las primeras asumen una posición de reclamo ante quienes las afectaron, maltrataron, abusaron o humillaron; expresada como tal en Argentina, Sudáfrica, Ruanda y otras naciones post genocidio; pero eso no sucede en nuestro país, no son las víctimas las que, como las madres de la Plaza de Mayo, asumen la lucha por la reivindicación de sus cuerpos, hijos y nietos violentados, sus luchas contra los perpetradores están revestidas de dignidad y humanidad; acá son los y las “indignadas” las que arrebatan, para sí mismas, la bandera de las víctimas(supuestas o reales), y lo hacen desde la rabia, desde la visión del otro como enemigo, desde la aceptación de cualquier narrativa cargada de odio, como si fuese real, y desde la impermeabilidad del derecho a la defensa de quien, siendo su enemigo, consideran como su justificación para mantenerse y crecer en la indignación, porque ella las coloca, instantáneamente en un pedestal de “superioridad moral” o de dominio sobre los demás.

Al respecto, Alfred Adler, ayudante de Freud en los años iniciales de la construcción del psicoanálisis y separado de él por sus discrepancias, propuso abordar las neurosis ―entendidas como cualquier patología de la psiquis humana― a partir de las compensaciones que resultan del sentimiento de inferioridad que comienza en la infancia; aquellos resarcimientos se resuelven en la elevación de un «sentimiento de personalidad» que redunda en una actitud o autoconcepto de superioridad y en un irrefrenable afán de poder, cuyo objetivo final es conseguir supremacía sobre los demás, es decir: superioridad moral, dominio o  ambas cosas. Aquello resulta ser, en términos psicológicos, “la indignación”, o sea: asumir, desde el autoconcepto de superioridad y el afán de poder, las reivindicaciones de las víctimas, para funcionalizarlas como compensaciones de su sentimiento de inferioridad y así encubrir, en el discurso público, su sentimiento de culpa y tener justificación para dominar al otro, a ese que, en la mente del indignado, haciendo de espejo de sus propios defectos, se convierte en objeto del castigo que, pretendiendo la “cancelación” de la culpa propia, termina por lograr la cancelación del enemigo.

Indignadas fueron las hordas hitlerianas que protagonizaron la Noche de los Cristales, indignada la turba que arrastró a Alfaro, indignadas las bandas de Hutus que asesinaron a quinientos mil Tutsis, indignados también los inquisidores que, al tiempo que quemaban herejes en la hoguera, se sometían a largas sesiones de azote y cilicios para purgar sus propios pecados y culpas. 

¿Qué culpas se esconden en los actos de las inquisiciones actuales en el Ecuador…? Aquello nos convoca a escribir un nuevo artículo, pero baste decir que, mientras más iracunda sea la sanción al enemigo, más terrible será la sombra del inquisidor.

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