Por Eduardo Luque
Intentemos hacer un balance de las «victorias» alcanzadas por el primer ministro Netanyahu en su guerra contra Palestina, Líbano y el Eje de la Resistencia. Después de todo, la propaganda occidental ha exaltado la supremacía del ejército israelí, autoproclamado el «más ético del mundo». Pero, ¿qué hay de verdad y cuánto de propaganda? Lo que en teoría era una máquina implacable, eficiente y, sobre todo, victoriosa, en la práctica revela grandes limitaciones y pérdidas no previstas inicialmente. El líder de la oposición israelí Yair Lapid afirmaba a finales de octubre en los medios israelitas (canal 12), que las bajas del ejército superan las 12.000 incluyendo unos 890 muertos. Esto condiciona una estrategia que se vuelve cada vez más errática, incapaz de mostrar logros concretos tras meses de bombardeos y masacres. El día 29 de octubre los medios israelitas confirmaban que las tropas que habían invadido Líbano habían retrocedido hacia el interior de sus propias fronteras, cerrando los pasos abiertos en las líneas de contacto por las que habían penetrado. De confirmarse sería una demostración de un fracaso total puesto que hasta el día de hoy el Tzahal no ha logrado ocupar ninguna de las aldeas fronterizas del Líbano.
Para medir estos supuestos éxitos, repasemos la lista de intenciones iníciales: Netanyahu aspiraba a la destrucción total de Hamás, la expulsión de la población palestina de sus tierras, la eliminación completa del Eje de la Resistencia –en particular, de Hezbolá en el norte–, el control definitivo sobre Irán, la expansión territorial a costa del Líbano, la desintegración de ese país en beneficio de Israel, la sumisión de Egipto y Jordania, y, por último, la joya de la corona: un histórico acuerdo de normalización política con Arabia Saudita. La condición «sine qua non» obviamente era la victoria militar. Con una lista de objetivos tan ambiciosa, uno esperaría una estrategia bien diseñada, impecable, calculada al milímetro. Sin embargo, la realidad insiste en mostrarnos otra cosa. Ninguno de los objetivos prometidos ha sido alcanzado, y el único «logro» tangible es la devastación de Gaza, un genocidio que ha despertado el repudio de la mayor parte del mundo. En cuanto al apoyo político, se limita principalmente a los países «aliados» de Estados Unidos, en especial la Unión Europea, donde Alemania ha respaldado, por ejemplo, el reciente ataque israelí contra Irán, al igual que Francia. Sin embargo, este respaldo comienza a debilitarse a medida que la indignación social por los crímenes israelíes crece y se expande internacionalmente, mostrando que el victimismo sionista cada vez vende menos.
A pesar de ser uno de los ejércitos más «modernos y avanzados» del mundo, el Tzahal (el ejército israelí) parece estar pasando por una «racha de mala suerte». Sus tanques más sofisticados, esos que la publicidad presenta como invencibles en desfiles y exhibiciones, han caído en el campo de batalla. Parece que los misiles de la resistencia no se creen las especificaciones técnicas ni hacen caso de la propaganda. Con cerca de la mitad de estos vehículos destruidos o averiados, la industria militar nacional –tan «eficiente» en tiempos de paz– se ha visto desbordada por la demanda de reparaciones. Este contratiempo no solo expone la magnitud de las bajas sufridas por las FDI, (Fuerzas de defensa de Israel) sino también la incapacidad de Israel para satisfacer sus propias necesidades logísticas en pleno conflicto. Ante este panorama, Israel ha optado por una «solución creativa»: subcontratar empresas privadas para restaurar sus unidades blindadas. Claro, este «enfoque innovador» viene con el pequeño inconveniente de disparar los costes y abrir la puerta a un riesgo inesperado: la pérdida de información clasificada. Porque, como todos sabemos, nada protege mejor la confidencialidad de un ejército que delegar la reparación de sus unidades clave a terceros sobre los que el control de seguridad es, digamos, limitado. Frente a estos desafíos, el ejército parece haber redirigido sus esfuerzos tácticos a un campo en el que, sin duda, tiene ventaja: ataques contra barrios civiles en Gaza y Líbano. Quizás sus estrategas consideren que esto potencia el «impacto visual» de la ofensiva, aunque en la práctica el efecto más notable ha sido un desprestigio internacional en ascenso. Así, la reputación de las FDI se define no tanto por su destreza en combate, sino por una insólita habilidad para generar indignación global. El único aspecto en el que Netanyahu puede declararse «vencedor» hasta ahora es en el campo de los ataques a civiles.
Uno de los objetivos más ambiciosos y «nobles» de Netanyahu era la expansión de las colonias en Gaza. El plan sonaba sencillo: primero, eliminar la resistencia de Hamás y despejar el área de la población palestina. En el norte, la estrategia era similar: la expansión deseada requería, eso sí, una «pequeña» reconfiguración fronteriza a expensas del Líbano, creando espacio para las nuevas colonias. Sin duda, una visión ambiciosa; tal y como describió el propio ejército sionista era un objetivo factible,,, al menos sobre el papel. Lo que no aparecía en el guion, sin embargo, era la persistente resistencia en ambos frentes. En lugar de despejar Gaza y el sur del Líbano para sus soñadas expansiones, Israel se ha encontrado con un aumento de ataques de Hezbolá en el norte, donde los bombardeos de cohetes han obligado a los colonos israelíes a abandonar la zona. Incluso la población de ocupantes en Gaza ha disminuido tras los ataques del 7 de octubre. En vez de ampliar su presencia, Israel enfrenta ahora una despoblación en sus propios asentamientos. Y, por si fuera poco, esa pretendida superioridad aérea enfrenta una creciente amenaza de misiles de largo alcance provenientes de Irán, Yemen, Irak y Líbano. Con cada ataque de la resistencia, los cielos de Israel, antes considerados invulnerables, se convierten en una zona de riesgo constante, y los proyectiles que caen desde múltiples frentes continúan despoblando y debilitando el territorio israelí. La «seguridad aérea» ha dejado de ser una certeza y se convierte en algo relativo. Así, en lugar de ganar terrenos para sus colonias, Netanyahu parece haber ganado territorio… pero en forma de escombros, desalojos y una resistencia que, desde todos los ángulos, desafía sus ambiciones expansionistas.
Un logro extra que Netanyahu ha alcanzado –aunque quizás no figurara en sus planes originales– ha sido despertar una oleada de solidaridad con Gaza y engrosar notablemente la lista de enemigos de Israel. Gracias a su política de ataques masivos y su campaña en la región, ha conseguido, nada menos, que un aumento global de simpatía hacia la causa palestina y una sólida alianza de nuevos actores en Oriente Medio. Todo un «éxito» en diplomacia inversa. Entre los ejemplos más destacados de esta expansión de la resistencia, tenemos a los hutíes en Yemen, que ahora dominan el mar Rojo con una firmeza admirable. Desde hace casi un año, ningún barco occidental logra cruzar esas aguas sin «someterse» a sus restricciones, un obstáculo que ni la Marina de Estados Unidos ni sus aliados han logrado deshacer, pese a sus persistentes esfuerzos y ataques sobre el puerto yemení de Hodeida. Es más, los hutíes han llegado a tal nivel de control que ya es una amenaza directa para los grandes puertos israelíes, logrando casi paralizarlos y asfixiando la entrada de suministros esenciales desde el mar. Como si el bloqueo marítimo no fuera suficiente, Netanyahu también puede atribuirse otra «hazaña» en el aire: los misiles de Hezbolá han hecho de Tel Aviv un destino poco atractivo para las aerolíneas internacionales, con la consecuencia de que muy pocas se atreven a enviar sus aviones allí. Este pequeño detalle ha debilitado severamente la capacidad de Israel para recibir piezas de recambio y materias primas. Estados Unidos, en su afán por proteger su «posición» en la Palestina ocupada, ha acelerado su propio aislamiento económico en Oriente Medio. El bloqueo de rutas marítimas estratégicas en el Mar Rojo, junto con las confiscaciones de petroleros en el Golfo Pérsico, han mostrado que las restricciones «a la carta» funcionan en ambos sentidos. Los hutíes y aliados de la resistencia, al controlar los accesos estratégicos en estas rutas, enfrentan a Occidente con una cruda e inesperada realidad: ya no pueden mover su comercio por estas aguas con la impunidad de antaño. La integridad de las cadenas de suministro occidentales está ahora en entredicho, la tecnología «made in Israel», debido a intrincadas colusiones en Taiwán y Hong Kong y los atentados con móviles en Beirut, han provocado una pérdida de confianza en los equipos de telecomunicaciones occidentales, en especial hacia el régimen hebreo. A todo ello se le suman las denuncias por parte de China de que las CPU (el cerebro del ordenador) de Intel tienen enormes agujeros de seguridad. El Gran hermano norteamericano hace tiempo que lo escucha todo. Esto ha alertado tanto a Pekín como a Moscú sobre la necesidad de revisar sus propias cadenas de suministro para evitar un problema similar. En este contexto, China es la beneficiaria, se consolida no solo como el «proveedor de volumen» del mercado global, sino como el «proveedor de confianza» que cada vez más países prefieren ante los vaivenes de los suministros occidentales. Así, entre sanciones que terminan siendo un boomerang, cadenas de suministros comprometidos y una moralidad puesta en entredicho, Occidente se enfrenta a un panorama donde sus antiguas herramientas de presión y su supuesta superioridad ética ya no logran imponer respeto. La era en la que dominaba con una narrativa moral unilateral parece estar agotada, y el Sur Global, junto a nuevos aliados, emerge como una alternativa robusta frente a un Occidente que, lenta pero segura, va perdiendo terreno en la arena internacional. Estados Unidos, además, ha quedado expuesto ante el mundo… y no precisamente de la mejor manera. Gracias a las acciones de su fiel aliado Israel, la imagen de EE.UU. como un gobierno «faro de la democracia» –si es que alguna vez lo fue realmente– se ha desmoronado. Antes se podía especular sobre la influencia de Israel en la política exterior estadounidense, pero ahora ya no queda espacio para la duda: la política exterior de Washington está completamente alineada con los intereses del lobby sionista. Tel Aviv no define la política norteamericana, es a la inversa; Washington permite y potencia según sus intereses las acciones de Israel. Mientras esto se percibe cada vez con mayor claridad, otros gobiernos occidentales como Alemania, Francia y el Reino Unido, se han sumado a la dinámica de la subordinación. Y aunque el calendario electoral estadounidense marque el 5 de noviembre como una posible fecha de cambio, gane quien gane en las urnas, pocos esperamos una diferencia real.
Mientras tanto, la economía israelí, tantas veces ensalzada como un milagro en medio del desierto, enfrenta un futuro que parece estar más lleno de agujeros que sus defensas antiaéreas. La inestabilidad en la región ha afectado duramente a las multinacionales con oficinas en Israel. Desde pequeñas empresas que han tenido que cesar operaciones por falta de personal hasta grandes corporaciones que, por «políticas de cumplimiento ético», prefieren distanciarse de un país con una «agenda inestable», la lista de aquellos que empacan y se van no para de crecer. La caída demográfica y la huida de técnicos cualificados (el 6% de la población produce el 50% de las exportaciones de alta tecnología) amenaza la propia existencia y viabilidad futura del estado.
A esta crisis demográfica se suma la reciente destrucción de infraestructuras clave, especialmente en el sector energético, donde los ataques han alcanzado las plataformas de gas en el Mediterráneo. Es un recordatorio, por si hacía falta, de que Irán y sus aliados no solo están presentes en tierra, sino también bajo el mar, listos para convertir la «seguridad energética» de Israel en un recuerdo nostálgico. Ahora, Israel tendrá que recalcular cada ecuación de suministro, y lo mismo harán sus clientes, que de pronto se preguntan si seguir dependiendo de este «suministro estable» es realmente una buena idea. Aquí entra Estados Unidos, el eterno salvador de la economía israelí, cuyo respaldo permite a Tel Aviv mantener a flote esta «fiesta» financiera a costa de un déficit público norteamericano que ya no sorprende. La ayuda de Washington se ha vuelto el pilar indispensable que sostiene a Israel, por más tambaleante que esté la economía. Según el instituto Watson de la Universidad de Brown EEUU paga el 73% de los costos militares de Israel en esta campaña. El monto total desde el comienzo de la guerra ascendería a unos 65.000 millones de dólares. En una escena digna de comedia, es EE.UU. quien termina pagando la cuenta, inyectando fondos que, en última instancia, son lo único que evita que Israel se hunda en plena crisis.
A pesar de las inmensas sumas invertidas en una red de defensa aérea supuestamente «impenetrable», el ejército israelí y su aliado estadounidense están descubriendo, con notable desilusión, que la realidad no tiene por costumbre ajustarse a sus expectativas. Los recientes ataques del CGRI (Cuerpo de Guardias de la revolución iraní) sobre Tel Aviv han dejado al descubierto las vulnerabilidades de los sistemas de defensa más emblemáticos de Israel: la Cúpula de Hierro, la Honda de David, el sistema Flecha e incluso el venerable Patriota. Todos esos nombres tan pomposos sonaban impresionantes… hasta que los misiles comenzaron a hacer su entrada triunfal en el espacio aéreo sionista golpeando bases militares y centros de inteligencia estratégicos. No solo las FDI sino también las defensas de sus «sátrapas» en Jordania e incluso las de la Armada estadounidense han mostrado una asombrosa incapacidad para contener estas amenazas.
Este fallo estrepitoso ha sido todo un estímulo para los combatientes libaneses y palestinos. Hezbolá, en particular, ha tomado buena nota de cada error, registrando cada debilidad para adaptar su estrategia. Lejos de intimidarse, las fisuras en las defensas israelíes han servido para fortalecer a la resistencia en el sur del Líbano, donde Hezbolá, a pesar de los espectaculares ataques israelíes sobre Beirut, no solo se ha mantenido firme, sino que ha consolidado aún más su presencia. Las bombas israelíes han reducido barrios civiles a escombros, pero Hezbolá sigue atrincherado, aprovechando la destrucción como cobertura y refugio para sus futuras operaciones. En lugar de debilitar a sus adversarios, Israel ha creado un telón de fondo perfecto para el reclutamiento y la motivación de nuevos combatientes. El problema que enfrenta Humas, por ejemplo, no es disponer de tropas motivadas sino de armas suficientes. El reclutamiento en la franja (lo confirma el propio ejército israelí) cubre sobradamente las bajas sufridas en este año de guerra. Este fortalecimiento de la resistencia se extiende también a Gaza, donde Hamás sigue manteniendo la ofensiva, destruyendo equipos y unidades israelíes mientras conserva sus bases de producción de cohetes a pesar de los constantes bombardeos. La respuesta excesiva y mal calculada de Israel ha tenido un efecto bastante claro: mientras la resistencia sigue en pie en Gaza y Hezbolá se fortalece en el Líbano, Fatah se ha quedado al margen, y la resistencia palestina se unifica cada vez más bajo el liderazgo de quienes se enfrentan directamente a Israel. Mientras en otros escenarios como el sirio, las cosas tampoco pintan mejor para Estados Unidos. Las bases estadounidenses, asediadas semana a semana, enfrentan una presión continua que presagia el fin de su cómodo control sobre los yacimientos petrolíferos que ocupan ilegalmente, mientras que Rusia y Turquía, cada vez más seguras, bombardean a ISIS y a las fuerzas kurdas aliadas de EE. UU, erosionando la influencia estadounidense en la región.
En resumen, la «decisión estratégica» de Israel ha puesto en jaque la ocupación estadounidense en Oriente Medio, una región donde la pretendida hegemonía de Washington parece tambalearse bajo el peso de sus propios errores. La inestabilidad y la resistencia se han extendido también a Jordania y Egipto, especialmente en el primer caso, donde el panorama se oscurece con cada día que pasa. La monarquía hachemita, encabezada por el rey Abdullah, se encuentra bajo presión por su apoyo incondicional a Israel y su fidelidad a Washington. Irán, con su creciente presencia en la región, ha empujado a Jordania a tomar partido y a descubrir sus cartas, mostrando al gobierno jordano como un régimen subordinado a los intereses de Israel y Estados Unidos, completamente desentendido de los deseos de su propio pueblo. Con cada movimiento, la monarquía de Abdullah parece avanzar hacia un punto sin retorno; la cuenta regresiva para el régimen parece haber comenzado. Egipto, mientras tanto, atraviesa una situación de inestabilidad similar. La influencia estadounidense e israelí sobre el gobierno egipcio ha dejado expuesto su total alineamiento con los intereses sionistas y estadounidenses. Como compensación El Cairo potencia sus relaciones con el grupo de países BRICS. Egipto se dará cuenta más temprano que tarde que no se puede servir a dos amos. Lo único que mantiene el «statu quo» es la lealtad del ejército al gobierno actual. La creciente simpatía hacia el pueblo palestino y la apertura de rutas de contrabando hacia Gaza sugieren que esta estabilidad podría estar colgando de un hilo.
En el escenario internacional, la tan elogiada superioridad «moral» de Occidente ha quedado hecha añicos. El Sur Global ha sacado a la luz algo que para muchos era evidente: el colonialismo occidental sigue tan vivo y funcional como siempre, y la autoproclamada civilización de «derechos humanos» lejos de exhibir esa presunta excelencia ética, da muestras cada vez más claras de una crisis moral profunda. Esta crisis es visible tanto en los gobiernos que justifican y perpetúan políticas agresivas como en las poblaciones que, con apatía o complicidad, respaldan a sus líderes. La diplomacia ya no es la herramienta que solía ser para Occidente. El Sur Global ha comenzado a utilizar su poder diplomático para cuestionar de lleno la moralidad occidental en todos los foros, invirtiendo los discursos que solían ser el monopolio de Occidente. Anteriormente, cualquier intercambio diplomático entre potencias occidentales y países no occidentales comenzaba con recordatorios de los «derechos humanos» y «valores civilizatorios». Hoy, cada conversación diplomática arranca con una respuesta firme a las pretensiones de superioridad moral occidental, como se observó en la reciente cumbre de los BRICS en Kazán. Ahora es Occidente quien afronta cuestionamientos, mientras el Sur Global asume una posición de dignidad frente a su historial de colonización y manipulación. La erosión de la influencia occidental no se limita al terreno diplomático. Las sanciones impuestas por Estados Unidos y sus aliados, ideadas como herramientas de presión y control, han probado ser sorprendentemente ineficaces para frenar el avance tecnológico y militar de los países de la resistencia en Oriente Medio, desde Irán hasta Hezbolá y Yemen. Lejos de detener el desarrollo de estas potencias, las sanciones han empujado a la región hacia la órbita económica de los BRICS, alejándola cada vez más de la influencia del G7, en una jugada que parece rozar la autodestrucción. Y, mientras tanto, la ONU queda expuesta como un organismo impotente y obsoleto. Israel, con su conducta descarada en el seno de la organización, ha dejado claro que toda la estructura, desde la Corte Penal Internacional (CPI) y la Corte Internacional de Justicia (CIJ) hasta el Consejo de Seguridad y la Asamblea General, pasando por agencias como la UNRWA, resultan prácticamente inútiles para cualquier tarea que no se alinee con los intereses de las potencias occidentales. Esta irrelevancia se hace aún más patente en los ataques de Israel a las tropas de interposición de la ONU en la frontera con el Líbano, evidenciando hasta qué punto la organización ha perdido control y autoridad en los terrenos que, en teoría, debería proteger y velar.
Esta cruda realidad, perceptible desde los primeros días del conflicto ahora queda expuesta con toda su rudeza, evidenciando favoritismos y corrupción en cada rincón de la ONU, algo que los representantes israelíes se encargan de señalar con su actuación, una y otra vez. El colapso ético de la ONU ha pasado de ser un rumor incómodo a una evidencia imposible de ignorar… salvo, claro, para aquellos que, de una forma u otra, siguen beneficiándose de esta gran estafa diplomática. Incluso la Corte Internacional de Justicia (CIJ) ha emitido, en un hecho sin precedentes, acusaciones de crímenes de guerra contra individuos israelíes concretos. Aunque la decisión llegó con notoria renuencia, marca una señal de que incluso un Occidente bajo presión comienza a resquebrajarse bajo el peso de sus propias contradicciones. Y estas contradicciones, lejos de encontrar solución, no harán más que crecer, sumando tensión a un equilibrio que cuelga de un hilo.
Mientras tanto, el titubeante contraataque israelí contra Irán ha sido un testimonio claro del temor y la confusión que se han instalado en Tel Aviv y Washington. A las bravatas sobre el poder destructivo israelí se le podría aplicar aquella expresión: «y los montes parieron un ratón». Las amenazas de aniquilación se han diluido en respuestas tardías y escasas, mientras el mundo observa cómo un país que presumía de su invulnerabilidad queda, de pronto, prácticamente paralizado por el miedo. La reciente y tardía respuesta de Israel al último ataque hipersónico iraní ha sido tan atípica como reveladora, sugiriendo que el miedo parece haber tomado las riendas de la estrategia. Este episodio muestra que la simple amenaza de violencia –cuando proviene de una potencia como Irán– es capaz de paralizar no solo el aparato de ocupación israelí, sino también la maquinaria angloamericana, que ahora parece dudar ante la posibilidad de tomar represalias directas contra Teherán.
Se hace evidente, como hemos dicho, que el poder de Israel no es ni independiente ni autónomo, sino absolutamente dependiente de la ayuda militar, económica y política de Estados Unidos. La supervivencia del Estado israelí y su capacidad para sostener sus campañas descansan sobre los masivos puentes aéreos de armamento estadounidense, Las FDI tienen tras un año de guerra una gravísima escasez de misiles interceptores, caros y lentos de producir. Es por ello que solicitaron el sistema antiaéreo THAAD, no tanto por su eficacia, que está por demostrar, sino por la falta de municiones para los otros sistemas usados. La intervención política de Washington en la ONU y otras esferas es lo que permite soñar a Netanyahu con cumplir los objetivos previstos. Esta dependencia arroja una realidad incómoda: Israel no puede sostenerse, ahora ni en el futuro, sin el respaldo del «Tío Sam». Si el poder estadounidense se tambalea, Israel inevitablemente caerá con él, y esta vulnerabilidad no pasa desapercibida para sus aliados ni para sus adversarios, que observan y planifican su estrategia en consecuencia. Así, mientras estas «condiciones iníciales sensibles» se entrelazan y evolucionan, el futuro de los próximos seis a doce meses se dibuja incierto. Lo que sí parece claro es que el panorama no es nada alentador para Israel, y, quizá, aún menos para aquellos en Occidente que han apostado todo a su supervivencia en un Oriente Medio que hierve en este momento.
Aunque el futuro es incierto por definición, el presente ya ofrece algunas pistas del desgaste de Israel y el panorama que enfrenta. La invasión terrestre del Líbano por parte de las FDI, lejos de reflejar un despliegue de fuerza, ha sido un recordatorio claro de las limitaciones del ejército israelí. A diferencia de invasiones pasadas, como aquella en la que lograron ocupar Beirut, el desempeño actual de las FDI ha sido solo una sombra de lo que fue. Incluso si llegaran a avanzar algo más, lo harían como una fuerza agotada y magullada, en lo que solo sería el comienzo de un conflicto aún más prolongado.
Tomado de El Viejo Topo