Por Baltasar Garzón
En mi vida profesional como juez he investigado la respuesta más brutal de las dictaduras contra los opositores políticos. He hundido los dedos en las vísceras de las más criminales represiones violentas en diferentes partes del mundo. Una respuesta que se caracterizaba por la violencia contra los colectivos opositores, en forma de detenciones arbitrarias masivas, torturas sistemáticas, ejecuciones extrajudiciales fuera de todo proceso y la desaparición forzada de personas.
Esa represión contra la oposición política de finales del siglo XX encontró una respuesta judicial, mejor o peor, desde países como España, a través de la jurisdicción universal y con el procesamiento de sus responsables en sus propios territorios. Es más, como culmen a estos procesos de lucha contra la impunidad, finalmente, la comunidad internacional decidió crear la Corte Penal Internacional, órgano judicial permanente para perseguir estos crímenes.
Sin embargo, la represión y persecución contra la oposición política no ha cesado. En el siglo XXI se ha cambiado la vestimenta. Ante la imposibilidad de desatar campañas violentas de persecución, ha mutado hacia sibilinos métodos de descrédito y encausamiento judicial, combinados sofisticadamente entre medios de comunicación y sectores del poder judicial, para expulsar a opositores políticos. Me refiero al denominado como “lawfare” o “guerra judicial”.
Actualmente la represión contra la oposición no se nos presenta vestida en forma castrense, con bandos militares y escenificando la ejecución de líderes políticos de oposición. En el siglo XXI esa represión ha y se ha vuelto sofisticada y quirúrgica, ejecutándose mediante el “lawfare”. Y para ello basta con desatar una campaña de calumnias mediáticas, aunque sean disparates, para que sean estratégicamente recogidas por ciertos jueces y fiscales que levanten el mazo y saquen del tablero político a esa oposición incómoda
Ejemplos de esta nueva forma de represión, más sofisticada, a través del “lawfare”, tenemos muchos en la región. Pero quizás el caso de estudio más relevante es el que se refiere a Ecuador. El “lawfare” en este país es paradigmático. Cumple con todos los requisitos exigidos y se manifiesta en la forma más pura. Al terminar su década de mandato Rafael Correa, entre 2007 y 2017, y tras dejar un país diferente al que encontró, con índices de desarrollo humano que se habían disparado, en forma orquestada se articuló un proceso instrumental contra él y contra toda persona que se sospechara aliada del exmandatario.
El gobierno de Lenin Moreno, a la sazón vicepresidente del propio Rafael Correa, desde el principio se mostró preocupado por el control de los tribunales. El Consejo de la Judicatura, nombrado por el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, después de “un proceso de evaluación” destituyó a 23 de 36 jueces de la Corte Nacional de Justicia, la más alta instancia judicial. Y se cubrieron las vacantes con jueces “temporales”. Se procedió a destituir sin dilación a varios jueces que fallaron causas a favor de los líderes de oposición de la Revolución Ciudadana, de manera especial en lo referido a Correa. ¿Hace falta un mensaje más claro y contundente?: El juez que discrepe de la posición oficial, será destituido. A Rafael Correa se le instruyeron 38 disparatados procesos hasta por fin obtener una condena en el tiempo récord de 16 días, con pena privativa de libertad de 8 años y 22 de inhabilitación para ejercer sus derechos políticos.
Se sumó así Lenin Moreno a la lista de los mandatarios que echaron mano de la justicia para, vía lawfare, eliminar a quien pudiera perturbarle en el uso poco mesurado del poder. Comenzó a utilizar sus medios afines para lanzar acusaciones de todo tipo, desde secuestros contra opositores que parecerían sacados de una película, hasta ridículos préstamos personales que se dibujaban como una de las más sofisticadas operaciones de blanqueo de capitales. Incluso loables acciones como la campaña de “la mano negra” de Chevrón, la compañía petrolera que destrozó gran parte del Amazonas ecuatoriano fue utilizada para atacar al expresidente. Y todas esas denuncias milimétricamente lanzadas desde la actual Presidencia, eran recogidas inmediatamente por los medios afines al poder, dimensionadas, ficcionadas, engordadas y abiertamente falseadas. Dejando el camino para la última fase del “lawfare”, que los jueces y fiscales afines al poder de turno abrieran causas penales contra el expresidente Correacon la intención de, a través de sus sentencias, eliminar de la vida política del país a todo el “correismo”. Proscribirlo de la concurrencia política para garantizar el poder sin la posibilidad de que esa opción política pueda regresar. La misma finalidad que las acciones militares, pero con otros métodos más sofisticados.
Pero lo llamativo es que el “lawfare” acordado “ad intra”, hacia dentro del país, desgraciadamente tiene pocos límites, y han perseguido y condenado a muchos de los aliados de Rafael Correa. Sin embargo, eldesplegado “ad extra”, hacia fuera del país, se ha tornado en más complicado de presentar ante otros actores. Y ello porque Rafael Correa se encuentra en Bélgica. Esto ha motivado que, por ejemplo, la Comisión de Control de Ficheros de INTERPOL se haya negado a tramitar algunas de esas órdenes internacionales de detención. O que Bélgica, evidentemente, no se haya prestado a ese “lawfare”.
El odio que subyace en el “lawfare” desatado contra Rafael Correa ha afectado a toda persona cercana, y por supuesto, a toda su obra. Y uno de los mayores éxitos de la administración de Correa a nivel internacional, el asilo al periodista Julian Assange, también ha sido objeto de ataques del “lawfare”. La práctica totalidad de las organizaciones de derechos humanos del mundo, como Amnistía Internacional o Reporteros Sin Fronteras, se han posicionado contra la persecución de Estados Unidos a un periodista, simplemente por publicar información veraz que revelaba crímenes de guerra en Iraq y Afganistán. La mayoría de los organismos de protección de derechos humanos de la ONU igualmente se han posicionado contra la persecución desatada por Estados Unidos, ya que genera un peligroso precedente para la libertad de prensa en el mundo. Y en esa línea, Ecuador, bajo la administración de Rafael Correa, cumplió con sus obligaciones internacionales y se enfrentó a Estados Unidos, brindándole asilo al periodista en su misión diplomática en Londres y protegiéndole con uñas y dientes frente al país más poderoso del mundo.
Pero claro, esa obra de gallardía internacional olía a “correismo”, y el actual presidente, Lenin Moreno, apuntó su “lawfare” también hacia Julian Assange. Y de esta forma, la Embajada de Ecuador en Londres se convirtió en una cárcel, se incomunicó al asilado, se le prohibieron las visitas y el contacto con el exterior. Se le impuso un protocolo que no se registra en el país ni para los peores criminales con condenas carcelarias. Además, se habría estado espiando al asilado dentro de la embajada, en una trama que se investiga en la jurisdicción española. Pero todo eso no forzó la expulsión de Assange, por lo que, finalmente, el 11 de abril de 2019, Lenin Moreno decidió la expulsión unilateral del asilado, violando todos los instrumentos internacionales de asilo y protección de derechos humanos y dejándole en manos de la extradición de Estados Unidos por la que se le piden, nada menos, que 175 años de cárcel.
Curiosamente, el 11 de abril de este año, dos años después de aquella expulsión, se celebrará la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de Ecuador. Es muy probable que la opción afín al expresidente Correa gane, por lo que, de alguna forma, habrá perdido el sucio “lawfare” y habrán ganado Rafael Correa y Julian Assange, si no se vuelve a utilizar aquel, como ya se atisba, con acciones concordadas de las fiscalías generales de Colombia y Ecuador, para evitarlo, extremo que ha sido advertido y denunciado por el relator de Naciones Unidas sobre independencia judicial.
Noam Chomsky, en su informe pericial sobre el caso Assange, advirtió: “El gobierno norteamericano busca criminalizar a Julian Assange por sacar a la luz del sol un poder que pudiera evaporarse si la población aprovecha la oportunidad de convertirse en ciudadanos independientes de una sociedad libre, en lugar de súbditos de un amo que opera en secreto”…, “El supuesto crimen de Julian Assange, al esforzarse por descubrir secretos gubernamentales, es violar los principios básicos del gobierno, levantar el velo del secreto que protege el poder de miradas ajenas y evita que se disipe..” y los poderosos entienden que esto “.. puede hacer que el poder desaparezca”. Por su parte el “crimen” de Rafael Correa es haber sacado a Ecuador de la sima de la corrupción y el no derecho y ponerlo en unos índices de gobernabilidad y bienestar altos y seguir siendo referente en un país en el que las instituciones han sucumbido al lawfare en el que el gobierno saliente las ha introducido con la inestimable dirección e impulso de la administración norteamericana. Así es.
Tomado de Nodal