Jorge Jurado
Hace exactamente diez años se desataba la gran crisis financiera de carácter mundial de los últimos tiempos. El sistema financiero estadounidense creó programas públicos de financiamiento barato para promover créditos hipotecarios masivos dirigidos hacia familias que no habrían tenido acceso a ese tipo de préstamos. Incluso las instituciones crediticias privadas fueron apoyadas con descuentos tributarios. Las familias fueron tentadas con intereses sumamente bajos y con extraordinarios períodos de gracia y para los períodos posteriores se les ofrecía refinanciamiento con tasas bajas de interés. El cálculo bancario en cambio no tuvo la claridad suficiente de prever que las familias que habían asumido esas hipotecas inmobiliarias empezarían a tener problemas económicos el momento que las tasas de interés fuesen elevadas.
Por otro lado, el problema político se genera al haber mantenido un sistema sin regulaciones suficientes. Tanto el gobierno de Clinton como el de su sucesor Bush se negaron a establecer regulaciones fuertes al mercado crediticio, argumentando que cualquier tipo de regulación impedía el desarrollo de la economía.
Se confiaba entonces ciegamente en la “autorregulación” del mercado. La ceguera de la doctrina económica neoliberal les hacía confiar que los prestamistas trabajarían por si solos, a “motu propio” para no perder su dinero. Esto constituyó un gravísimo error. El mercado financiero estadounidense trabajaba desde tiempo atrás con un modo de financiamiento basado en la titularización del crédito. Títulos fungibles que podían fácilmente cambiar de propietario, de un acreedor a otro. Es así como el peculio de las familias no iba a ser depositado en cuentas de ahorro bancarias, sino que sería colocado especulativamente en fondos de inversión que a su vez eran transados en la bolsa de valores, de esta forma el riesgo adquiría una dimensión mucho mayor.
Los bancos seguían otorgando créditos pero que generalmente eran concentrados en paquetes para ser ofertados a otros bancos, los que a su vez los convertían en Títulos de Valor para ser colocados en otros bancos y ofertados nuevamente a inversionistas. Los bancos hipotecarios[1] asumieron la mayor parte del riesgo de estos Títulos de Valor y su descalabro fue masivo al no poder cobrar ni los intereses ni el capital hipotecado. La crisis se extendió por el planeta debido al colapso de los préstamos interbancarios. El valor de los bienes inmuebles empezó a dispararse desde el 2001 llegando a los precios más altos en 2006. La burbuja financiera especulativa, inflada en menos de una década, estaría pronta a explotar frente a la ausencia de regulaciones bancarias. Ante la demanda inmobiliaria generada, los precios no pudieron ser controlados por la “mano invisible” del mercado como era la ciega expectativa de la escolástica económica neoliberal y pronto empezarían a derrumbarse.
Ya en 2007 empezó la quiebra de los bancos hipotecarios y en 2008 alcanzó la crisis a los bancos de inversiones de Wall Street, primero fue el Bear Sterns que todavía recibió apoyo estatal y fue adquirido por el JP Morgan. Semanas mas tarde los bancos hipotecarios Freddie Mac y Fannie Mae tuvieron que ser asumidos por la Reserva Federal y luego quebraría el banco de inversiones Lehmann Brothers seguido por la aseguradora gigante AIG Inc., lo que arrastraría al abismo a prácticamente la totalidad del sector financiero occidental dado el interrelacionamiento crediticio especulativo interbancario.
Se desataba así la quiebra de los mayores jugadores del casino financiero denominado Wall Street[2]. Jugadores que no solo adquirieron activos de alto riesgo como aquellos títulos inmobiliarios, sino que también los esparcieron por el sector financiero europeo y asiático. Continuaría de inmediato con la depreciación y cuasi quiebra de la mayor aseguradora estadounidense con operaciones mundiales, la AIG[3], arrastrando todo ello al planeta entero a una catástrofe económica cuyas implicaciones pesan aún y que no ha sido todavía posible remediar ni los efectos directos, peor los colaterales.
La fe ciega de la mayoría de las escuelas económicas y de los especuladores de primera línea que habían transformado la economía real en un juego financiero especulativo para la obtención de mayores e inmediatos réditos, destruyó por completo la confianza que la economía debía ser la guía para el desarrollo y el bienestar social. También se destruía esa seguridad de que no podía ser posible nuevamente una crisis como la de 1929.
No fue un simple fallo en la administración financiera como hasta hoy en día se trata de argumentar por parte de clérigos del neoliberalismo cuya interesada “ignorancia” les hace mantener y defender con arrogancia posiciones que niegan lo absolutamente evidente: que la crisis del 2008 se convirtió en el símbolo del colapso de un sistema cuya fragilidad se había evitado aceptarlo, y que dio al traste con la legitimidad de gobiernos, de empresas de diverso tipo, de negocios varios, y del mercado bursátil en sí.
Desde la década de los ‘70 se había empezado a configurar una perversa alianza entre la academia, las escuelas de administración al construir una teoría financiera con las instituciones de servicios financieros y grupos influyentes de abogados para obtener una relación de colaboración para alcanzar mayores y veloces réditos económicos. Por supuesto, la responsabilidad de los gobiernos fue fundamental, ya que, en todos los gobiernos posteriores de los EE.UU., obraron los ungidos del neoliberalismo desde los más altos cargos de responsabilidad económica. Todos confabularon en la creación de la política de desregulación para la moderna economía financiera. Esta fue la base operativa de la teoría neoliberal, el mercado sin control alguno, solamente operado por la mano invisible, las consecuencias llegaron unas décadas más tarde.
De hecho, el 15 de agosto de 1971 Richard Nixon presidente de los EE.UU. terminó con el sistema de Bretton-Woods que había incorporado a la Europa y al Japón de la posguerra y los alejó del ámbito económico del dólar. Bretton Woods había permitido una época de estabilidad económica y financiera con crecimiento y generación de empleo, baja inflación y un importante decrecimiento de la desigualdad. Fue la época dorada económica de los países industrializados. Los EE. UU. habían empezado a obtener menores utilidades y tuvieron un déficit presupuestario y comercial. Políticamente se tradujo esto en un declive de la hegemonía que ese país había mantenido desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces, el déficit estadounidense ha venido siendo financiado por los enormes superávits de los beneficios financieros europeos, japoneses y chinos. Los EEUU prefirieron mantener el déficit antes que controlarlo con medidas de ahorro, pero a cambio de continuar con la hegemonía política, económica y militar. El atractivo para los capitales foráneos se logró abandonando las estrictas regulaciones de Bretton-Woods. Entonces, la desregulación más la creación de cuestionables instrumentos financieros fueron el anzuelo mercantil.
La crisis financiera mundial fue asumida por los gobiernos que utilizaron los recursos generados por los contribuyentes de cada uno de los países y en ningún caso llegaron a nacionalizar los bienes de las instituciones privadas que quebraron. El sistema volvió a las mismas manos corruptas y visibles.
Lo más “curioso” de todo esto es que los ungidos de la doctrina neoliberal que se fundamentan en el libre mercado y que lo proclaman a los cuatro vientos como el ente rector económico, tuvieron necesariamente que acudir al Estado para el salvataje financiero desvelando con ello la hipocresía económica neoliberal.
¿Por qué se hace necesario un recuento histórico sobre la causalidad de la Crisis Financiera mundial del 2008? Evidentemente no por el triste onomástico, sino para tratar de aprender de la historia, aun cuando en este país, el Ecuador, esto parece ser una entelequia. Ya habíamos sufrido, ocho años antes, la peor crisis de nuestra historia con la quiebra masiva del 75% del sector financiero causado también por un proceso de desregulación bancaria coadyuvado en la Constitución Política de 1998 y puesto en marcha por los gobiernos desde 1992. Sus consecuencias las sufre todavía hoy el pueblo ecuatoriano con dos millones de ciudadanos que tuvieron que emigrar huyendo del desastre económico interno. A pesar de ello, las noveles políticas económicas neoliberales que han empezado a ser aplicadas nuevamente indican que no se ha aprendido nada, ni de la crisis doméstica de 1999-2000, ni tampoco de la Crisis Financiera global del 2008, ambas con similares causas y efectos.
Sin necesidad de asumir el oficio de profeta, y con la existente aporía ciudadana es posible imaginar que la aplicación de las medidas económicas planteadas en la Ley de Fomento Productivo y muy probablemente con otras que vendrán, el sector empresarial de gran capital especialmente el comercial importador y en menor grado el productor será el principal beneficiario. Ni la pequeña empresa, ni la economía popular y solidaria podrán beneficiarse del aperturismo económico. El desempleo se magnificará al aplicar equivocadamente una reducción del Estado; los hogares se verán obligados a consumir menos y gastar menos, lo que podría agudizar el proceso deflacionario que estaría ya vigente. El movimiento económico se reduciría sensiblemente y en consecuencia las rentas del Estado, los tributos, disminuirán también, aunque ya de por si se plantea una reducción de impuestos en un muy largo plazo para favorecer la inversión. ¡Las contradicciones son flagrantes!
La capacidad de pago de los hogares a sus compromisos crediticios se verá también afectada por lo que la quiebra de muchas empresas, negocios varios, incluso de entidades financieras, puede otearse en el horizonte cercano. Si tomamos en cuenta que la política gubernamental es de máxima restricción del gasto y de la inversión públicas, estos dos factores acentuarán importantemente la crisis económica con el desempleo a la cabeza.
Estas circunstancias difícilmente podrán ser paliadas o revertidas por inversiones internas o externas tal como truena el nuevo discurso. Para que las inversiones privadas empiecen a mover el aparato económico pasarán necesariamente varios años, siempre y cuando existan algunos condicionantes previos, tanto en el ámbito político, por supuesto en el económico, en el jurídico y en el social, pero que no se los ve actualmente con claridad suficiente como para garantizar un clima de real inversión, dadas las medidas vigentes. Al sector ambiental ni siquiera cabe mencionarlo puesto que será uno de los primeros sacrificados en aras de generar “confianza” a los esperados inversionistas. La fragilidad de la institucionalidad pública y social, consecuencia de la restricción del gasto público, obrará a favor de una ausencia de control en detrimento de recursos naturales, de los Derechos de la Naturaleza y del bienestar social general.