Por Consuelo Ahumada
El reconocimiento pleno y la erradicación de la violencia contra la mujer está muy lejos de alcanzarse y es una tarea titánica.
En 1999 la Asamblea General de la ONU ratificó el 25 noviembre como el Día Internacional de la No Violencia contra la Mujer, en homenaje a las hermanas Mirabal, torturadas y asesinadas por la dictadura de Trujillo en República Dominicana. Sin duda, una de las más sanguinarias de las que respaldó Washington en el Caribe.
Cometió múltiples atropellos y crímenes contra toda la población. El tirano y sus secuaces se ensañaron en especial con las niñas. Miles fueron acosadas, torturadas, violadas, prostituidas, compradas, vendidas, utilizadas para intercambio de favores y/o asesinadas, independientemente de su clase social.
Patria, Minerva y María Teresa Mirabal, conocidas como las mariposas, fueron entusiastas luchadoras contra la tiranía y denunciaron todo tipo de violencia contra las mujeres. Su asesinato tuvo un impacto significativo en el país y en el mundo.
Décadas después, el legado de las mariposas está más vigente que nunca. En la lucha contra la tiranía, por la democracia y los derechos de la mujer, contra la violencia de género, por la justicia social, la defensa de la vida. En el descontento social por los estragos del capitalismo exacerbado, la lucha feminista ha estado en lugar prioritario.
Pero erradicar todo tipo de violencia contra las mujeres es una tarea titánica. El desarrollo tecnológico sin precedentes que ha experimentado la humanidad en las décadas pasadas convive con sociedades profundamente patriarcales y excluyentes.
No puede dejarse de lado que Latinoamérica es la segunda región, después de África, con un mayor número de feminicidios por año. Según datos de la Cepal, de los 25 países con la tasa más alta, 14 están en la región. En sólo dos de cada 100 casos los agresores son encarcelados. Pero además durante la pandemia se registró un incremento significativo de la violencia contra la mujer y los feminicidios.
La subordinación de la mujer en la sociedad moderna tiene raíces históricas. En El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Engels rebate las concepciones religiosas prevalecientes sobre el punto y señala al matrimonio monogámico, como base de la subordinación de la mujer. Su fin expreso fue la procreación de hijos cuya paternidad fuera indiscutible para garantizar la herencia, una vez apareció la propiedad privada.
El papel de la religión ha sido decisivo en el reforzamiento de estos valores patriarcales y machistas y en la construcción de estereotipos en torno a la mujer, sus supuestos valores, obligaciones, sentimientos, debilidades, limitaciones, culpas.
En el mundo de hoy, el fundamentalismo religioso insiste en afianzar todavía más esos mitos. Es una concepción de corte feudal, con profundo arraigo histórico y cultural, inmerso en la esencia misma del capitalismo.
Sus manifestaciones permean todas las esferas de la sociedad. La agenda conservadora cercana al fascismo reivindica a fondo esta visión, al igual que lo hace con el racismo, la xenofobia, la homofobia y la exclusión económica y social.
El reconocimiento pleno y la erradicación de la violencia contra la mujer está muy lejos de alcanzarse. En primer lugar, porque siguen prevaleciendo esos valores arcaicos que la legitiman y la justifican. Ha habido avances importantes en el terreno legal. La movilización social ha sido fundamental, pero falta mucho por lograr.
Reformas sucesivas y regresivas en el campo laboral y de seguridad social, dificultan cada vez más la perspectiva de la igualdad de la mujer en el trabajo y la sociedad
En segundo lugar, porque el neoliberalismo, como expresión de la voracidad del capitalismo, despoja a las mujeres, en particular a las más golpeadas por la exclusión social, de las mínimas garantías para atender el trabajo del cuidado. Reformas sucesivas y regresivas en el campo laboral y de seguridad social, dificultan cada vez más la perspectiva de la igualdad de la mujer en el trabajo y la sociedad.
Por ello, el compromiso adquirido con las mujeres por el gobierno del Cambio, expresado en metas específicas del Plan de Desarrollo, en el campo y las ciudades, es fundamental.
Cada vez es más claro que el camino hacia una sociedad más justa e igualitaria pasa por la lucha de mujeres y hombres contra el patriarcado y el machismo en todas sus expresiones.
Los avances en este campo se convierten en trincheras, en logros muy importantes, aunque no suficientes. Es un asunto que concierne a todos los ámbitos de la sociedad, las instituciones, las organizaciones políticas, sindicales y sociales, la academia, la escuela, las familias. Debe hacerse consciente en el discurso y en la práctica, romperse con los estereotipos y denunciar la publicidad degradante.
Es la lucha por romper la enorme brecha de la desigualdad de género, por el derecho a una vida sin violencia de ningún tipo, por erradicar el feminicidio, por decidir sobre el cuerpo propio, por cuestionar y transformar conductas y relaciones de poder, impuestas y transmitidas como naturales.
El peso de este fardo retardatario en la sociedad no puede desconocerse ni minimizarse. Por el contrario, debe insistirse día tras día en su naturaleza y efectos, en su incidencia nefasta en las condiciones y perspectivas de vida, en el acceso a la educación y el trabajo por parte de las mujeres. En su papel en la reproducción de las condiciones mismas que perpetúan la desigualdad.
Tomado de las 2 Orillas