La entrega de Julian Assange se desarrolla en medio de una trama de tres patas que no debemos perderle la pista. Dos de ellas serían de forma mientras que una de contenido. La primera, la pata `Ina Papers´, caería en una suerte de retaliación política a partir del retorno al viejo modelo económico de Estado. La entrega de Assange a la policía inglesa –en territorio diplomático ecuatoriano, por cierto– coincide, precisamente, semanas después de generado un escándalo de grandes magnitudes simbólicas y pre judiciales, en especial tras ponerse en conocimiento la supuesta relación del presidente Lenin Moreno con la empresa offshore Ina Invesment Corporation, fundada originalmente por su hermano Edwin Moreno en Belice y cuyas cuentas se manejaron, al parecer, en el Balboa Bank de Panamá. Los beneficios que recibiría Lenín Moreno giran alrededor de la transferencia de dinero para la compra de menajes durante su estadía en Ginebra, así como la adquisición de un departamento en Alicante sobre la costa mediterránea de España.
El efecto simbólico surge de la contradicción del discurso unívoco del momento, de la falta de congruencia frente a la ´nueva ola` en que se inscribe hoy en día la política latinoamericana. Pues como lo presentan espectacularmente –cual serie de Netflix– los medios de comunicación, los casos de corrupción son la noticia más importante del quehacer político y social. Y para perfeccionar el tributo a la anti-corrupción, la subsecuente producción de procesos judiciales que terminan casi siempre con el encarcelamiento de sus protagonistas. Queda relegada la información sobre las palpables desigualdades sociales y la existencia de miles de personas que aún no reciben adecuados servicios de educación y salud. Los escándalos de corrupción devienen como pan caliente que se comparte con vino dentro del nuevo coliseo romano, en el cual deleitamos ver a leones devorar a cristianos. Una arena donde, indudablemente, Lenín Moreno teme caer.
Al margen de la proyectada emergencia global que muestra a la corrupción como una amenaza que va más allá del desastre nuclear o de la contaminación ambiental, lo cierto es que América Latina ha vuelto a los brazos del neoliberalismo. Con mucha imprecisión se menciona que cualquier crítica a este “modelo económico” se convierte en un ataque al liberalismo, es decir, a las libertades individuales y al movimiento de derechos convertidos en contrapesos del Estado. El neoliberalismo, sin embargo, se distancia de esta corriente al perfeccionar un sistema de dominación financiera donde las corporaciones someten a los Estados; por ende, a sus icónicas soberanías y procesos políticos. Los gobiernos son convertidos en emisarios del subdesarrollo del que muchos consideran un accidente del destino y no un entramado perfectamente planificable.
En nombre de la cooperación económica y militar Ecuador retorna a la dependencia contribuyendo al desmantelamiento de las alternativas formas de integración regional (UNASUR) y a la reducción del demonizado ‘gasto social’. Mientras Argentina vuelve al FMI y Colombia refuerza la cooperación bélica extranjera para la war on drugs, el gobierno de Moreno no perdió el tiempo en tomar ambas ofertas. La visita del vicepresidente de la mayor potencia del planeta no sólo significó el regreso del Ecuador a las “reglas” del libre mercado, sino también una premonición cuyo desenlace se confirmaría más adelante en Londres. A través de ‘INA Papers’ se coloca entonces una reflexión que, en retrospectiva, devela las contradicciones de una política que se muestra como inmaculada, mientras se va perfeccionando el subdesarrollo. La caída de la imagen de Moreno no haría más que corresponderse con el desmoronamiento del Estado Social.
La segunda pata de esta trama tiene que ver con el vaciamiento del Derecho, alentado por el furibundo eco que fuera reproducido por los grupos de la derecha local para expulsar a Assange de nuestra embajada en Londres. Este “malestar” convertido en consigna fue esgrimido no sólo a través de recalcitrantes mensajes de manifiestos políticos, como ex candidatos presidenciales o asambleístas de turno, sino también de sugerentes y reiteradas entrevistas ofrecidas por ex diplomáticos de carrera, así como comunicadores y denominados expertos jurídicos en relaciones internacionales consagrados por esos medios en pseudos líderes de opinión. En todos ellos se estableció poco menos la consigna de “saquen al malcriado”, “Assange es incontrolable” o “no sabe comportarse”. Había que volver al Siglo XV para resucitar a Rotterdam y observar como los ‘disciplinistas’ del siglo XXI iban legitimando el cuestionable Protocolo de Visitas que convirtió en incómodo y asunto de Estado el maullido de un gato y el rechinar de una patineta. Se trata de un manual de comportamiento que tendría de trasfondo el aislamiento de Assange. En consecuencia, limitar/controlar su comunicación y contacto con el mundo exterior. Así, el estatus político de asilado habría migrado tenuemente a un estado de constricción física y moral, algo que en el lenguaje jurídico sería compatible con el vocablo tortura.
En agosto de 2012 el Estado ecuatoriano reconoció la condición de asilo político a Julian Assange, motivado por los graves riesgos que pondrían en peligro su libertad, integridad física y vida como represalia tras poner en conocimiento del mundo información que otros países consideran como secreta o privilegiada. Además, en diciembre de 2017 se aceptó su carta de naturalización, lo que impedía constitucionalmente cualquier extradición, remoción, deportación o expulsión en todo lo que representa el territorio ecuatoriano. Las razones del asilo y la nacionalidad debían convertirse en elementos centrales de protección frente a cualquier ponderación que pretendía legitimar su entrega.
El Protocolo de Visitas, Comunicación y Atención Médica, no obstante, se convirtió en el dogal del estatus jurídico y político de Assange, el caballo de Troya que permitió –tras su supuesta violación– a las agencias británicas de seguridad entrar en territorio ecuatoriano para detenerlo en la madrugada del 11 de abril. Atrás quedaron la Opinión Consultiva 25/2018 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que le remarcó al Estado ecuatoriano la necesidad de precautelar el principio de no devolución; la Opinión Consultiva 54/2015 del Grupo de Trabajo sobre Detenciones Arbitrarias de las Naciones Unidas que solicitó a Suecia y Reino Unido las debidas garantías para que Assange pueda circular libremente; o, fundamentalmente, la propia Constitución ecuatoriana que reconoce el principio de no devolución (Art. 41), prohíbe la expulsión cuando peligra la vida, integridad o libertad de un extranjero (Art. 66.14) así como la extradición de ecuatorianos (Art. 79) Sencillamente, pesó más la búsqueda de la “quinta pata” del manual de comportamiento.
Pero la pata que engloba la trama en la penosa entrega de Assange a sus perseguidores se halla en la destrucción misma de la causa altruista. Este es quizá el punto que va más allá de la discusión de si su futuro se decide en la silla eléctrica o la suavización de una condena. Es el castigo en sí que entraña a la sustancia por encima de las formas jurídicas o diplomáticas. Julian Assange simplemente no debía ser entregado porque su causa puso en conocimiento del mundo la mala conducta de los Estados, las actividades ilegítimas que desfiguran el sentido de lo humano, un desempeño de las estructuras de poder que no podemos permitir ni amparar.
Quien arriesga su libertad y vida para proteger el interés público universal debe ser protegido. El secreto mantiene y perfecciona formas inconmensurables de poder, especialmente en las corporaciones económicas y financieras. No puede devenir como un principio absoluto. Por ello, el Parlamento Europeo creó la Directiva 943/2016 que instruye a los países de la unión a reformular sus legislaciones administrativas, civiles y penales para impedir el castigo a la divulgación cuando su fin es el interés de sus ciudadanos, la libertad de expresión e información, la denuncia a una actividad ilegal o el desempeño ilegítimo de una actividad económica de poder. Un gran salto que reconoce en un Whistleblower no a un criminal, sino a un héroe. Ahí el camino, el principio humanitario que el gobierno de Lenín Moreno no quiso reconocer y con ello la posibilidad de abrazar un verdadero proceso civilizatorio. Así, y a vísperas de la Semana Santa, la entrega de Assange a sus captores revive aquel dilema que lleva más de dos mil años, donde cada protagonista encarna el rol que le pertenece.