Por Daniel Kersffeld
La Celac mantuvo su octava cumbre presidencial, mientras en América Latina avanzan los planes de la derecha extrema y se afianzan modelos autoritarios y proyectos neoliberales.
En San Vicente y Las Granadinas, el archipiélago caribeño que desde el año pasado detentó la presidencia pro tempore de la organización regional, el 1 ° de marzo se desarrolló la cumbre que tuvo como ejes principales la seguridad alimentaria, la estrategia sanitaria, el cambio climático y el mantenimiento de la paz en la región.
Más allá de las problemáticas tratadas, y de su importancia no sólo en el escenario latinoamericano, lo que más se destacó fue el bajo número de presidentes y autoridades de gobierno que asistieron al cónclave: de un total de 33 jefes de Estado solo asistieron 15, de los cuales 7 eran caribeños.
Se trata de un cambio relevante frente a una cumbre anual que hasta 2023 todavía era considerada como un espacio central para el encuentro y la puesta en común, pero también para el debate y la confrontación, entre gobernantes de toda la región.
De igual modo, la presencia de mandatarios y primeros ministros de El Caribe refiere a las claras el impacto de la presidencia a cargo de San Vicente, y el acompañamiento fundamental de un conjunto de gobiernos insulares que opera como un bloque más o menos homogéneo y que suele sumar votos en elecciones estratégicas y en espacios tan diversos como la Celac y la OEA.
El segundo elemento que le brindó notoriedad a esta cumbre fue la falta deliberada de los principales referentes de la derecha latinoamericana. La ausencia de Javier Milei, de Argentina, Nayib Bukele de El Salvador, Daniel Noboa de Ecuador, y Luis Lacalle Pou, entre otros, restaron impacto político al encuentro.
Desde su inicio a fines de 2011, la Celac fue impulsada como una entidad de preservación de un espacio común frente a las intervenciones de las potencias extranjeras.
La exclusión deliberada de Estados Unidos y de Canadá tuvo siempre como contraparte la aceptación de todos los mandatarios que se quisieran involucrar en este proyecto de integración, más allá de su pensamiento político, en torno a la solución a problemáticas comunes como la pobreza, el hambre, el desarrollo, posteriormente, el cambio climático y, sobre todo desde la pandemia, la crisis sanitaria y de salud pública.
Por desinterés en el espacio regional, por falta de convicciones en torno a los mecanismos de articulación y de integración o bien, y principalmente, por un deseo expreso en el acercamiento a los Estados Unidos antes que en el despliegue de iniciativas cooperativas respecto a problemáticas comunes en territorio latinoamericano, lo cierto es que en esta oportunidad resultó notoria la retracción de la derecha en un ámbito como es el de la Celac.
Sin duda, y con la presencia de ocho gobiernos de izquierda, la Celac ganó en coherencia ideológica. Bajo el influjo de Brasil, de nuevo en la conducción de la organización luego de su abandono durante el gobierno de Jair Bolsonaro, tuvieron menor impacto los argumentos disonantes y pretendidamente neutrales en cuestiones complejas como, por ejemplo, la situación política interna en Venezuela o el posicionamiento frente al conflicto entre Rusia y Ucrania.
Pero pese a contar con algunos de los nombres fundamentales de nuestra región, como son los casos de Lula da Silva, Gustavo Petro y Nicolás Maduro, esta sesión no alcanzó mayor despliegue en las propuestas a desarrollar hasta la siguiente cumbre en 2025.
Con un perfil más técnico que político, lo que mayor difusión tuvo en redes sociales y en la prensa, fue la condena a la política belicista llevada adelante por Israel en Gaza. La declaración resultó conveniente además de oportuna, pero resultó limitada frente a la realidad de una región cuyas riquezas y recursos naturales están amenazadas por los Estados Unidos, o cuando existen nuevos proyectos de rearme en el Atlántico Sur por parte del Reino Unido, o intentos de involucramiento de gobiernos latinoamericanos a favor de la OTAN en el conflicto en Ucrania.
De común acuerdo se resolvió que la presidencia pro tempore pase ahora a Honduras, una prueba fundamental para la política exterior del gobierno de izquierda de Xiomara Castro.
Asimismo, se trata de un reconocimiento implícito a la renovada visibilidad de América Central por las políticas represivas de Bukele en El Salvador; por la compleja situación interna en Nicaragua; por la crisis política que tuvo lugar en Guatemala y que siguió al triunfo electoral del actual presidente Bernardo Arévalo; y por las próximas elecciones presidenciales en Panamá en las que quien hasta hace un mes era su principal candidato, el exmandatario Ricardo Martinelli, fue excluido por la justicia por delitos de defraudación.
De igual modo, y desde una geopolítica más amplia, se deben tener en cuenta las extensas oleadas migratorias hacia el norte, así como también la creciente disputa comercial y en proyectos de infraestructura entre Estados Unidos y China, convirtiendo a América Central en una de las áreas más calientes del planeta.
Pero el principal desafío que tendrá a cargo Xiomara Castro será conducir y preservar a una entidad a la que, a partir de su alineamiento directo con Washington, distintos mandatarios de derecha tratarán de vaciar de su contenido original, basado en la autonomía y en el freno a la intervención externa. Su faltazo a esta cumbre presidencial es sólo un aviso de lo que podría estar por venir.
En todo caso, resulta claro que los referentes de la derecha prefieren no debatir y no exponerse y que, en cambio, se envalentonan al presentar sus ideas en ámbitos reservados y, sobre todo, a salvo de las intromisiones del pensamiento crítico, como ocurrió en el foro empresarial de Davos o en el CPAC, el reciente cónclave conservador y trumpista que tuvo lugar en Washington.