Por Daniel Kersffeld
Con la visita de Benjamin Netanyahu a Hungría el pasado 5 de abril y la negativa a arrestarlo, el gobierno del Primer Ministro Víktor Orban (foto) anunció su salida de la Corte Penal Internacional (CPI).
El hecho no sólo tendría repercusiones en dicho tribunal, sino también en la Unión Europea, a la que le gusta presentarse como el “último bastión” de la “justicia global” y del “orden internacional basado en normas”.
El 21 de noviembre de 2024, la CPI emitió órdenes de arresto contra el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu y el ex ministro de Defensa Yoav Gallant, tras imputarlos de crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos durante la actual campaña israelí en Gaza en la que, según la acusación, más de 50 mil personas (en su mayoría civiles) han muerto en represalia por los atentados terroristas perpetrados por Hamas el 7 de octubre de 2023.
Israel rechazó las acusaciones, considerándolas falsas y con motivaciones políticas, lo mismo que el gobierno húngaro que, además, acusó a la CPI de operar más allá del terreno judicial.
El tribunal está compuesto por 124 miembros, todos ellos signatarios del Estatuto de Roma adoptado en 1998. Se trata de todos los gobiernos europeos (excepto los de Bielorrusia y Azerbaiyán), junto con los de Canadá, Australia y una mayoría de países de África, América Latina y del continente asiático. En tanto que han declinado su interés en vincularse más de 40 Estados, entre ellos, las administraciones de China, Rusia, Arabia Saudita, India e Israel.
El caso más ambiguo fue, sin embargo, el de Estados Unidos, convertido hoy en uno de los principales antagonistas de la Corte. En 2000, el presidente Bill Clinton firmó el Estatuto de Roma pero, como en varios otros casos, nunca fue ratificado por el Legislativo. Ya en 2002, bajo la administración de George W. Bush, la Casa Blanca finalmente retiró su firma.
Con su decisión, Hungría se convertiría en el primer país europeo en abandonar la CPI, una actitud que, hasta el momento, y a nivel global, registra sólo dos antecedentes: Burundi, en 2017, y Filipinas, en 2019.
Frente a las críticas surgidas desde la administración de la Unión Europea y de algunos gobiernos como los de Reino Unido, que interpretan que la decisión de Hungría está motivada no sólo por su estrecha vinculación con él régimen conducido por Netanyahu sino también con su alianza con Rusia, lo cierto es que son varios los países que, motivados por la “real politik”, admiten por lo bajo el límite al que ha llegado la CPI en su corta existencia de poco más de dos décadas.
Es cierto que algunos gobiernos, como los de Irlanda y España, afirmaron que arrestarían a Netanyahu si visitara su territorio. Pero otros, como Francia, Alemania e Italia dieron respuestas más cautelosas y evasivas, al mismo tiempo que cuestionaron la jurisdicción de la CPI sobre Israel, dado que este país no ha firmado el Estatuto de Roma, en una argumentación que, sin embargo, podría también ser beneficiosa para Rusia y Vladimir Putin, perseguido por el tribunal internacional con motivo de la guerra contra Ucrania iniciada en 2022.
Frente a la posibilidad cada vez más concreta de que Natanyahu no sea condenado, y con los gobiernos de República Checa y Austria, también aliados de Israel, meditando si siguen tras los pasos de Hungría, están cobrando cada vez más peso críticas como las de Orban, que señalan la extrema volubilidad de la CPÍ y su vinculación con intereses geopolíticos puntuales, además de que sólo debería tener jurisdicción sobre los países que han ratificado el Estatuto de Roma.
Más allá del actual procesamiento contra Netanyahu, que es apoyado por una buena parte del Sur Global, para varios gobiernos que componen este espacio son válidas, además, las críticas que señalan a la CPI como un instrumento de las potencias europeas, con apoyo evidente de la OTAN, para perseguir a líderes no occidentales, en particular de África, así como también a Putin.
De hecho, hasta el momento la CPI sólo han dictado once condenas, seis de las cuales fueron por los crímenes más graves (de guerra y de lesa humanidad), por lo que fueron castigados los líderes de grupos combatientes de la República Democrática del Congo, Malí y Uganda.
Frente al descrédito creciente en el que se encuentra la Corte Penal Internacional incluso en Europa, el continente que la auspició durante sus años fundacionales y bajo cuya protección actúa hasta ahora, sería importante renovarla o, directamente, generar un nuevo tribunal de justicia con capacidad de acción internacional, que no esté vinculado a los intereses de las potencias occidentales, sino que también responda a las principales preocupaciones del Sur Global.
Tal vez en alianza con Rusia, China y con las naciones que conforman el BRICS se comience a imaginar una nueva institucionalidad con capacidad para promover la justicia global bajo una mirada alternativa a la hegemónica, para impedir desequilibrios flagrantes, perseguir a los ideólogos y perpetradores de genocidios y crímenes contra la humanidad, y evitar los abusos de poder por parte de Occidente y de los mismos actores de siempre.