Por Abraham Verduga
Conocí a don Alfonso. Fue en 2005, el año de el dilema. No tenía claro qué carrera seguir en la universidad o, lo que es lo mismo, no sabía qué carajo hacer con mi vida. Sabía que elegir una profesión implicaba seleccionar el vehículo que me ayudaría a alcanzar mis sueños o, al menos, a ser feliz en el intento. El Derecho siempre estuvo en mi radar (o en el de mi padre…). “No hay que darle tantas vueltas”, me decían. Y es que la opción “obvia” gozaba de ciertas ventajas competitivas: una envidiable biblioteca a mi favor, un know-how heredado, una nutrida lista de “contactos” -imprescindible imput– y una cartera de clientes que bien podrían optar por la asesoría de un segundo Abraham Verduga, uno menos prestigioso, aunque sí más entusiasta y joven, para resolver sus problemas de orden legal. Pero resulta que mi madre era periodista, de las buenas, y me había transmitido de una forma mucho más sutil el amor por ese oficio que, en su caso, vio truncado de manera prematura con mi nacimiento.
Empecé las clases en el pre de la Facultad de Jurisprudencia de la UCSG sin que eso significare nada más que una excursión traviesa en el abigarrado mundo de los abogados, cuando un fin de semana se me presentó la oportunidad de conocer a la estrella de Ecuavisa. El encuentro, escenificado en su departamento de descanso en la playa, se produjo gracias a un tío muy querido con quien el legendario presentador compartía una sólida amistad basada en el buen gusto por la música nacional. Se habían citado para intercambiar discos (sí, cds…) y exhibir sus últimas adquisiciones. Eran cultores del pasillo, del pasacalle y los boleros. Se dibujaba ante mí una chance de oro para codearme con un referente. Sí, un referente a quien podría hacerle preguntas, muchas preguntas en el privilegio de la distancia corta. Quería exprimir cada minuto. Después de todo, se trataba de un grande de la televisión que me ayudaría a sumar razones para cumplir el sueño de mamá. ¿Quién mejor que Alfonso Espinosa de los Monteros para orientar la vocación de un aspirante a periodista?
Recuerdo que nos recibió junto a su esposa, una señora encantadora. De trato amable y sencillo, descubrí que detrás del tótem de las noticias que aparecía todas las noches religiosamente a la hora de la merienda en casi todos los televisores del país, habitaba un tipo de carne y hueso. De repente la voz de ultratumba ya no me parecía tan solemne, es que no estaba precedida por la imponente cortina musical de Ben-Hur (1959). Sin corbata, pantalones cortos y mocasines, comprobé que se trataba de un cristiano tan mortal como cualquiera. “Conversa con Abrahamcito, Alfonso. Aconséjalo, quiere también estudiar periodismo…”
Debo confesar que había olvidado el episodio. Ya hace muchos años que decidí, como medida sanitaria, no ver más los noticieros de Ecuavisa, y aquello supuso romper con una costumbre familiar, acaso una tradición ecuatoriana (“prende el 2 para saber qué está pasando en el país”, es una frase brutal, expresión del triunfo de una hegemonía conservadora). Si reviví el recuerdo de dicha plática con don Alfonso allí en ese balcón con una vista maravillosa al mar de Punta Carnero, es porque me enteré esta mañana que se había despedido de su audiencia. No me lo podía creer. ¿Don Alfonso cuelga los botines?, ¡si es que hemos crecido con él! El cronista que relató el impacto del meteorito que extinguió a los dinosaurios; el que informó sobre el arca de Noé cuando el diluvio universal; el que reseñó la caída del Imperio Romano y la Revolución Francesa; fuera de bromas… El personaje mediático que narró toda la vida política de una nación durante más de 50 años, testigo y relator de golpes de Estado, dictaduras y vueltas a la democracia, informador de las dos guerras con el Perú, comentarista del alunizaje de Armstrong contado para los ecuatorianos desde el mismísimo Cabo Kennedy… El hombre del récord Guinness, el ícono, ¿se retira? Digan lo que quieran, pero es el fin de una era.
No revelaré el contenido de mi conversación privada con don Alfonso porque no se vería bien, mucho menos ahora. Pero creo que puedo hablar de las sensaciones que me provocaron sus palabras de despedida el pasado 1 de mayo. Al final, fue un sabor de boca bastante parecido al suscitado hace 18 años en ese diálogo que me llevó a decantarme por la abogacía…
Lo primero que debo decir es que siento el mayor respeto por las canas (aunque sean pintadas). Ese respeto por la edad, sin embargo, no debe confundirse con la condescendencia. Las personas mayores son mucho más venerables por sus ideas que por sus años, porque la sola acumulación de abriles no puede constituir un mérito.
Lo diré claro y a riesgo de sonar impopular -me distancio de la cínica arrogancia de lo “políticamente correcto”-: el mensaje de despedida de don Alfonso me quedó debiendo mucho, muchísimo. No es que esperara algo extraordinario, alguna suerte de epifanía que desafiara al prompter justo antes de la inminente bajada del telón. Pues no, pero tampoco imaginé que su locución final, la que se mantendría resonando en ese estudio donde “queda el eco de tantas palabras y el silencio (algunos estruendosos) de tantos pensamientos que han tejido la historia de nuestro país”, llegare a ser tan pobre y vacía. Un discurso de estética mindfulness de manual, repleto de lugares comunes, conceptos arcaicos y esa cómoda apelación a la lágrima fácil. Creo que pudo ser una despedida un poco más digna, con un algo más de altura y profundidad, un adiós más responsable con esas generaciones de jóvenes a quienes dirigió sus exhortos.
Se le escuchó decir con tonito cardenal lindezas como:
“Ahora empieza el vacío, como tantas veces fue la plenitud en el ejercicio permanente de comunicar con la verdad”. Y seguidamente define la verdad como: “la suma de los principios y los valores que llevo dentro y quiero dejar como legado”.
¡Haberlo dicho antes, señor! ¿Se imagina cuántas batallas dialécticas nos habríamos ahorrado? Si es que La verdad no podría ser otra más que Su verdad, pues claro, la única posible…
Me sabe un poco mal decírselo con sus casi sesenta años en el ejercicio del periodismo, pero… creo que se equivoca, don Alfonso. La verdad es algo mucho más poliédrico que “los principios y los valores” que usted o cualquier otro iluminado lleve dentro. Sinceramente, yo no creo que ni usted mismo esté convencido de que habló siempre con la verdad frente a la impunidad, o frente a la opacidad, o frente a la manipulación informativa que tanto daño le ha hecho a nuestra democracia. Recuerdo, por ejemplo, un par de ocasiones en que su verdad publicada puso en jaque la paz social. ¿Le suena CEDATOS y el anuncio anticipado de resultados electorales? Yo no olvido esa sonrisita socarrona que acompañó su anuncio del “candidato triunfador” en las presidenciales de 2017, cuando usted le dio la victoria a Lasso; o su bochornoso papel en la cobertura de la última Consulta Popular (2023). ¿Es que era mucho pedir unas disculpas públicas ante las escandalosas faltas de rigor?
No debería ser un comunicador amateur como yo (sin título profesional) quien le aclare que todas las personas tienen el derecho a esgrimir su opinión, pero no a que sus apetencias o intereses personales sean verdaderos si es que no lo son. Porque nadie, don Alfonso, NADIE tiene el derecho a que la realidad dependa de su antojo.
“Este trabajo para mí nunca fue una obligación, sino el sueño que se hacía realidad todos los días. Los animo a perseguir también sus sueños, no importa los obstáculos ni las dificultades”.
Porque los obstáculos y las dificultades solo están en la mente, muchachos. “Es que el pobre solo es pobre porque quiere…”, le faltó añadir. Y de pronto hasta encajaba bien una jugosa publicidad de Nike con su famoso eslogan “Just do it”.
“Ojo. Yo que he sido observador de nuestro Ecuador, les digo que venzamos el pesimismo que siempre nos agobia y construyamos la sociedad que queremos con nuestro trabajo, desde lo personal”.
Puro terrorismo emocional pronunciado, sin ningún rubor, en el mismísimo Día Internacional de los Trabajadores. Vaya provocación. Hubiera sido más honesto aclarar, hace unas cinco décadas más o menos, desde dónde se enuncian cosas así, pero es que don Alfonso jamás admitió que su corazoncito estaba más bien a la derecha. Privatizar los desarreglos sociales (vencer el pesimismo individual) es el espíritu del neoliberalismo. ¿Y qué pasa, don Alfonso, si uno no consigue todo lo que se propone a pesar del esfuerzo?, ¿cómo catalogamos a esos jóvenes seguidores suyos que intentan desafiar los obstáculos que usted pudo sortear, pero que no logran conseguir el mismo resultado? (¿sorry losers?).
Sospecho que la respuesta de un winner como don Alfonso no contempla la acción colectiva, ni para qué hablar del Estado, esa perversión socialista que con tanta saña denostó y cuyo progresivo desmantelamiento respaldó desde la “neutralidad” más aséptica del ejercicio editorial. Más actitud ganadora, joven. Querer es poder. Yo por ejemplo “siempre fui positivo, seguro y desde luego útil”. Observen a Teresita, ella también aplicó la ley de la atracción en su vida y mireusté donde ha llegado. No se queje, respire hondo, practique el yoga, ¡y cómase el mundo!
“Las categorías éticas y morales están en la esencia del periodismo, yo lo supe siempre, quizá desde mi formación familiar. Esto es, sobre todas las cosas, lo que quiero dejar a los jóvenes de toda condición, sobre todo a los periodistas que han abrazado esta carrera: la televisión no es un juego. Hay que tener a mano siempre el código de ética, los manuales de producción, de redacción y de operación, que muestran el grado de madurez de la organización periodística. La objetividad, la transparencia, la independencia y la imparcialidad…”
¿De verdad era necesario cerrar las persianas de esta manera tan vergonzosa? Hablar de periodismo “imparcial” en pleno siglo XXI no solo es una insensatez, sino una perversa mentira. ¿Es Ecuavisa un medio imparcial? Creo que la respuesta es evidente. No lo es, ni Ecuavisa ni ningún medio comercial o alternativo. Los medios han tomado partido en todas partes y en el caso del canal del cerro, pues es la fiel expresión del periodismo más rancio y reaccionario que tiene el país, y usted, don Alfonso, lo sabe (y no tiene nada de malo defender valores conservadores, si se lo hace de frente). Resulta decepcionante encontrar tanta hipocresía en las palabras de despedida de un histórico de la televisión nacional. No es que esperara un sincericidio de última hora, pero sí eché en falta una mayor dosis de humildad (sabiduría) y menos ensimismamiento (vanidad).
“Hoy termina una impecable carrera en el periodismo ecuatoriano”, ha tuiteado el Presidente de la República, supongo que recibe esas palabras como un halago. Lo siguiente, no me cabe duda, será una condecoración. Se las merece todas, aquí y en Miami, ciudad sede de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), la organización de los dueños de los medios mercantiles quienes a menudo confunden sus intereses económicos y políticos con la libertad de expresión. Yo me quedo con una frase suya que suscribo sin ambages, porque no todo fue hojarasca: “La televisión no es un juego”. Ciertamente, y es tanto más peligrosa cuando naturaliza la injusticia de un orden político-ideológico desde la falsa equidistancia. Todo actor con poder es un actor político, y usted, don Alfonso, tuvo mucho poder.
Se va un ícono, un gentleman, el maestro del suspiro y de los silencios elocuentes. Se va un lector incansable, el de la vocalización perfecta y la mueca desaprobatoria. El octogenario de impecable vestir. El pionero del periodismo televisado. Se va un grande, con sus aciertos y errores, aunque estos últimos estorban en los homenajes.
Mis mejores deseos, don Alfonso. Con usted termina una era. Y empieza otra.