«Locura es hacer la misma cosa una y otra vez esperando obtener diferentes resultados». Albert Einstein.
Mentirse es más cómodo y menos doloroso. Por eso, se escuchan mensajes esperanzadores que nos dicen que las sociedades serán diferentes después de la pandemia. Seguir alimentando esa narrativa seria muy fácil pero… la evidencia apunta en un sentido contrario. La historia, nos guste o no, se escribe sobre fundamentos materiales. En este país, el neoliberalismo seguirá siendo el credo de las elites criollos y sus esbirros. El coronavirus no bastará para cambiar esa insensatez.
El economista John Galbraith solía decir que la Gran Depresión le generó a Estados Unidos más muertos, heridos y pérdidas materiales que las dos guerras mundiales juntas. Decenas de estudiosos de la época han proporcionado datos para corroborar aquella apreciación. Sin embargo, los retratos más vívidos sobre lo que sucedía pueden encontrarse en películas u obras literarias como “De ratones y hombres”, “Los muchachos salvajes del camino” o “Uvas de ira”.
Estas u otras expresiones artísticas similares retratan un país donde los niños lustran zapatos en las calles, los pobres regalan a sus hijos a familias adineradas, los patronos explotan sin piedad a los trabajadores no sindicalizados y la gente busca “ganarse la vida” haciendo cualquier cosa legal o ilícita. Simultáneamente, sin embargo, banqueros y políticos siguen disfrutando sus sofisticados placeres como si no pasara nada. Y es que, para ellos, no pasó nada.
Entre 1929 y 1933, durante la “gran contracción”, que implicó una caída del 30% de la producción industrial y el desempleo para el 25% de la fuerza laboral, el gobierno estadounidense no reactivó el “circulo virtuoso” del ingreso nacional. Los economistas ortodoxos (a quienes hoy denominamos impropiamente “neoliberales”) dominaban los grupos de cabildeo cercanos a los tomadores de decisiones.
A pesar de que se jactaban de ser empíricos, las evidencias para ellos no existían. No las querían ver. Según su lógica, sintetizada en “la Ley de Say”, toda oferta crea su propia demanda y viceversa. Por ende, lo que había que hacer era sentarse a esperar a que así suceda. Incluso durante la peor de las crisis, los conservadores piensan que la economía capitalista se “pondrá de pie” sola como siempre lo ha hecho y lo hará. Interferir en “el proceso natural” de ajuste indiscriminado a través del mercado era un error mayúsculo cuya consecuencia sería la prolongación de la recesión. Así creían (y creen).
Por tanto, abrazando la ilusión emanada de su doctrina económica, lo más piadoso con respecto a los pobres era no entrometerse en los designios del mercado para que la contracción, la recesión o la depresión no se perpetúe durante más tiempo. Para los economistas que veneran al capitalismo, Las crisis son momentos de “destrucción creativa” en los cuales unas empresas desaparecen para hacer espacio a otros emprendimientos que optimizarán los recursos escasos de la sociedad.
“Algunos tendrán que morir” hubiese sido la frase para inmortalizar la lógica del pensamiento neoclásico… pero, por aquel entonces, Jair Bolsonaro no nacía para desplegar su sabiduría.
En 1933, cuando el demócrata Franklin D. Roosevelt asumió la presidencia, Estados Unidos comenzó a implementar “El Nuevo Acuerdo”, un conjunto de políticas para proporcionar “alivios” a trabajadores, productores, agricultores, jubilados, desempleados y ancianos. También él propició reformas al sistema financiero para evitar los acontecimientos que condujeron a la crisis.
Los políticos tomaron así un rumbo distinto al propuesto por la ortodoxia económica. La intervención gubernamental activa devino en una opción de política pública mucho antes de que las teorías del británico John Maynard Keynes fuesen conocidas y populares. En Estados Unidos, la ambición política abrió los ojos de los gobernantes y les hizo actuar con sentido común. Los “keynesianos” o los “socialistas” no estuvieron detrás de Roosevelt ni movieron su mano.
Mientras esto sucedía, ¿qué pasaba en América Latina? En países donde el pueblo no era una amenaza inminente, las oligarquías de la tierra y sus periodistas repetían la cantaleta ortodoxa. En Argentina, por ejemplo, El Clarín se convirtió en la iglesia desde la cual las elites rezaban a la Ley de Say y lanzaban fuego contra anarquistas y socialistas… Todavía los términos “desarrollistas” o “populistas” no eran esgrimidos para insultar a quienes proponían que el gobierno hiciese algo para fomentar la oferta o la demanda agregadas en momentos de crisis.
En la mayoría de nuestras comarcas, la Gran Depresión no implicó una derrota definitiva para el pensamiento mágico del liberalismo conservador. Por el contrario, incluso en los gobiernos más o menos progresistas de aquel entonces, los mecanismos para la expropiación internacional de la riqueza siguieron consolidándose. La industrialización temprana, el nacionalismo económico o el “estado de bienestar” esbozados en México o Brasil no fueron emulados en los países cuya acumulación capitalista dependía de exportar bienes agrícolas, materias primas o minerales.
Allí, durante la década de los treinta, “lo normal” continuó siendo el fomento de las actividades primarias y extractivas, la reducción de los salarios reales, la eliminación de restricciones a las importaciones, la precarización de los empleos, la violación de derechos laborales, los halagos a ese inversionista extranjero que viene con facilidad y se va con alegría… y, por supuesto, la subordinación a Estados Unidos y sus intereses geopolíticos.
A pesar de la inocultable catástrofe económica que muchos padecieron durante la Gran Depresión, en los países con oligarquías que amasan fortuna mediante la rapiña, el pretexto de los gobernantes para seguir haciendo más de lo mismo fue (y es) una burda apelación al realismo.
Por eso, en nuestros días, mientras Estados Unidos prosigue desbaratando las normas comerciales multilaterales para proteger a sus empresas, no faltará el ecuatoriano que proclame a un acuerdo de “libre comercio” como la mejor forma de salir de la recesión que nos dejará la pandemia.
Hoy, mientras Estados Unidos implementa un trillionario programa de ayudas monetarias para sus trabajadores y desempleados, no faltará el ecuatoriano que convoque a romper las leyes laborales existentes porque “la realidad las ha rebasado ampliamente”.
“No hay otra opción, no podemos hacer otra cosa, no tenemos dinero como ellos”, nos dirán. La apelación a la “cruda realidad”, sin explicar para quién es así ni porqué lo es, constituye su estrategia de persuasión colectiva. Para ellos, el ajuste empobrecedor, es decir, la socialización de las perdidas y la privatización de las ganancias, es la única opción “realista”.
Ellos quieren seguir haciendo lo mismo… y nos invitan a creer que los resultados serán diferentes. No aprendieron en la Gran Depresión ni lo harán ahora.
Cuando la pandemia amaine, las republicas bananeras aceptarán una vez más su “puesto” en el mundo… ese lugar que suelen definir para quienes dicen ser realistas. Sumisión es lo que se requiere para que un gobierno pague la deuda externa en momentos en los cuales el FMI, el G20 y el G7 buscan aliviar la carga de los países pobres y altamente endeudados. Sumisión.
Su actitud expresa una forma de satisfacer los intereses de quienes los financian. Así es como se acumulan fortunas en estas tierras. Saqueando por lo bajo con gobiernos abyectos.
Las quimeras no cambiarán a la sociedad ecuatoriana. Los trabajadores lo harán… si aprecian lo que se nos viene y actúan en correspondencia con sus intereses.