El odio canijo ladra, y no obra. Sólo el amor construye.

José Martí

Por Juan Proaño Salgado

La historia política reciente de América Latina y del Ecuador, en particular, es inequívoca: la construcción del odio y su instrumentalización contra adversarios políticos ha sido una cuestión permanente en las interacciones sociopolíticas de la región. Sin duda, dicho fenómeno supera el devenir de nuestras fronteras y está presente en las más diversas geografías político-culturales a nivel global.

La fabricación del odio para alcanzar objetivos políticos –articulados a intereses económicos— no solo se ha reducido a lesivas estrategias para amedrentar y deslegitimar rivales en función de coyunturas electorales; sino, sobre todo, a un modo específico de organizar estructuras de poder que, en términos políticos, procuran la eliminación y/o desaparición del adversario político a través del tiempo.

Así, el uso político del odio se plantea más como un proceso que como un suceso temporalmente acotado, donde una serie de actores políticos y sociales, locales y foráneos, van articulando ideas, discursos y acciones mediante variados mecanismos –fundamentalmente jurídico-políticos y mediáticos— para producir no solo la derrota de su contrincante, sino su anulación/aniquilación pública. En la actualidad, ha sido el Lawfare[i], en tanto politización de la justicia y judicialización de la política, una de las herramientas “institucionalizadas” predilectas de este ejercicio de poder fundamentado en el odio,  utilizado para perseguir/destruir opositores políticos y/o generar golpes de Estadoo golpes blandos.[ii]

Algunas preguntas que guían nuestra reflexión y el desarrollo inicial de sus respuestas, procuran aportar a la discusión sobre una temática que debe ser permanente y atentamente abordada desde diversos campos y perspectivas disciplinares[iii], en clave nacional y regional, ya que no solo ha sido una constante desde el inicio de los gobiernos anti-neoliberales, nacional-populares de América Latina –foco de nuestro artículo—, sino que es un fenómeno que continuará presentándose durante los próximos años, en iguales o distintos “formatos”, dado el reflujo neoliberal que avanza actualmente en la región, a saber:

  1. ¿Cuáles han sido las consecuencias anti-democráticas que ha generado reducir las interacciones sociopolíticas al binarismo amigo-enemigo?[iv]
  2. ¿Qué tecnologías de poder se han utilizado para la diseminación del odio político?
  3. ¿Qué vínculos tienen las políticas del odio en democracia con las políticas de exterminio de las dictaduras militares latinoamericanas?
  4. ¿Qué redes de asesores, think tanks, ONGs, académicos, periodistas e intelectuales y profesionales de diversos campos mercantilizan el odio político en función de réditos particulares?
  5. ¿De qué manera la politización del odio, en tanto estrategia de acumulación de poder político y económico, ha sido direccionada para deteriorar/debilitar la democratización de nuestras sociedades?
  6. ¿Quiénes han ganado y quiénes han perdido con la política del odio neoliberal que ha distorsionado la realidad histórico-concreta para amplificar el ejercicio de la dominación política y económica de clase?
  7. ¿Qué hacer frente a la fabricación del odio y con qué herramientas contrarrestar su accionar para reestablecer relaciones sociopolíticas que, sin soslayar diferencias ideológicas/programáticas, estén arraigadas en prácticas y procesos que aporten con una mayor democratización de nuestras sociedades?

Creando al “enemigo”

La RAE define al odio como la “antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea”. También se lo puede conceptualizar como

Una relación virtual con una persona y con la imagen de esa persona, a la que se desea destruir, por uno mismo, por otros, o por circunstancias tales que deriven en la destrucción que se anhela […] El trabajo del odio (…) consiste precisamente en toda la serie de secuencias que van desde el deseo de destrucción a la destrucción en forma de acciones varias, desde la estrictamente material del objeto hasta la de la imagen, lo que, usando una terminología antigua sería la destrucción espiritual, pero que en realidad es la de la imagen social.[v]

Si bien el odio como fenómeno social no es nuevo, y es muy amplio y complejo en términos de los múltiples ámbitos y sujetos en los que opera destructivamente, nos centramos en señalar su uso político; es decir, la configuración, intervención y manipulación deliberada por parte de ciertos actores, sobre ideas, emociones y posicionamientos político-ideológicos de diversos sectores sociales, con el fin de radicalizarlos en contra de un otro político deshumanizado y reducido a atributos plenamente negativos[vi] -seres humanos considerados como entes peligrosos o dañinos para la sociedad y no como personas— hacia el que orientan su reacción violenta en nombre de la conservación del orden social, político, económico y cultural aupado por el neoliberalismo, en tanto proyecto político de sociedad.

Corrupto, delincuente, criminal, ladrón, mafioso, amoral, deshonesto, autoritario, violento y peligroso “en esencia”, son algunas de las representaciones, imaginarios y discursos inquisitoriales[vii] que el régimen de verdad[viii] neoliberal tiende a imponer y diseminar masiva y dolosamente, a través de sus empresas de comunicación y sus agentes sociopolíticos, para anular a un otro político que se opone, resiste e impugna su tentativa de hegemonía política, económica y social.

En otras palabras, dicha operación política tiene por objeto homogenizar, disciplinar y subsumir a la sociedad en los valores y patrones político-culturales y económicos de las clases dominantes, radicalizando la persecución y estigmatización de los “no semejantes”, creando “enemigos internos”; reprimiendo, criminalizando y demonizando la desobediencia popular o a quienes representan su lucha contra el proyecto de sociedad neoliberal; para, finalmente, dividir y polarizar a la población entre un nosotros categorizado como buenos, normales, educados, superiores, blancos, sanos, heterosexuales, cuerdos, honrados, morales, católicos/cristianos, civilizados, capitalistas, productivos, democráticos y (neo) liberales; y unos otros clasificados como malos, anormales, ignorantes, inferiores, indios/negros, inmigrantes, enfermos, desviadxs, homosexuales, locos, corruptos, inmorales, ateos, bárbaros, comunistas/populistas, improductivos, anti-democráticos e iliberales. Todo ello dirigido a fortalecer la ideología de mercado, el capital contra el trabajo, y promover su preeminencia sobre la sociedad capturando el Estado para preservar su orden de dominio.

De este modo, el uso político del odio o el odio como arma política no busca el debate abierto, pormenorizado, informado y democrático entre diferentes proyectos de sociedad y sus reales consecuencias para el bienestar societal; sino, por el contrario, su labor es instigar la negación absoluta y estereotipada del otro –no considerado como un igual-diferente sino un enemigo sin más— por medio de campañas de comunicación efectistas en radio, televisión y redes sociales, para así ocultar o morigerar la violencia económica histórico-estructural y los conflictos sociales que trae consigo el neoliberalismo; reduciendo la realidad sociopolítica a un mero espectáculo de ajusticiados “populistas” versus ajusticiadores “anti-populistas”, confundiendo a la población.

Es decir, lo que menos importa a los operadores/legitimadores del odio es la deliberación política, el conflicto que forma parte de las relaciones democráticas en la discusión sobre proyectos antagónicos de sociedad; sino, por el contrario, les interesa poner en funciones una maquinaria de odio para desvirtuar el conocimiento sobre las reales desigualdades que estructuran una sociedad jerarquizada en clases, apelando a la mentira, la venganza y la exclusión política y legal del otro que los interpela. Lo expuesto tiene por finalidad fragmentar, manipular, uniformizar y controlar la opinión pública usando tácticas dirigidas a infundir miedo diseminando propaganda (marketing del odio), y creando desinformación (fake news) con agitadores, mercaderes y “militantes” del odio (visibles y “haters” virtuales), quienes privatizan y producen “verdades”, llevando a cabo una guerra psicológica en contra de la sociedad para mantenerla obediente al dogma neoliberal.  

Algunos de los objetivos de estas tecnologías de poder y/o tecnologías de gobierno están orientados a: confeccionar mensajes a gran escala que establezcan, progresivamente, un estado de opinión para legitimar actos de violencia o acciones anti-democráticas, e impedir, sobre todo, que los sujetos razonen o cuestionen, sino, por el contrario, odien y reaccionen por el miedo o temor inducidos contra un proyecto político que estaría “amenazando” sus privilegios e identidad de clase/etnia/género o su “seguridad”, en términos amplios. Hay, por tanto, una suerte de fabricación-colonización de las subjetividades[ix] inscritas en el campo de la producción del odio político[x] ––una “pedagogía del odio” que se inscribe en diversos espacios de socialización— donde el fin, el gobierno del mercado, estaría justificando el uso de los más viles medios.

En este sentido, la política del odio es una de las herramientas preferidas por parte del capitalismo neoliberal para la acumulación de poder político, económico y electoral dado que pretende producir –en el marco de una trama estratégica— un consenso y adhesión social mayoritarios en contra de sus adversarios, a través de la creación artificial de narrativas políticas que estarían justificadas (falsamente) por la necesidad “moralizante” del accionar político del otro, apelando a su expulsión (golpes de Estado) y/o destrucción (proscripción/cárcel/asesinato político), contra el que la sociedad debe activar, enajenada en el odio, su radical aversión y antipatía.

En definitiva, los discursos de incitación al odio[xi] y las acciones que los reproducen instalan, premeditadamente, en el sentido común social y en los diversos ámbitos del campo sociocultural, un “enemigo” que supuestamente amenaza el orden patriarcal “impoluto” del mercado, borrando el análisis histórico concreto sobre las reales miserias, corrupción y pobreza que el neoliberalismo ha provocado en Nuestra América y continúa generando.

Por lo tanto, hoy más que nunca, la instrumentalización del odio y su (re)producción ampliada por el uso intensivo de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación, está plenamente anclado en la inmediata y masiva rentabilidad política que genera en contra de los “enemigos” del mercado y la financiarización de la economía. Sin embargo, vale señalar que el cálculo político mediatizado por el odio para la acumulación de poder, ha dejado de ser una estrategia exclusiva de la derecha neoliberal y se ha constituido en instrumento de actores políticos que, aparentemente, se posicionan en diferentes espectros ideológicos; pero que coinciden, en demasía, con el guión diseñado por los sectores más retrógrados nacionales y del establishment norteamericano, para destruir los proyectos nacional-populares, anti-neoliberales, del progresismo latinoamericano.

Sobre injerencias y escenarios

Asimismo, el odio se ha constituido en un factor político más que persigue incidir en el “clima” social, construyendo –en su máxima expresión— escenarios prospectivos de caotización e intervención política anti-democrática (interna y/o externa), si la persuasión engañosa contenida en operaciones mediáticas no hiciere los efectos narcotizantes, conformistas y disciplinantes para obtener cuerpos útiles y dóciles. Es decir, si la regresión y/o eliminación de derechos fundamentales vinculados con la salud, la educación, el trabajo, la vivienda, la seguridad social, el medio ambiente, entre otros, no logran ser impuestos y aceptados mediante la fuerza jurídico-política estatal y la ficción mediática (posverdad), las fuerzas neoliberales fondomonetaristas no dudan en reprimir la resistencia social con los aparatos policiales y militares que siguen siendo formados para conservar el orden de dominación y no para defender la dignidad y el bienestar de las mayorías sociales. Así, la construcción del odio, dirigido por el gran capital y defendido por los ventrílocuos políticos de su autoritarismo, tiene un afán anti-democrático: el lucro, a costa de la explotación de otrxs, concentrado en pocas manos.

Por otra parte, son preocupantes los vínculos entre las experiencias nazi-fascistas y dictatoriales del siglo XX con el neoliberalismo del siglo XXI[xii], tanto es así que algunos autores plantean un actual proceso de neo-fascistización de distintos sectores poblacionales, concentrado en las clases medias, aupados por la ideología neoliberal y un tipo de evangelismo reaccionario.[xiii] Vale recordar que en su momento el nazismo y el fascismo tuvieron como uno de sus objetivos de exterminio a lxs judíos y comunistas, y las dictaduras latinoamericanas a lxs “populistas” y comunistas al mismo tiempo. Al respecto, es importante rememorar que la violencia dictatorial y el terrorismo de Estado, luego de llevar a cabo el golpe militar contra el gobierno democrático de Salvador Allende en 1973 –violaciones a los derechos humanos mediante—instauraron en Chile el primer experimento de miseria planificada neoliberal del mundo occidental[xiv], que hoy implosiona debido a las graves consecuencias que ha generado para el bienestar de las mayorías populares del país hermano.

De esta manera, podríamos determinar que la política del odio ha sido y es una de las herramientas actuales de guerra de baja intensidad, que replantea cómo lograr el objetivo estratégico de la guerra:

No busca la eliminación física del enemigo por medios militares sino, más bien, deslegitimarlo, aislarlo y sofocarlo a tal grado que los insurgentes y los gobiernos revolucionarios dejen de considerarse como una alternativa política posible o estable […] Se parte del principio de que la guerra de baja intensidad es una guerra principalmente política e ideológica, lo cual significa que la victoria se obtiene básicamente alterando las variables políticas, hasta que el enemigo se vuelva ineficaz.[xv]

En este sentido, se señala la existencia de una geopolítica del odio –identificada también como una “internacional reaccionaria”—[xvi] que actúa en el marco de objetivos geoestratégicos del imperialismo norteamericano y sus iniciativas de constitución de “poder blando” (soft power) para incidir en las acciones o intereses de quienes limitan, regulan o rechazan su “destino manifiesto” injerencista y los intereses del sistema financiero internacional que le son funcionales.[xvii] Huelga decir que no serían posibles dichas acciones intervencionistas sin soportes desde la sociedad civil –incluso de organismos internacionales—, tanto externos como propios, donde una serie de asesores, think tanks, ONGs, universidades, académicos, periodistas, ‘influencers’, políticos, intelectuales y profesionales (públicos y privados) de diversos ámbitos, se han constituido en “proveedores”—verdaderos mercaderes del odio— por convicción y/o por mezquinos réditos materiales, simbólicos y políticos individuales.[xviii]

Al respecto, es conocido ya que el Lawfare, en tanto guerra política, ha cumplido parte de sus objetivos, justamente, por el contubernio entre “jueces, corporaciones de la comunicación, periodistas y líderes de opinión, policías, embajadas y agentes de inteligencia (local y extranjeros)”[xix], junto con intereses económicos, políticos y geopolíticos invisibles al escrutinio público. Cabe mencionar que, más allá de algunas diferencias de contexto, con la sola observación en detalle de algunos de los casos representativos de la politización/judialización del odio a nivel regional, se pueden encontrar una serie de regularidades, algo así como “patrones de odio”, que luego se traducen en acciones/operaciones políticas persecutorias de envergadura.

Se identifica, en esa misma dirección, la manipulación del imaginario social con fábulas que persiguen instalar, en relación con la propuesta política y económica de los gobiernos progresistas anti-neoliberales, una supuesta y actualizada disputa entre capitalismo versus comunismo –la vieja Guerra fría reflotada—, donde lo que estaría en juego es el modus vivendi aparentemente “resguardado” por el simulacro de democracia[xx] publicitada por el neoliberalismo. Nada más desconectado y distorsionado de una realidad que se impuso a partir de 1989, donde lo único que pervive, cada vez con más violencia y autoritarismo “libertario”, es la globalización del capital y unas “democracias” adoctrinadas y secuestradas por oligopolios económicos y mediáticos, quienes gestionan la aplicación de políticas criminales de ajuste estructural, incluso –como sucede en Ecuador— en medio de la pandemia COVID-19.

De este modo, la invención de un sujeto/proyecto que encarna todos los “males” sociales, que “casualmente” siempre ha sido anti-neoliberal, latinoamericanista y frena los intereses políticos y económicos de quienes históricamente han tenido “vocación” de dominación, es tan falsa como la cortina de humo del odio. En nombre del odio se esconden intereses y su meta es la imposición de un tipo específico de capitalismo, salvaje y de casino, empobrecedor y anti-ético, que clausura el futuro, principalmente, de las mujeres y lxs niñxs de nuestra región.

El objeto del odio

Convencer u obligar a la sociedad a que acepte dócilmente la presunta imposibilidad de organizar alternativas para solucionar las crisis —inducidas por el propio sistema— e insistir fanáticamente en que la única vía para superarlas “debe” ser el minimalismo estatal, la desregulación financiera, la liberalización del mercado, la privatización de lo público, la primacía del mercado externo, el recorte del gasto social, la reducción del déficit público y la concentración del poder mercantil en las grandes empresas multinacionales[xxi] es, ante todo, el objetivo estratégico de la politización del odio y la polarización de la sociedad.

Así se va configurando una suerte de neo-totalitarismo, pero de mercado, que requiere solo de consumidores, despolitizados y consumistas, guiados por una sola manera de pensar/hacer, anulando la pluralidad, para seguir concentrando y acumulando poder político y económico a costa del deterioro y debilitamiento de los procesos de democratización de nuestras sociedades. Democratización que, en términos generales, procuran la redistribución de la riqueza socialmente producida y la garantía de múltiples derechos que benefician y dignifican la vida de las mayorías sociales.

Ahora bien, el odio instrumentalizado como arma política en contra de los gobiernos anti-neoliberales latinoamericanos ha generado hechos y consecuencias diferenciados, según cada país, a lo largo de aproximadamente los últimos veinte años; pero, a partir del ascenso de la “nueva” derecha[xxii] al poder, fundamentalmente en los últimos cinco años, se podría situar un mayor asedio y linchamiento público concentrado en figuras políticas que “personifican”, encarnan, por su representatividad y liderazgo, dichos gobiernos

Lo mencionado, obviamente, no solo ha generado consecuencias negativas para quienes, individualmente, han sido “juzgados” mediática, política y judicialmente; sino, primordialmente, ha provocado graves secuelas para el devenir democrático en la región, no solo institucionalmente sino, sobre todo, socialmente. Es decir, los corolarios de los discursos “anti-populistas”, “anti-corrupción” y el mentado odio instrumentalizado para fagocitar venganza sobre los “herejes” de la doctrina neoliberal, han resultado –en términos generales, pero en el caso ecuatoriano, en especial— en procesos de re-concentración de la riqueza, incremento del desempleo y la pobreza, precarización de la salud de la población y des-institucionalización del ámbito público (en favor del privado) con una corrupción obscena; todas cuestiones demasiado evidentes hasta para los más “despistados”.

El golpe de Estado a Hugo Chávez (Venezuela, 2002) y Manuel Zelaya (Hondura, 2009); el fraude contra Andrés Manuel López Obrador (México, 2006); las intentonas golpistas contra Evo Morales (Bolivia, 2008) y Rafael Correa (Ecuador, 2010); los golpes institucionales a Fernando Lugo (Paraguay, 2012) y Dilma Rousseff (Brasil, 2016); el encarcelamiento de Inácio Lula da Silva (Brasil, 2018) y su proscripción política –que actualmente está en disputa—; y, finalmente, el golpe de Estado a Evo (2019) y las diversas operaciones del Lawfare contra Cristina Fernández y Correa –que desembocaron en la proscripción política de este último—, no pueden ser analizados solo como sucesos políticos coyunturales en clave nacional, sino como hechos políticos concatenados de un largo, continuo y estructural proceso de desestabilización democrática en la región, afincado siempre en objetivos políticos y económicos, con actores locales y foráneos repitiendo formatos anti-democráticos de acumulación de poder. La historia de Latinoamérica, al respecto, es irrefutable. En ese contexto, el odio abona, “fertiliza” y ayuda a hacer crecer las oscuras cabezas de la hidra capitalista explotadora, opresora, represora y saqueadora de los pueblos, tal como reflexiona el EZLN.

Finalmente, vale decir que, sin soslayar los errores, contradicciones y límites que han tenido los gobiernos/proyectos progresistas, no es posible, bajo ningún concepto, reivindicarse de “izquierda”, “humanista” o “demócrata”, por un lado, y por otro abrevar en el odio neoliberal y apoyar sus intereses que han fagocitado golpes de Estado, represiones, persecuciones, amenazas, encarcelamientos y, desgraciadamente, crímenes contra quienes han defendido, con su vida, la democracia y el derecho a una vida digna para el pueblo.

A pesar de toda la parafernalia del odio “anti-populista”, vemos por estos días que la memoria y la lucha de los pueblos es siempre mucho más diáfana, noble y resistente que cualquier mentira fabricada para atentar contra su dignidad; y que no solo es consecuente con sus luchas por trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación, independencia, libertad, democracia, justicia y paz, sino con quienes luchan junto a ellxs.

Conclusiones abiertas

La historia de la aplicación del modelo neoliberal en América Latina está plagada de podredumbre: procesos de desindustrialización, destrucción de pequeñas y medianas empresas nacionales, extranjerización/financiarización de la economía, contracción de salarios, flexibilización/precarización laboral; regulaciones y controles estatales en favor de la “seguridad jurídica” que solo defiende la tasa de ganancia de las empresas transnacionales.

Asimismo, suba de precios de bienes básicos y estratégicos, privatización de empresas públicas con su consecuente vaciamiento, “re-ingeniería institucional” que socava al Estado, lo minimiza y lo despoja del poder de decisión soberana, pero ejecuta los intereses del mercado y fortalece sus aparatos represivos. En fin, es un proyecto antipopular y antinacional ejecutado por una oligarquía local en función de un poder imperial que destruye la soberanía y autodeterminación de los pueblos sometiéndolos a deudas eternas. Las masas populares democráticas y verdaderamente patriotas deben ser las encargadas de desarmar a tiempo esta farsa que ha puesto a sufrir inmerecidamente al pueblo y derrotar, en las urnas, a los actores que la sostienen.

El modelo económico neoliberal es también un proyecto político-cultural: se constituye por una retórica basada en la defensa de la libertad, pero solo la del mercado por sobre la del ser humano y su derecho inalienable a no ser explotado. Defiende el individualismo y la propiedad privada, pero niega la cohesión, la solidaridad y los bienes comunes sociales. Impulsa la idea de que el mercado es el mecanismo más eficiente para la distribución de la riqueza, pero secuestra el Estado para garantizar la hiperacumulación en pocas manos a la vez que reprime a la sociedad que impugna la expolición de sus derechos. Sostiene la creencia de que el Estado no tiene responsabilidad social y evade acciones contra las desigualdades sociales constituidas históricamente a través de una expropiación violenta de la riqueza socialmente producida. Promueve una supuesta cultura y valores de la “autogestión” (emprendedurismo), pero se financia parasitariamente de los bienes y recursos estratégicos del Estado mediante la cooptación del aparato jurídico-político en función de intereses empresariales minoritarios.

En fin, privilegia la defensa del capital en detrimento de los seres humanos, propiciando la mercantilización y privatización de la vida, reduciendo todo a producto intercambiable, incluso la cultura y las relaciones sociales. Nada de esto es posible sin lacayos locales que aplican las políticas neoliberales dictadas por el FMI, el Banco Mundial y el BID, quienes empobrecen a nuestra sociedad.

¿Qué hacer ante lo expuesto? Respuesta muy básica pero orientadora: todo lo contrario. Pero, adicionalmente, al odio como arma política que ha nutrido o facilitado de diversos modos la imposición y el consenso acrítico de las políticas arriba expuestas, se lo debe desarmar. Y si bien su fabricación direccionada para eliminar/exterminar sus “enemigos” no ha dado los resultados esperados en términos electorales y socialmente está fracasando –v.gr. con la presidencia de Alberto Fernández en Argentina; de Luis Arce en Bolivia; con AMLO en México y, próximamente, con importantes posibilidades de ser elegidos gobiernos anti-neoliberales en Ecuador, Chile, Perú, Colombia y Brasil—, aun su uso político instrumentalizado para la acumulación de poder, en el mediano plazo, seguirá produciéndose. No hay que ser ingenuos al respecto, los mercaderes del odio insistirán en rentabilizar políticamente discursos y acciones de desestabilización y generación de incertidumbre en la sociedad; pero odiar a los que odian, no es opción.

Las diversas luchas por justicia social, igualdad, equidad, por el bienestar de vastos sectores empobrecidos, vilipendiados y excluidos, no contienen odio. Tal como resaltaba Arturo Jauretche: “Ignoran que la multitud no odia, odian las minorías, porque conquistar derechos provoca alegría, mientras perder privilegios provoca rencor”. Así, la indignación por las múltiples injusticias sociales provocadas por el capitalismo neoliberal, no está preñada de odio sino de convicciones, pensamientos, acciones y sentires enraizados en la reivindicación y constitución permanentes de una vida digna, justa, saludable, productiva, creativa, amorosa, solidaria y sentipensante, como derecho inalienable de todxs. La indignación y la esperanza de una vida buena deben transformarse en organización y politización amplificada, en educación popular con sentido político cooperativo, comprometido y liberador del pueblo.

De este modo, lo que verdaderamente está en juego en este momento histórico es orientar al Estado en función de resolver las necesidades y fomentar las capacidades sociales en condiciones de igualdad; la primacía del poder social y político de las mayorías democráticas por sobre el poder económico de unas élites minoritarias ultra ricas e individualistas, a las que no les importa el destino de la sociedad; la salud, la educación, el trabajo y la solidaridad por encima del incremento de la tasa de ganancia a costa de la explotación del ser humano y la devastación de la naturaleza.

La Revolución Ciudadana, con Andrés Arauz como presidente del Ecuador, debe desmontar en detalle el andamiaje jurídico-político y económico que ha  hecho posible la reproducción del cruento orden neoliberal en nuestro país; pero, igual de fundamental será su trabajo en el plano sociocultural, en términos amplios, en la edificación de sociedades y Estados anti-neoliberales, descolonizados, anti-patriarcales, plurinacionales e interculturales que, desde el presente y hacia el futuro, erradiquen el racismo, el clasismo y el machismo cultivando un humanismo revolucionario ético-político, teórico y práctico, guiado “por grandes sentimientos de amor”.[xxiii] La unidad por el odio será derrotada, finalmente, por la UNIDAD POR LA ESPERANZA Y LA VIDA.


Referencias

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