Por Erika Sylva Charvet
La obra póstuma del insigne historiador ecuatoriano, Jorge Núñez Sánchez, titulada La Formación de una Nación. De Audiencia de Quito a República del Ecuador (1722-1830) (Academia Colombiana de Historia, Academia Nacional de Historia del Ecuador, 2020), tiene una enorme pertinencia para el presente, no solo porque se enmarca en el contexto de la conmemoración del Bicentenario de la gesta independentista, sino porque se enlaza con nuestras actuales luchas por una segunda independencia de nuevos vasallajes que, infelizmente, se fueron imponiendo sobre nuestros pueblos, desde el mismo momento que nos liberábamos de España.
La tesis central de la obra, presentada en sus páginas iniciales, es que Quito, entendido como la totalidad del espacio que abarcó la Real Audiencia con sus diversas regiones, al que denomina alternativamente como “país de Quito”, o “país quiteño”, “…fue el primer país hispanoamericano que se concibió a sí mismo como una entidad histórica particular y distinta de su matriz española”, cuya singularidad radicaría en que “…se adelantó a los otros, tanto en su toma de conciencia nacional como en su búsqueda de independencia”, por lo que “…srictu sensu, -dice- podemos afirmar que Quito fue uno de los primeros países coloniales de la historia que desarrolló una identidad nacional propia a contrapelo del poder metropolitano y que, como consecuencia de ello, debió luchar para alcanzar su independencia” (Núñez, 2020:11, e.m.).
Esta tesis se despliega en una vasta obra de 587 páginas escritas con rigor, tanto por la combinación de fuentes primarias y secundarias que utiliza, como por la morosa descripción con la que teje los acontecimientos, protagonistas, fechas, hasta penetrar en la profundidad del detalle, elaboradas también con un lenguaje asequible, que nos recuerda al gran expositor y conversador que era Jorge, de manera que su lectura resulta amena y atrayente. El rigor, sin embargo, no le posiciona en la neutralidad científica, porque entrelaza la descripción detallada con el análisis e interpretación, enmarcándose en una perspectiva crítica. En ese sentido, considero que -no sin cierta tensión- la obra debería integrarse al acervo inscrito en la forja de una conciencia histórica anticolonial y nacional en nuestro país y región. Aun cuando era un escritor prolífico que nos asombraba publicando continuamente, imagino que la maduración de este libro le ocupó varios años y me alegro de que, al culminar su misión física en este mundo, nos haya legado este gran aporte intelectual.
El eje histórico sobre el cual el autor desarrolla su tesis es el proceso de conformación del criollismo, o “lo criollo”, que había madurado ya para mediados del siglo XVIII habiéndose gestado en las entrañas del sistema colonial, y que es definido como “…la transformación de los conquistadores y colonos españoles en una clase propietaria”, una “clase dominante a medias”, conceptualización de Martínez Peláez (1976) que el autor asume y que la entiende como “una clase dominante en ciernes, porque aun cuando poseía el control de los medios de producción locales, había adquirido un poder cultural y accedido al poder político local, estaba lejos aún de controlar el poder central, en manos de los colonizadores españoles” (Núñez, 2020: 387).
Consistente con su perspectiva crítica, el autor parte de un examen de las bases materiales que sustentaron el “criollismo”, mediante una rica sistematización de fuentes que consolida importantes consensos a los que ha llegado la academia estudiosa del período, tales como el fenómeno de la regionalización, aquel proceso de conformación de sociedades regionales, con distintos ejes económicos locales, incomunicadas entre sí, realidad que persiste hasta fines del período, y, cabe añadir, se extendió a lo largo del siglo XIX, persistiendo en buena parte del siglo XX . Junto a ello, la emergencia – de “elites regionales”, concepto inspirado en Pareto y Mosca que adopta, porque le “…pareció abarcativo de […] la dominación y explotación […] y el liderazgo político y cultural” (Núñez, 2022: 16). Dichas élites, eran aristocracias criollas vinculadas por lazos de parentesco locales y fuertemente endogámicas, altamente conscientes de su descendencia de sangre de los conquistadores, que se fueron constituyendo vía concentración de tierras -a expensas de los territorios de los pueblos indígenas-, retroalimentada con el monopolio del comercio, factores determinantes del mantenimiento de su poderío económico local, cuando no de su importante acrecentamiento exhibido a fines del siglo XVIII.
Núñez nos muestra cómo, en tiempos de crisis, ciertos clanes aristocráticos superaron pragmáticamente las rígidas reglas endogámicas, abriéndose y “remozándose” mediante matrimonios de conveniencia con hijas o hijos de ricos comerciantes locales, a fin de mantener su señorío económico, que, a la larga, generaría “…una misma y sólida clase social: la aristocracia criolla”, aun cuando advierte, “…siguió dividida en núcleos sin mayor contacto exterior, en razón del tradicional aislamiento de las sociedades regionales”(Núñez, 2022: 146). Y, también nos revela, cómo recurrieron los ricos sin blasones o grupos exclusivos (v.gr, la oficialidad militar) a estrategias de “ennoblecimiento”, admitidas por la Corona, encaminadas a conquistar los ansiados escalones de la supremacía de castas con lo que también se “remozaba” esa estructura social jerárquica y claustral (Núñez, 2020: 134, 318-319).
El libro da cuenta del consenso académico referido a lo entroncadas que estuvieron estas élites regionales al poder político colonial. En realidad, nacieron de él, encarnaron su sentido cultural y simbólico, ejercieron despiadada dominación local en su representación a través de todo tipo de cargos, desde escribanos, rematistas, contadores, administradores, rectores universitarios, oficiales militares, “situadistas”, hasta Presidentes de la Audiencia, Corregidores, Alcaldes, Obispos y Arzobispos (Núñez, 2020: 147-152; 267-289). Y, sin duda, nos proporciona una rica y detallada sistematización de las prerrogativas que acompañaron la adscripción a la cúspide de este sistema estamental, plasmadas, precisamente, en la concesión de tales cargos, pero también de mercedes reales y títulos nobiliarios a cambio de “favores”, rebaja de impuestos, fueros militares, y toda clase de ilegalismos, aupados por los chapetones, tales como tráfico de influencias, nepotismo, enriquecimiento ilícito, corrupción en la administración de los recursos y hasta violación de las leyes (Núñez, 2020: 101, 133, 194, 280-287, 304-311, 325), lo que iría configurando una “cultura del privilegio” que ha pervivido hasta la actualidad y, me atrevería a decir, ha influenciado también en las clases subalternas (Ríos, 2021; Hopenhayn, 2020; Bielschowsky y Torres, 2018). Todos estos resortes, legales e ilegales, patrocinados por la Corona española, derivaron en el progresivo poderío económico, cultural y político de las élites de cada región, lo que, en breve, les posibilitaría desafiarla.
Desde las páginas iniciales hasta las finales Jorge Núñez remarca en la incidencia de la regionalización como un proceso determinante de las contradicciones que abrazaron a estas élites, fundamentalmente, por sus distintos intereses materiales. De hecho, sus economías locales exhibieron una desigual vulnerabilidad frente a los impactos de las reformas borbónicas impuestas por la Corona desde la segunda mitad del siglo XVIII, afectando diferentemente al distrito del “Quito central” o “Quito propio”, en la denominación de Núñez – y a los de Cuenca y Guayaquil, aun cuando las crecientes exacciones sobre dichas economías irían consensuando la voluntad de las élites locales para romper con el yugo español
Sin embargo, no solo fueron aspectos económicos los causantes de su fragmentación. La regionalización también determinó condiciones políticas desventajosas para ciertas regiones, como fue el caso de Guayaquil, con su tiple dependencia de Lima, Quito y Cuenca para asuntos militares, jurídicos y religiosos, lo que también promovería en su dirigencia criolla la voluntad de modificar dichas relaciones de poder, plegándose finalmente a la demanda de independencia. (Núñez, 2020: 145, 514-15). Debe señalarse, además, que la estructuración de sociedades regionales en la larga duración comprende importantes dimensiones subjetivas tramadas entre las comunidades diversas como resultado de experiencias históricas concretas. Es el caso de las “fuertes identidades locales”, y las “actitudes mentales” autárquicas propias de la ideología regionalista que se transparentaron durante las luchas independentistas (Núñez, 2020:153-154).
El análisis sobre el proceso de independencia hasta la fundación del Estado poscolonial, le permite evidenciar a Núñez, que estas contradicciones no solo fueron interregionales sino también intrarregionales, como se registró durante la “revolución quiteña” (1809-1812), en cuyo marco los y las patriotas se fragmentaron, en función de sus intereses, en “conservadores”, “moderados”, o “montufaristas”, en la práctica, pro-realistas, expresiones políticas de ciertos clanes aristocráticos terratenientes y obrajeros y la alta clerecía, gestores de la contrarrevolución dentro del propio movimiento, y los insurgentes radicales, también llamados “reformistas”, o “sanchistas” por el autor, que “buscaban empujar el proceso insurgente hacia la orilla de la independencia”, y articularon una alianza interclasista e interétnica, conformada por clanes aristocráticos, intelectuales, militares, curas patriotas, y grupos plebeyos, que sería derrotada por la contrarrevolución realista-criolla en 1812 (Núñez, 2020: 463-506).
Pero cada sociedad regional estaba atravesada por una fractura adicional, correspondiente a la particular configuración étnico-cultural de sus poblaciones al albergar a las minoritarias castas “blancas” aristocráticas, consideradas “superiores”, y a una mayoritaria masa subalterna plebeya considerada “inferior”: pueblos originarios, mestizos, pardos, negros, etc. (Núñez, 2020:177-187). La significación negativa atribuida a sus rasgos físicos y espirituales, modeló actitudes de repulsa, a la mezcla de “sangres”, percibida por los “blancos” como contaminante de su orden simbólico jerárquico, así como de fuga de su identidad originaria por parte de los mestizos “…para evitar la ignominia de formar filas entre los indígenas [… y] evitar el pago del tributo […] o buscar vías de ascenso social en la estamentizada (sic) sociedad colonial” (Núñez, 2020:314-315; 362).
La respuesta de las masas indígenas del centro norte serrano frente a la creciente y brutal expoliación fueron los levantamientos. El autor resalta los de Riobamba (1764), Otavalo (1776), Guano (1778) y Pasto (1781), en las que, junto al incontenible estallido de los sublevados, advierte sentimientos de miedo y “terrible…odio” de los blancos y mestizos hacia los indios, y viceversa (Núñez, 2020: 229, 240, 385). Odio y miedo que inducirían al generalizado alineamiento de los mestizos rurales con la alianza chapetona-criolla contra los rebeldes, aun cuando, también el autor da cuenta de caciques y comunidades originarias sumisas a los colonizadores, que se opusieron a sus hermanos levantados, y que, en la coyuntura revolucionaria, incluso se adhirieron y combatieron del lado de la contrarrevolución realista (caso de Don Leandro Sefla y Oro, Cacique de Licán y Macaxi, las comunas de Pasto y el Teniente Coronel indígena, Agustín Agualongo que luchó en el bando realista desde 1811, y otros que abrazaron la misma causa evidenciados por otras investigadoras) (Núñez, 2020: 189, 198,229, 241. 537; Coronel, 2011; Sevilla, 2016). Pero, la población mestiza también se rebelaría frente a las reformas borbónicas, como fue el caso de la Rebelión de los Barrios de Quito, también conocida como Revolución de los Estancos (1765), en la que la masa plebeya se desbordó de furia y violencia contra el poder colonial, recibiendo apoyos de ciertos sectores criollos y siendo duramente “pacificada” por los chapetones. A su vez, estas masas plebeyas jugarían un rol central en la primera fase del proceso independentista (1809-1812), pero, a diferencia de la coyuntura de 1765 en la que hicieron gala de una ejemplar voluntad de autonomía, en esta se evidenciarían totalmente subordinadas al fragmentado liderazgo de los criollos (Núñez, 20220: 467, 469). En ese sentido, estos procesos de resistencia y lucha anticolonial asentados en la sierra centro norte, evidenciaron diversas articulaciones intraclases e interclases, atravesados por lealtades étnicas cruzadas.
Los indios representaban un peligro para el disciplinamiento exigido por la Corona, sus propiedades, las de la poderosa Iglesia, las del criollismo, pero también las de los mestizos rurales. Eran tan extranjeros en sus territorios originarios como lo eran los piratas y corsarios que amenazaban con invadir el Golfo de Guayaquil, tema éste detalladamente investigado por el autor (Núñez, 2020: 206-223; 245-269). La necesidad de conjurar ambas “amenazas”, impulsó al poder colonial a promover la conformación de milicias, estrictamente segregadas étnica y socialmente y organizadas según región, otro tema acuciosamente escrutado (Núñez, 2020: 198, 223-229; 245-275, 294-385). Las milicias de blancos expresaban la superioridad étnica y social de la sociedad colonial, pues agrupaban a la “crema de la crema” de sus elites, a saber, altas autoridades españolas y aristócratas criollos, asignados en posiciones de mando, ubicándose en roles secundarios los miembros de “buenas familias” y funcionarios de menor rango. Adicionalmente, los integrantes de este cuerpo militar se beneficiaban de privilegios corporativos expresamente creados, también asignados según jerarquía social, militar y étnica. Núñez puntualiza que estas milicias de blancos fueron afamadas “…por su crueldad en el aplastamiento de las protestas indígenas” de la Sierra central (Núñez, 2020: 240). Pero, una contención efectiva de las “amenazas” indígena y corsaria, necesitaba también del contingente mestizo, aliado coyuntural de los “blancos”, ricos y pobres, en la represión a los levantamientos locales, por lo que los chapetones vieron en esta coalición étnica “…una formidable fuerza militar al servicio del sistema colonial” (Núñez, 2020: 231). Así, cuando estos cuerpos militares se constituyeron definitivamente en 1788, se crearon “…batallones de mulatos y mestizos de todo tipo, en los que probablemente hubo también indios amestizados, aunque su presencia estaba expresamente prohibida en los cuerpos militares”, según el autor (Núñez, 2020:322, em).
Pero, el tema central y original de esta obra, es el referido a la evolución de la conciencia criolla, que sustenta su tesis del desarrollo temprano de una conciencia e identidad nacionales en Quito, en relación a otras colonias de la región, y que se basa en el examen de los aportes de varias generaciones de intelectuales que emergieron a lo largo el siglo XVIII en la Audiencia, constituida, entonces, en un importante centro académico y cultural (Núñez, 2020: 64-82). Esta intelectualidad expresaría el proceso de diferenciación de “lo criollo” respecto de “lo español” y el tránsito de un originario sentido de pertenencia a la “Patria española” a uno nuevo de pertenencia a la “Patria criolla” (Núñez, 2020: 405, 407, 426), que constituiría el antecedente – según el autor- de una “futura conciencia nacional” definida como el “acto de aprehensión total y definitivo” de la “identidad particular” al que una comunidad histórico cultural “se afilia afectivamente y de la que se siente partícipe y miembro” (Núñez, 2020: 20-21).
Sería mediante la reflexión y acción de esta intelectualidad sobre su entorno que se habrían desarrollado diversas cualidades de la conciencia criolla, a saber, la inicial denominada “geográfica”, de “control y apropiación del territorio”, un salto de aquella visión de la “tierra americana como ‘suelo’ conquistado” a una innovadora como “país” (Núñez, 2020: 407). La primera carta geográfica de la Real Audiencia de Quito trazada por Pedro Vicente Maldonado (1704-1748), la obra de Juan Romualdo Navarro (1724-1787), así como los proyectos de apertura de caminos impulsados por el propio Maldonado y otros empresarios locales, serían su más alta expresión (Núñez, 2020: 390-417). Otra cualidad correspondería a la “conciencia patriótica” a la que habría contribuido la obra de Navarro, pero que se manifestaría en su aparente adhesión a la Rebelión de los Barrios de Quito a las reformas borbónicas (1765), primer grito popular por la autonomía local del imperio español (Núñez, 2020: 415-416). La “conciencia histórica” expresaría una tercera cualidad, plasmada en varios aportes preliminares al hito alcanzado con la historia del Padre Juan de Velasco (1727-1792) que -de acuerdo a Núñez- habría inaugurado “…la historia de una patria en ciernes, que recién se estaba gestando en la conciencia criolla y que era distinta de la ‘patria española’”(Núñez, 2020: 419). Una cuarta cualidad apelaría a la “conciencia económica” aportada por la obra de Miguel Gijón y León (1717-1794), “pensador librecambista” y reformador social (Núñez, 2020: 425). Y, por último, la “conciencia política”, incluyente de todas ellas, a la que contribuiría decisivamente el pensamiento e iniciativas insurgentes de Eugenio Espejo quien formularía “…una avanzada teoría política en la que la imagen de la ‘Patria española’ se difuminaba definitivamente y era reemplazada por la figura, ya plenamente constituida, de la ‘Patria Quiteña’”(Núñez, 2020: 436). Esta “conciencia política” se cristalizaría, finalmente, en su más alta expresión: la acción revolucionaria del movimiento y proceso independentista protagonizado desde 1808 por una alianza variable entre las aristocracias criollas regionales y las masas plebeyas, que se plegaría, posteriormente, no sin contradicciones, al proyecto integracionista bolivariano (1808-1830).
En este punto, cabe abrir un diálogo con nuestro historiador en torno a su tesis del desarrollo adelantado de una conciencia e identidad nacionales en el espacio de la Audiencia. Me he preguntado, ¿Es posible afirmar que hubo esa precocidad en el desarrollo de tales condiciones subjetivas en el Quito colonial respecto de otros espacios coloniales de la región? No he podido responder a esta pregunta, porque el libro no registra referencias comparativas, por lo que a mi manera de ver, constituiría, más bien, una hipótesis a demostrar por análisis históricos comparativos de otros procesos libertarios, y, por lo mismo una importante tarea pendiente que deja nuestro historiador a las nuevas generaciones de historiadores e historiadoras del país y la región.
Su tesis en sí, se despliega no sin los contrastes y contrarrestos con la que la realidad rebelde la desafía insistentemente y que el autor mismo se encarga de evidenciarlos, con gran honestidad intelectual, mediante el registro de los hechos históricos. Así, por ejemplo, en referencia a la intelectualidad del siglo XVIII, si bien fue hija de su época, con un pie en el mundo colonial y otro en las ideas de independencia, no se puede separar su obra intelectual de su circunstancia política. En la mayoría de los casos, su pensamiento y acción se enmarcaron en el Estado colonial, ora como altos funcionarios del mismo, o como gestores de proyectos de interés para el imperio, como su expansión de la frontera colonial, la concreción de las reformas borbónicas y la dominación de las racializadas masas subalternas. Aquella intelectualidad que, por razones históricas, mantuvo esta condición (v.gr, Maldonado, Navarro, de Velasco, Gijón de León), a mi manera de ver, se diferenciaría sustantivamente de aquella que asumió una frontal postura anticolonial (Espejo, Morales, Quiroga, Carlos Montufar), participando en sus batallas, siendo perseguida, desterrada o, incluso, asesinada. Es este anticolonialismo de la intelectualidad insurgente el que interpela en el presente a las actuales generaciones de intelectuales y alimenta sus ideales de una segunda independencia.
Un fenómeno que contrastaría con su tesis de una conciencia nacional criolla, es el de la persistente de la fragmentación regional de las elites que impedía -al decir del mismo Núñez- “…la formación de una élite integrada y de un proyecto político nacional” (Núñez, 2020: 154). Tal realidad se expresó en el fracaso de las iniciativas de integración material del territorio, cuyos proyectos viales nunca tuvieron continuidad terminando “devorados por la selva”, y mostrando esta ausencia de perspectiva nacional criolla (Núñez, 2020:398). De hecho, las contradicciones entre las elites regionales se manifestaron a lo largo del proceso independentista y se extendieron durante su integración a Colombia, llevando a Bolívar a afirmar en 1822: “Pasto, Quito, Cuenca y Guayaquil son cuatro provincias enemigas unas de otras, y todas queriéndose dominar sin tener fuerza ninguna con que poderse mantener, porque las pasiones interiores despedazan su propio seno” (Lecuna, 1950, en Núñez, 2020:534), contradicciones que, en breve, despedazarían el proceso de integración del Sur a Colombia (Núñez, 2020: 561-583). Y, en la fundación del Ecuador en 1830, se volverían a manifestar, cuando los representantes “costeños y azuayos” no aceptaron nombrar la nueva república como Quito, sustituyendo “el nombre histórico del país -Quito- por aquel geográfico […] Ecuador…” (Núñez, 2020: 579), y evidenciando que el “país quiteño”, la “nación” y “patria quiteñas” de Espejo, no expresaban un sentido de pertenencia común, quedando como imaginarios de una intelectualidad insurgente, huérfanos de la voluntad política de una clase unificada que los materialice.
Ciertamente, en las distintas fases del proceso independentista se registraron coyunturas de consenso y unificación en el marco de esta regionalización, como ya lo indicamos. Pero, el fenómeno que les unificaba de modo decisivo, era su contradicción con el mundo indígena, negro y mestizo, el mundo plebeyo, “de color”, de “sangre contaminada”, con el que siguieron escindiendo campos más allá de la ruptura colonial. Así pues, y en palabras del propio Núñez, “…el proyecto criollo […] era un proyecto de blancos para blancos”. Y, a la hora de la fundación del nuevo Estado, constituyó una “república sin ciudadanos”, una “república para ricos”, manteniendo como su base normativa, ideológica y política, la exclusión de indios, negros y castas plebeyas propias del sistema colonial (Núñez, 2020: 390, 583-587). ¿Qué subjetividad común, colectiva, qué identidad nacional, podía, entonces, construirse en un territorio, con sociedades regionales qua países aparte y una profunda fractura étnico-cultural entre elites y pueblo, así como en el seno del mismo pueblo?
Termino puntualizando que estas observaciones solo muestran la gran potencialidad de lecturas a las que se abre generosamente esta obra póstuma del eminente historiador Jorge Núñez Sánchez, una formidable contribución a la comprensión del “criollismo”, piedra angular de la dominación terrateniente y oligárquica del país desde el siglo XIX, a cuyas poderosas estructuras y enraizadas mentalidades nos enfrentamos actualmente las y los patriotas y anticolonialistas, como herederos y herederas de la insurgencia anticolonial del pasado.
FUENTES
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