Habría que invocar al espíritu del Duque Francisco de la Rochefoucauld, para preguntarle a dónde nos llevan los últimos adelantos científicos y tecnológicos; seguramente, él respondería algo semejante a lo que le contestó al Rey Luis XVI, dos días antes de la toma de la Bastilla: Amigo, no son adelantos, es la Revolución Mundial. Claro, no se trata de la del Proletariado, tan esperada por Trotsky, sino de algo nuevo, cuyo contenido no se conoce exactamente pero que pronto se vivirá.
La habitabilidad del planeta se ha trastocado en lo que podría llamarse una atmósfera técnica novísima, que le permite al hombre habitar, en las condiciones más extremas, en los polos, en los desiertos, bajo el agua, en el cosmos… Esta civilización se ha creado en los últimos 200 años, aproximadamente, con la aparición de la máquina a vapor, la electricidad y el consecuente consumo de recursos naturales.
En aquella época, el agua y el aire eran puros, los peces y los animales salvajes abundaban y por doquier los bosques rodeaban a nuestros tatarabuelos; antes de ellos, a lo largo de milenios, el hombre formó parte de la naturaleza, o sea, se levantaba con el Sol, se acostaba con la Luna y empleaba sin malbaratar sus propias fuerzas, la de los animales, del agua y del aire.
Ahora, para que la civilización se mantenga y se desarrolle, se necesita de recursos naturales, y como estos son escasos, el moderno sistema, basado exclusivamente en el lucro, en el que para desarrollarse hay que apropiarse de los recursos a como dé lugar, el colapso global se vuelve inevitable, porque se explota ilimitadamente un planeta evidentemente limitado. Se debe comprender que es insostenible el desarrollo basado sólo en el crecimiento material, ya que éste consume los recursos de la naturaleza por encima de su capacidad de reposición. El sistema capitalista es autodestructivo debido a su accionar depredador, que niega las leyes de la lógica y el sentido común.
El mundo actual parecería estar manejado por locos de atar, sino cómo explicar que se despilfarren los recursos del planeta en fabricar armas, cuya finalidad es arrasar con todo lo viviente; en producir y comercializar drogas, que embrutecen al ser humano; en traficar con personas engatusadas, principalmente prostitutas, que denigra al que compra y al que vende; en sobre explotar los recursos naturales de la Tierra, especialmente los no renovables, en detrimento de las generaciones que van a heredar el actual manicomio. Esta irracionalidad, la del capitalismo, extermina la naturaleza sin importarle los intereses de la sociedad ni la preservación de la vida y la biodiversidad; es la dialéctica macabra que amenaza lo social y lo ecológico.
Según Marx, el capitalismo se basa en la apropiación de la plusvalía que se fundamenta a su vez en el axioma: comprar barato, vender caro y generar rentabilidad a partir del trabajo no remunerado, que el trabajador asalariado crea por encima del valor de su fuerza de trabajo, aunque para ello se condene a la miseria a la mayoría de los seres humanos de este planeta. Esta dinámica ha producido el hambre, la exclusión social y el desempleo, que se extienden cual pandemia por todo el mundo.
Por esta razón, se requiere de una nueva economía que satisfaga las necesidades básicas del hombre sin dilapidar los recursos no renovables, o sea, eliminar el derroche y racionalizar el consumo. La explotación sin límite de los recursos naturales, que no deja nada a las futuras generaciones, debe cambiar, más que nada, porque lo que antes se producía para poca gente, ahora países como India, China, Vietnam e Indonesia buscan un desarrollo que les permita a sus poblaciones salir de la pobreza. Pero, ¿dónde van a obtener los recursos naturales que necesitan si éstos son cada día más escasos?, lo que desata la lucha por el control de los recursos.
De ahí que el peligro de una nueva guerra, esta vez por recursos, sea real. En este sentido, Einstein se equivocó al predecir que la Cuarta Guerra mundial sería con palos y piedras. No se dará esa guerra, porque si se diera una hipotética Tercera Guerra Mundial, con la actual tecnología atómica, sería la última de todas las guerras, pues no quedaría nadie para contar quién la ganó.
Además de agotar el petróleo, el gas natural, el agua dulce y la tierra cultivable, el uso intensivo de los recursos naturales contribuye al calentamiento global y da lugar a la contaminación del aire, la tierra y el agua en todo el planeta. Por eso, otro aspecto importante para analizar la crisis actual es la degradación del medio ambiente, pues el desastre climático actual supera todos los desequilibrios del pasado.
En los últimos años, el deshielo de los glaciares y el incremento del nivel de los océanos y mares provocaron la aceleración del deterioro ambiental y es de esperar que, de traspasarse cierto límite, esas deformaciones lleguen a un punto sin retorno. El actual modelo de desarrollo se sustenta en la combustión de los recursos no renovables, lo que unido a la deforestación y la emisión de GEI (gases de efecto invernadero) producen el calentamiento global. El problema es que tal como van las cosas, todo se seguirá complicando a no ser que se tomen las medidas correctivas que eviten que los casquetes polares y los glaciares se sigan derritiendo y que la temperatura global de la Tierra se siga incrementando en dos décimas de grado centígrado por década, ya que en la medida que el planeta se caliente, menor será su capacidad de absorción de GEI.
La salida racional es la adopción de un nuevo modelo de desarrollo bajo en emisión de GEI, lo que implica la adopción de un sistema social en el que la austeridad sea determinante en la forma de producción. Ojalá, exista la solución planteada por Paul Krugman, premio Nobel de Economía: “En estos momentos necesitamos de algo que económicamente sea equivalente a la guerra; en fin de cuentas, la Gran Depresión se disolvió en la nada mediante un programa de gastos sociales múltiples más conocidos con el nombre de Segunda Guerra Mundial”, por lo que se debe plantear una nueva sociedad, donde haya una equitativa distribución de la producción, lograda de manera óptima, esto es, sin dilapidar los recursos del planeta. Por eso se hace indispensable distinguir entre lo que es el avance científico y tecnológico, del progreso humano. En el pasado, estos conceptos iban tomados de la mano, ahora ésto no pasa y cualquier avance tecnológico contiene en su vientre su correspondiente antítesis. En fin, aquello por donde el hombre transita deja sus huellas y parece destinado a colapsar, pues el comportamiento humano se asemeja al del aprendiz de brujo.
La automatización y el avance exponencial de la tecnología digital y la inteligencia artificial son otros problemas que la humanidad enfrenta. Se trata de una paradoja, porque mientras la productividad alcanza cifras récords, el salario medio disminuye y hay menos puestos de trabajo. El desarrollo humano no puede competir contra el tecnológico y se rezaga. La robotización de la producción industrial implica que cada vez menos personas trabajen en la fabricación de productos y que desaparezcan ciertos tipos de trabajo. ¿Qué va a pasar cuando toda esta tecnología de ciencia ficción esté instalada? ¿Se va a necesitar a la gente? Las preguntas son actuales y nadie conoce las respuestas. Se sospecha que la gente va a perder esta carrera.
Por otra parte, cada día es mayor el porcentaje académico para producir cualquier producto, esto significa que al obrero actual se le exige un elevado y sofisticado conocimiento teórico para realizar su trabajo y que se han distanciado enormemente el capital y la mano de obra, factores básicos de la producción. Esto hace que se minimice el factor mano de obra y que cada vez sean menos necesarios los obreros en una fábrica. Donde antes trabajaban mil personas, hoy trabajan diez. ¿Qué hacer cuando el trabajador actual produzca mil veces más de lo que sus abuelos producían? Trabajar menos para que tenga más tiempo para el descanso académico, o sea, para prepararse para las tareas que actualmente le exigen. Esto significa la transformación profunda de la filosofía estatal de la moderna sociedad, lo que no se da. Esta es una de las razones por las que el movimiento de los chalecos amarillos tiene tanta fuerza.
La crisis actual borrará las diferencias entre izquierda y derecha, norte y sur, y todo se mezclará en la razón de la sinrazón. Se trata de la lucha por la libertad en un mundo que se cree libre; de la lucha de los que tienen hambre y sed de justicia contra los que creen vivir en una sociedad justa; de la lucha de los que buscan ocupar un lugar en esta vida contra los que creen que ya ocupan el lugar que se merecen. Nadie está libre de pecado, pero pocos se atreven a reconocer su culpa.
En Historia de dos Ciudades hay una escena de horror, cuando un mayordomo es condenado a la guillotina. “¿Por qué me condenan?”, pregunta el pobre hombre al jurado, “si yo también fui explotado por el conde que los explotaba a ustedes.” “Por haber comido mientras nosotros nos moríamos de hambre”, le contesta el juez. Esta respuesta debería ser grabada en el fondo de nuestros estómagos, hasta que la contrición nos impida engordar y entendamos lo que sufre la gente de abajo, puesto que de nada nos va a servir decir que no lo supimos, pues la guillotina ya cuelga sobre nuestra cabeza.
Lo que está pasando es la ruptura con el pasado, el inicio del caos, de un nuevo orden muy difícil de entender para los que tenemos un buen trabajo y una vida cómoda. El mundo se volverá estrecho para el género humano y no habrá cabida para todos, especialmente para los que lo hemos despedazado con nuestra fantoche vida; sus pedazos caerán sobre nosotros cubriendo nuestras sepulturas. Lo que nos espera no es la anarquía, que sería una bendición si aconteciera, es la cruel venganza de los que heredan una naturaleza en ruinas. ¡Desastrosa! Y será peor que las pestes del medievo, se trata del colapso global.
De qué nos servirán la bomba atómica, los satélites de vigilancia, las flotas de guerra, las bases militares y las armas más sofisticadas si no las vamos a poder usar, pues nuestros enemigos están en todas partes, entre nosotros, en todo país y latitud. Cómo los vamos a derrotar si no los conocemos por más que los hemos criado, si es nuestra juventud, si son nuestros propios hijos y nietos, si son los seres que más queremos, aquellos por los que hemos construido este mundo intentando mejorarlo pero, en realidad, destrozándolo sin dejarles una puerca migaja.
¿Cómo está la tierra que heredamos? Árida. ¿Cómo está el agua de los mares en que felices nadábamos de niños? Contaminada. ¿Cómo está el antiguo aroma de la briza mañanera? Pestilente. ¿Dónde está el amor que debimos profesar por los animales? Transformado en odio. ¿Dónde están las sabias palabras de Jesús? En el tacho de basura. Tal como cantó el Predicador: Vanidad de vanidades, todo es vanidad.
Es tiempo de reflexionar y actuar.