Por Erika Sylva Charvet
La actual disputa electoral arrancó en 2015, cuando se produjo la refriega en torno a la enmienda constitucional que habilitaba la reelección de Rafael Correa a la Presidencia en 2021. Alarmado, el variopinto arco antiprogresista siguió varias estrategias para enfrentar a este “cuco”, que partían de las siguientes premisas.
La primera es que el progresismo ecuatoriano se sustenta en el liderazgo caudillista y carismático de Correa. Liquidado el líder, liquidado el proyecto. Se dedicaron entonces, a su aniquilamiento moral, a su acoso judicial con decenas de causas penales y civiles y al bloqueo definitivo a su futura candidatura presidencial. Esta premisa, sin embargo, desconocía que, más allá de las cualidades individuales, el liderazgo responde a necesidades históricas. Y allí donde un líder o lideresa faltan, surgen nuevo/as que asumen dichas tareas. Por eso, cuando Jorge Glas fue injustamente privado de su libertad, y Correa, condenado a la proscripción, perseguido y prácticamente desterrado del país, su vacío sería llenado por otros/as cuadros que asumirían la defensa del proyecto progresista en las condiciones más adversas, y que, al hacerlo, también serían judicializados/as y perseguidos/as, al extremo de aplicarles mecanismos de terrorismo de Estado.
La segunda premisa, es que sin una estructura orgánica institucional el proyecto político estaba finiquitado. La consigna, entonces, se materializaría en una medida inadmisible tomada por el CNE en el marco de un proclamado “Estado de Derecho”. Me refiero a la discriminación a la participación electoral del progresismo impidiendo su registro electoral en tres ocasiones: como Movimiento Revolución Ciudadana (MRC, enero 2018), como Movimiento Revolución Alfarista (abril 2018) y como Movimiento Acuerdo Nacional (MANA, agosto 2018). De lo que no se percataron todos ellos, es que tal medida hacía tabla rasa de algo básico: que el progresismo constituye una corriente política no solo nacional, sino también regional y mundial, y así como se expresa en la Revolución Ciudadana, lo hace también en otros movimientos, partidos y colectivos políticos del país. Por ello, en la consulta popular (2018) y en las elecciones seccionales de 2019, encontró “cobijo” en el Foro Nacional Permanente de la Mujer Ecuatoriana y en el Movimiento Fuerza Compromiso Social (MFCS), respectivamente, participando oficialmente a través de sus registros.
Así pues, el propio devenir histórico se encargaría de falsear ambas premisas. De hecho, el proceso electoral de 2019 evidenció que todos los esfuerzos por aniquilar las bases de sustentación del progresismo a través de la denigración moral y judicial de sus líderes y lideresas, fueron infructuosos. Y que los mecanismos dictatoriales para obstruir su vida jurídica no impidieron que el pueblo vuelva a votar por sus candidatos/as. De manera que, pese a la adversidad del escenario electoral, esta corriente volvió a demostrar un arrastre de masas al situarse como primera fuerza política nacional en las elecciones seccionales de 2019, así como en las elecciones del Consejo de Participación Popular y Control Social (CPPCS) del mismo año.
Para las presidenciales de 2021, el accionar necio de la reacción reciclaría estas mismas premisas, pero, esta vez, desplegadas en una verdadera operación de Estado que ha comprometido a todas sus funciones, además de a varios actores del sistema político y de la sociedad civil que no han tenido empacho en ser cómplices de estas maniobras dictatoriales. Es así como, desde fines de 2019, dicha operación se orientó a la eliminación de Fuerza Compromiso Social (FCS) del registro electoral a fin de impedir su participación en las elecciones de 2021. No lo lograron. Pero, además, en 2020 se volvió a reproducir el mismo fenómeno de 2018 y 2019: que el progresismo encontró en Centro Democrático otro interlocutor que nuevamente lo “cobijó” con su registro electoral.
La operación también apostó a su exclusión de la escena bloqueando la potencial candidatura vicepresidencial de Correa, convertido otra vez en el “cuco” electoral de la reacción. Y calcularon que, una vez puesto él fuera de combate, a través de un lawfare intensificado, las candidaturas de esta propuesta política se desinflarían. Y, nuevamente, la realidad rebelde demostró todo lo contrario: que el progresismo ecuatoriano puede encarnarse en otros líderes y ser acogido arrolladoramente, como lo ha sido el binomio Arauz-Rabascall, hoy convertido en el preferido para ganar las elecciones de 2021.
Así las cosas, empezaría otro vía crucis para la calificación de dicho binomio que se extendería entre el 27-08-2020, cuando Arauz inscribió formalmente su candidatura, hasta el 8-12-2020 cuando ¡al fin! el Pleno del CNE calificó en firme al binomio Arauz-Rabascall. Más de tres meses de oposiciones, impugnaciones, sentencias, devoluciones de las mismas, dilaciones en el seno de la Función Electoral que evidenciaban las fuertes presiones para “bajarse” al binomio. Que se recuerde, en los últimos cuarenta años nunca partido o movimiento político alguno en Ecuador había sido sometido a tal acoso autoritario. La resistencia de centenares de colectivos en plantones y protestas en todo el país, además de las voces de organismos y personalidades a nivel internacional demandando su calificación, lograron frenar tales intenciones.
El fracaso de esta estrategia basada en falsas premisas terminó desorientando a las fuerzas de la reacción que hoy no atinan qué hacer para impedir el triunfo progresista en la primera vuelta del 7 de febrero de 2021. ¿Manufacturar otra candidatura a la carta de las oligarquías como plan “B’ frente al débil despegue de la del banquero? ¿Lanzar campañas de desprestigio de los candidatos para restarles fuerza moral frente a los/as votantes? ¿O sembrar el miedo de la población hacia el programa progresista? ¿Fragmentar aún más las candidaturas derechistas para disputar el electorado clientelar de la costa al Binomio de la Esperanza? ¿Modificar el calendario electoral? ¿Aplazar las elecciones? ¿Preparar el fraude? ¿Prolongar la dictadura de Moreno? Ciertamente, la inestabilidad de la escena que se le ha abierto al variopinto arco antiprogresista a las puertas de la campaña, permite sospechar que la odisea electoral del progresismo está lejos de concluir.