Por Romel Jurado Vargas
Con un título muy similar al que uso para este artículo, el divulgador científico Eduard Punset planteó una discusión científica para tratar de responder la pregunta que la humanidad se formula cíclicamente, sobre todo en tiempos de odio y de violencia: ¿por qué gente, que es o consideramos buena, actúa con maldad?
El punto de partida de esta reflexión científica fue el estudio del famoso psicólogo y profesor de la Universidad de Stanford, Philip Zimbardo, realizado en 1971 con sus estudiantes, en la que un grupo desempeñaba el papel de guardianes y otro grupo hacía de prisioneros, ambos grupos estaban formados aleatoriamente; y, con ese experimento se pretendía medir la influencia del entorno sobre la conducta de una persona.
El experimento conocido como La cárcel de Stanford estaba planeado para durar varias semanas, usando como espacio de aprisionamiento los sótanos de un edificio de la propia universidad, pero a los 6 días fue interrumpido por la crueldad y la violencia de la interacción que se había desarrollado en tan poco tiempo, tanto desde quienes jugaban el papel de guardianes hacia los prisioneros, cuanto entre los supuestos prisioneros. Conductas que ponían en peligro la integridad e incluso la vida de quienes participaban del experimento, que no olvidemos, eran los estudiantes de una de las más prestigiosas universidades del mundo.
La conclusión del experimento de la “cárcel de Stanford” fue simple pero muy poderosa: la desigualdad en las relaciones de poder que hay entre las personas que se encuentran en un determinado entorno social, laboral o familiar es directamente proporcional a los niveles de maldad que ellas puedan alcanzar, sobre todo, si no hay reglas fuertes que le pongan límites a la crueldad y a la violencia.
Por esa misma razón, cuando la gente tiene relaciones de poder mas o menos equilibradas y reglas claras de convivencia se comportan mejor, son más buenas, más respetuosas e incluso pueden llegar a ser generosas y altruistas.
Dicho simplemente, la primera fuente de la maldad está en el poder excesivo que las personas puedan tener sobre otro u otros en cualquier espacio, y la falta de reglas jurídicas que limiten el ejercicio de ese poder económico, físico, comunicacional, político, social o de cualquier otra índole, y eso le puede pasar incluso a gente buena, joven y bien educada como eran los estudiantes de Stanford.
También hay que referirse a la segunda fuente de la maldad documentada científicamente a través del experimento llevado a cabo en 1963 por Stanley Milgram, psicólogo en la Universidad de Yale, y descrita en un artículo publicado en la revista Journal of Abnormal and Social Psychology bajo el título Behavioral Study of Obedience.
En el experimento participaron como voluntarios personas comunes y corrientes de entre 20 y 50 años, sin ningún perfil predeterminado, y se les hacía creer que participaban en un experimento para mejorar el aprendizaje, con una técnica conductual en la que quien cumplía el papel de “maestro” debía aplicar una descarga eléctrica a quien hacía de “alumno” cada vez que se equivocaba en sus respuestas, todo ello bajo la supervisión del científico a cargo del experimento.
A todos los voluntarios se les hizo creer que les correspondió jugar el papel de “maestro”, el cual debía hacer una pregunta al alumno y en caso de que la respuesta fuese incorrecta debía aplicarle una descarga eléctrica cada vez más fuerte. Para que tuviera conciencia del impacto de la descarga el “maestro” recibía una de 45 voltios que era la más leve de todas, pero lo suficientemente dolorosa para que tome conciencia de la fuerza del castigo que recibiría el “alumno” que, en el peor de los casos, tendría que soportar una descarga de 450 voltios, que tenía la advertencia escrita de “peligro choque severo”.
A pesar de los gritos y el dolor que estos expresaban, el 65% de las personas que hicieron el papel de “maestros” aplicaron la descarga máxima, y solo muy pocas personas se negaron a continuar con el experimento cuando los gritos y la magnitud de las descargas empezaron a ser muy fuertes.
Quien hacía de “estudiante”, en realidad era parte del equipo científico y no sufría ninguna descarga, pero cada vez que el “maestro” aplastaba el botón de castigo se activaba una grabación con gritos proporcionales al dolor de la descarga que supuestamente recibía el “alumno”.
Cuando se les preguntó a las personas que hicieron de “maestros” por qué no se detuvieron a pesar de que eran plenamente conscientes del dolor que provocaban, su respuesta fue que el científico a cargo les ordenó continuar con el experimento, y por eso siguieron aplicando las descargas eléctricas.
El experimento concluyó que la gran mayoría de personas “buenas” (es decir personas que no tienen una psicopatía) le pueden hacer daño a otra persona, con toda conciencia del dolor que provocan, si piensan que lo hacen al amparo de la orden dictada por una persona que tiene autoridad o control de la situación; y, esa es la otra gran fuente de la maldad: la obediencia ciega a la autoridad o al poder. Ya sea que esa autoridad y poder provenga de las altas esferas de la política y el gobierno, de los medios de comunicación, del líder del grupo de amigos, del padre de familia autoritario, de los prejuicios de los influencers sociales, del maestro que discrimina, de la pareja que menosprecia o de un científico que conduce un experimento.
Ambas fuentes de la maldad son el origen de la fuerza brutal que ejercen los violadores de derechos humanos contra sus víctimas; de las vejaciones y la violencia intrafamiliar y de género; de las muertes y mutilaciones en las cárceles; de los dardos que un periodista clava en la fotografía del rostro del más alto líder de los pueblos indígenas; de los odios entre correístas y anticorreístas; de la violencia verbal con que los medios de comunicación castigan al pensamiento disidente, y muchas cosas más, realizadas por sujetos buenos como usted o como yo, que cada día vamos poblando sin querer o queriendo, la resbaladiza senda de la maldad.