Por Daniel Kersffeld
Desde 2019 en Israel se han celebrado cinco elecciones generales donde dirigentes de distintas corrientes ideológicas no han conseguido formar gobiernos estables. Benjamin Netanyahu, al frente de un conglomerado de derechas en el que resaltan el Likud, pero también organizaciones ultranacionalistas y religiosas, apela a la mínima diferencia con la que cuenta en el Parlamento para establecer una profunda reforma judicial con una amplia incidencia política.
Una vez establecido el nuevo gobierno, y de manera sorpresiva, se presentó la nueva propuesta de ley en el Parlamento por el que se le otorgan a los partidos oficialistas más poder para anular las decisiones de la Corte Suprema y para seleccionar jueces. Debido a que Israel tiene un conjunto de Leyes Básicas interpretadas por la Corte Suprema, en lugar de una constitución escrita, los jueces son uno de los pocos controles sobre el poder del gobierno.
De igual modo, los tribunales ya no podrían prohibir que los políticos condenados por delitos ocupen altos cargos gubernamentales, una iniciativa fundamental para blindar al propio Netanyahu, sobre quien pesa un juicio por cargos de soborno, fraude y abuso de confianza.
Los partidarios del gobierno interpretan que se trata de una medida necesaria frente a un poder judicial que habría usurpado a la autoridad legislativa y que además se encuentra ideológicamente sesgado hacia la izquierda o, al menos, hacia el centro político.
Para los opositores, en cambio, avanzar en esta iniciativa sólo puede conducir a un gobierno autoritario, sin frenos legales de ningún tipo, y que a la larga robustecería a la mayoría circunstancial conseguida por la suma de las derechas frente a eventuales cambios políticos.
Inmediatamente después de la presentación de la controvertida reforma judicial, a partir del pasado 11 de febrero se sucedieron impactantes movilizaciones opositoras en las principales ciudades del país, en la que se congregaron cientos de miles de manifestantes. La última movilización, congregada además por la principal central sindical, llegó a congregar más de 600 mil participantes, en una demostración de fuerza en las calles inédita en la historia de Israel.
Si bien en un inicio, las protestas se originaban en el centro y en la izquierda, con el correr de los días comenzaron a incluir también a referentes de la derecha que, en algunos casos, habían sido colaboradores estrechos de Netanyahu en sus anteriores gobiernos. Por último, las protestas sumaron a manifestantes árabes que, con un alcance más limitado, plantearon sus propias reivindicaciones en un escenario azuzado además por la extrema derecha.
La inestabilidad política pronto tuvo sus derivaciones económicas. El temor a un escenario crecientemente inseguro terminó por afectar a grandes inversionistas, locales y extranjeros, a punto tal que el Ministerio de Finanzas israelí calculó pérdidas por más de 8 mil millones de dólares al año. Las diferencias en el seno mismo del gobierno comenzaron a evidenciarse entre aquellos funcionarios más permeables al diálogo y aquellos otros que persistían en su cruzada política.
Pero en los últimos días, la crisis interna llegó a límites desconocidos, con repercusiones inocultables en dos de los ejes centrales de la política israelí como son la seguridad y la defensa, dos políticas innegociables en el contexto siempre conflictivo de Medio Oriente. En este sentido, cientos de reservistas se comprometieron a boicotear sus misiones de entrenamiento en tanto que las Fuerzas de Defensa de Israel confirmaron que el número de ausentes crecía exponencialmente.
La separación de Yoav Gallant de su cargo de Ministro de Defensa por su llamado al diálogo generó un alto impacto político y más amplias repercusiones sociales. Pero también contribuyó a abroquelar a una derecha cada vez más radicalizada: su ex compañero de gabinete, el ministro de Seguridad Itamar Ben-Gvir, afirmó que Gallant “se había rendido a la presión de la izquierda”.
A nivel internacional, resulta claro el aislamiento al que es sometido el gobierno de Netanyahu. En medio del desenvolvimiento del conflicto en Ucrania, y frente a Rusia que, pese a todo, resiste a la ofensiva militar y a las sanciones económicas, las potencias europeas de la OTAN no parecen ser seducidas por la amenaza representada por Irán, el principal argumento esbozado por Netanyahu en sus recientes giras internacionales en busca de urgentes apoyos políticos.
Convertidos en insospechados defensores de los valores democráticos y del respeto a la voluntad popular, el canciller alemán Olaf Scholz, el presidente francés Emmanuel Macron y el primer ministro británico, Rishi Sunak, hicieron pública su oposición a la reforma promovida en Israel.
Pero es con Estados Unidos con el que por estas horas se percibe el mayor distanciamiento entre los dos gobiernos. Si bien ningún dirigente demócrata se ilusionó con el triunfo de Netanyahu en las últimas elecciones legislativas, nadie en la administración de Joe Biden se imaginó que la crisis iba a precipitase de manera tan rápida. Sin duda, la neutralidad israelí en el conflicto de Ucrania fue un factor que contribuyó a aumentar las desavenencias y los desacuerdos.
La falta de coincidencias sustanciales terminó por detonar los pocos puentes existentes entre ambos mandatarios, provocando una situación inédita en la historia de las relaciones entre los dos países.
Una relación que sin duda empeoró desde que trascendió que organizaciones y think tanks conservadores y ligados al partido Republicano (como la Fundación Tikvah y Kohelet Policy Forum) brindaban asesoramiento para llevar adelante la reforma judicial en Israel. No resultó casual que uno de los hijos de Netanyahu acusara a Washington de incentivar el clima de protestas, un argumento terminantemente rechazado desde el Departamento de Estado.
Finalmente, la presión en las calles, las disidencias en el frente interno y el aislamiento promovido desde el exterior han llevado a Netanyahu a establecer un compás de espera de al menos un mes, hasta fines de abril, para negociar un proyecto que se ha vuelto vital para su propio mandato, y que, de no haber cambios, sería aprobado por una mínima diferencia en el Parlamento.
Sin embargo, hoy todavía subsisten las dudas sobre las intenciones finales de la jugada política de Netanyahu que puso en jaque a la institucionalidad y que interpeló a la sociedad israelí provocando movilizaciones, enfrentamientos y huelgas. Demasiados efectos y de enorme gravedad si todo se reduce a la búsqueda de protección frente al proceso judicial en marcha.
En todo caso, será necesario ampliar la mirada sobre el mapa cambiante de Medio Oriente en base a tres factores que están definiendo la nueva realidad de la región: el progresivo alejamiento de Estados Unidos para reforzar su participación en el Asia Pacífico, la creciente presencia de Rusia a partir de sus posiciones iniciales en Siria y, especialmente, la actuación de China, uno de cuyos éxitos diplomáticos más notables ha sido el nuevo acercamiento entre Arabia Saudita e Irán.
De acuerdo a este nuevo contexto regional, Netanyahu detonó profundos cambios en una sociedad que no parece dispuesta a replegarse a sus anteriores posiciones y que podría favorecer la pronta recreación de las izquierdas, en crisis y ausentes en el actual Parlamento.
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