Por Luis Herrera Montero

Hay etapas en las que se prefiere parar y reconsiderar los puntos de análisis. No obstante, la oportunidad de escribir artículos de opinión resurgió como un justo homenaje a la insurrección, que continúa siendo un ejemplo para las movilizaciones en el mundo contemporáneo y en las proyecciones de transformación civilizatoria. Son exactamente 100 años de lo acontecido en Guayaquil y que no quedará en el olvido porque la oposición al capitalismo no ha cesado.

“Las cruces sobre el agua” se ha constituido en la metáfora más artística, no solo para detallar literariamente un acontecimiento de lucha popular en Guayaquil-Ecuador, un 15 de noviembre de 1922, sino también para reconstruir memorias que se hacen realidad y que nos proyectan bellamente hacia utopías o sueños de esperanza y cambio mientras nos mantenemos despiertos[1]. En el este texto mixturo posturas de autores que en mi opinión son necesarias y que merecen ser compartidas en artículos de opinión.

Actualmente, el uso de la categoría acontecimiento[2] está en pleno posicionamiento en el análisis de realidades sociales, con el propósito de caracterizar hechos como ´procesos aún vivos y vigentes, aunque hayan sucedido hace años, décadas e incluso siglos. En otras palabras, definimos y entendemos al acontecimiento por su presencia afirmativa en lo real y su consecuente devenir, como también  por ser  nexo entre pasado y futuro. El acontecimiento que referimos en este texto, entonces, es evaluado desde el poder que deviene de las múltiples resistencias al orden establecido.

Hace cien años, Ecuador vivió un hecho catastrófico, pero muy vital para la afirmación de los pueblos en lucha. Un 15 de noviembre de 1922, fuerzas represivas masacraron a multitudes legítimamente  movilizadas. Conforme testimonios, se calculó que participaron aproximadamente 30mil personas, entre hombres, mujeres y niños. Las demandas de la población empezaron siendo estrictamente sindicales, pues ya en el mes de octubre, trabajadores ferroviarios de Durán se declararon en huelga: exigían mejores condiciones laborales y el necesario cumplimiento del pago salarial, a más de su justo incremento. El país atravesaba a una época de crisis nacional, provocada por la caída internacional en el precio del cacao, que afectaba notablemente la estabilidad económica, por de la excesiva dependencia al monocultivo. Como ha sido la costumbre de empresarios capitalistas y políticos oligarcas, las peticiones no fueron aceptadas. A pesar de esa negativa, de a poco se unieron trabajadores de la Empresa Eléctrica, trabajadores del Astillero, transportistas y otros sectores de la población de Guayaquil, muchos de ellos comerciantes, artesanos, en definitiva, sectores populares como hoy los denominamos, ya que las duras condiciones de vida motivaban a acciones de protesta.

El Estado, como una institución que fuera creada para el ejercicio dominante y clasista del poder, obviamente plegó en favor de los intereses capitalistas y no de las multitudes en manifestación. El acto represivo se desarrolló inicialmente con una serie de apresamientos. Los manifestantes, a consecuencia de estas privaciones de libertad, pidieron la liberación de sus compañeros y con esa consigna marcharon hacia el sitio donde se encontraban los camaradas detenidos. El presidente de la república de entonces, el liberal José Luis Tamayo, al ver que la indignación social se mostraba ya en forma masiva, decidió que policías y militares solucionen el problema en forma decisiva “cueste lo que cueste”, según sus palabras. Los resultados de tal exigencia, implicaron repeler a tiros a la población en las calles, provocando la muerte de varios integrantes de las protestas: se consideró que fueron cientos, mientras el orden instituido afirmaba que apenas llegaron a 10.

Ese tipo de escenificación de lo real como precariedad y masacre se ha reproducido constantemente, por ser parte de las imposiciones del capitalismo. Consecuentemente, las razones para evidenciar resistencias sociales a esas realidades de explotación e insatisfacción poblacional también se han reconstruido como generadoras de acontecimientos insurreccionales. Ahora lo acontecimental no trata precisamente sobre un sostenimiento de estructuras, sino más bien de resistencias entendidas como fugas al tiránico orden capitalista. 

Es reconfortante retomar aportes como los de Patricio Ycaza y Alexei Páez, de quienes guardo un fuerte recuerdo de amistad y respeto académico[3]. En el primer caso, desde un convencimiento sobre la conciencia de clase y las luchas del proletariado, que estuvieron presentes en los procesos del 15 de noviembre de 1922. En el segundo, en cambio, a partir de una lectura política y epistemológica claramente anarquista, que invitó a explicar los hechos más allá de las concepciones del marxismo, incluyendo a sectores que no fueron suficientemente caracterizados en las categorías de movilización proletaria y que formaron parte de aquel evento insurreccional y de fatal respuesta represiva.

En América Latina se han desarrollado posturas que han articulado lo recientemente  expuesto, a través del concepto popular[4], desde el cual se pudo comprender la cultura, la educación, la comunicación, entre otras áreas de conocimiento y praxis. En esa tónica de análisis e interpretación, se democratizó en forma significativa el accionar político. Es necesarios puntualizar que  los popular implica claras diferenciaciones del concepto pueblo, porque en lo popular está imbricada la conciencia crítica, mientras que en el de pueblo perviven ejercicios de hegemonía ideológica del capital. Ahora, propongo la necesidad de ampliar dicha democratización, puesto que las mayorías movilizadas no siempre contienen los rigores de la crítica al sistema capitalista. Así se han reconocido gestas también de protesta y movilización cargadas de emotividad, no menos legítimas, ante demandas sociales que el sistema ha ignorado permanentemente. De este modo surgió el populismo como teoría y práctica.

Está aún pendiente, en el análisis social latinoamericano, saber diferenciar los tipos de populismos, como si se lo ha realizado en torno a otros conceptos y realidades, debido a que lo real no puede desconocer la pluralidad de escenarios. Hoy este debate es substancial, porque la lucha no debe menospreciar a también multitudes que se movilizan y manifiestan por demandas insatisfechas[5], más que por conciencias. Entonces, puede resultar muy grave no sintonizar con tales contextos, pues el fascismo y los neofascismos contemporáneos atienden tales insatisfacciones con capacidad de impacto: así resurgen fascismos que se evidencian en resultados electorales en Francia, Italia, Brasil, Colombia, Chile, entre los más renombrados. Por consiguiente, la realidad nos interpela sobre como accionar ante tales situaciones de insatisfacción, que afloran y se desarrollan en respuesta también a la dominación capitalista. No identificar que los populismos son expresiones de resistencia y desecharlos anticipadamente, como lo han hecho las élites capitalistas, obedece más a prejuicios que a constataciones. El 15 de noviembre seguro fue un proceso donde las mayorías plegaron con sus demandas insatisfechas, sin desconocer en lo más mínimo las singulares conciencias políticas de los líderes de tal acontecimiento.

Con base en lo desarrollado hasta el momento, es oportuno hacer referencia a las contribuciones sobre la resistencia. En nuestro contexto el término fue posicionado principalmente por los movimientos indígenas de la década de los años 90 del siglo XX, para dar cuenta de capacidades que los pueblos indígenas sostuvieron durante 500 años de dominación colonial. No obstante, hay muchas reflexiones trabajadas con anterioridad. Las filosofías posestructuralistas colocan el tema no simplificando el postulado en las perspectivas clasistas, por el contrario, reconociéndolas como parte de una diversidad de otras manifestaciones de protesta e inconformidad. Vale destacar que el mayor apogeo del concepto resistencia se enmarca en la contra cultura de los años 60 y que se proyecta con mayor reconocimiento en las décadas posteriores. El concepto incluye comprensiones que explican la emancipación y la transformación, tanto en planos de la conciencia, como en los del inconsciente, pues estos están asociados directamente con los deseos, aspecto que el capitalismo ha sabido adiestrar en comportamientos consumistas y subjetivaciones individualistas.[6]

La complejidad de las prácticas de hegemonía nos debe motivar a pulir cada vez más la lucha y por eso la pertinencia de trabajar conceptos como popular, resistencia y acontecimiento. Solemos recordar lo que mantiene anclaje real y no procede que las clases dominantes y las oligarquías se empeñen en propiciar olvidos muy a su conveniencia. Esa es una disputa sin tregua para nuestro que hacer contemporáneo. El 15 de noviembre es una realidad vigente, porque la dominación capitalista nunca ha dejado de ser criminal y genocida. El resistir nos prepara en cuerpos, emociones y racionalidades que deben tejerse, sin posturas de exclusividad analítica, como manifestaciones que los pueblos crean día a día en sus vivencias hacia utopías o devenires de transformación, que no paran de construirse y reconstruirse.  Tener conciencia de ello es lo que debemos proclamar dinámicamente, con voluntades y emociones ricamente sentidas y concretadas por la potencia de los acontecimientos que produzcamos y reproduzcamos.

Bibliografía

Bloch, E. (1999). Principio de esperanza. Editorial Aguilar.

Deleuze, G. (1989). Lógica del sentido. Editorial Paidós.

Deleuze, G. y Guattari, F. (2007). Mil mesetas; capitalismo y esquizofrenia. Pretextos.

Laclau, E. (2005) La razón populista. Fondo de Cultura Económica

Núñez. C. (1985) Educar para transformar y transformar para educar. Cedeco


[1] Esta es una perspectiva que recobra hoy vigencia sobre lo utópico (Bloch, 1999)

[2] En Deleuze (1989) el acontecimiento es eternidad de lo uno como vitalidad.

[3] No intento tomar sus textos sino que me sustento en recuerdos vivos de diferentes diálogos

[4] Concepto tomado de propuestas educativas, unos de los que ha difundido  el concepto es Carlos Núñez (¡985).

[5] Ernesto Laclau (2005) es sin duda el mejor ponente de este análisis, que los definió a esas demandas insatisfechas como significantes vacíos.

[6] Propuesta que tiene en Deleuze y Guattari (2007) a dos de sus exponentes más relevantes

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