Orlando Pérez
A pocos días de reformar la Ley Orgánica de Comunicación queda claro que la única razón movilizadora del aparato mediático conservador ecuatoriano es la venganza y casi siempre la venganza es una pasión estéril.
Llevamos un año y pico de un linchamiento mediático sin nombre y sin límite. Jamás habíamos visto tanto odio y sed de venganza en programas de supuesto análisis político en las radioemisoras, tanto adjetivo y calificativo en los editoriales y en los artículos de opinión, donde supuestamente rige y predomina la “inteligencia” nacional. Y no es menos cierto que en todo eso prima un solo objetivo: borrar la historia, los hechos, las evidencias y las cifras de lo ocurrido en la década pasada. Ahora se trata de linchar, hostigar, difamar y aniquilar a quien pretenda decir o, al menos, valorar algo bueno, por ínfimo que sea, de lo hecho desde 2007 al 2017.
Y todo eso cuenta con la venia oficial: si desde las máximas autoridades se dice que “se llevaron todo” y al mismo tiempo el vocero de comunicación “testimonia” que vivimos diez años en una dictadura entonces los medios y sus parlantes gozan y ahora si no tienen empacho en sintonizarse con la versión oficial, se convierten sin vergüenza alguna en gobiernistas y despareció de su deontología el criticismo y la duda de todo lo que se dice desde el poder (tal como lo oficiaron y sacramentaron en la década pasada). No queda de lado la acción perversa de un Contralor que nutre los titulares de la agenda noticiosa diaria y tampoco la ingrata tarea de Julio César Trujillo convertido en el emperador romano de una aldea sin memoria de su pasado y de sus devaneos seudo intelectuales y jurídicos.
Basta un ejemplo: se acusa al gobierno anterior de “la mayor corrupción de la historia” y los montos de esos supuestos robos y desfalcos no suman ni el 1% de lo que deben los empresarios al fisco por evasión tributaria y falsificación de facturas, todo lo cual suma 2.500 millones de dólares, pero para la prensa y autoridades actuales eso no cuenta y, al mismo tiempo, proceden al perdón de esas “deudas” y con ello borran de un plumazo esa sí grave y procaz corrupción privada.
El linchamiento en marcha socava la misma democracia: instala unas versiones y unas supuestas verdades para aniquilar la memoria histórica, convierte en culpable a todo el que ose oponerse a esa maquinaria mediática y, para más, eleva a los altares a quienes tuvieron el único mérito de mentir, difamar y hostigar durante una década a los miembros de un gobierno legítimo y sobre todo a un proceso social y político sustentado en unas elecciones democráticas libres y soberanas.
Con ese linchamiento no solo se acaba con el honor de las personas y su propia dignidad política: cambian y tergiversan las cifras, colocan medias verdades sobre la real situación de los pobres y al mismo tiempo construyen un escenario catastrófico para justificar medidas y acciones para objetivos de otra naturaleza política, distintos a los del programa de gobierno presentado en el Consejo Nacional Electoral.
Por eso ahora unas supuestas biógrafas son capaces de publicar un libro con “120 entrevistas” sobre el biografiado pero ni una sola con él mismo. Por eso también aparecen una decena de libros, como el de una ex asambleísta de Cotopaxi, cargados de odio, venganza y sangre espesa, aunque carentes de sintaxis y base teórica. ¡Pobre bibliografía histórica si con eso vamos a referirnos a la década pasada!
Ya nada es gratuito ni espontáneo: este linchamiento está sustentado en unas matrices y unos modos de actuar que revelan cómo se configura la acción política conservadora. Por un lado escogen a sus víctimas y las someten a un escarnio mediático sangriento. Por otro lado cambian datos y verdades para difamar y escrutar desde un moralismo extremo. Y finalmente el poder público acoge todo eso como un mandato “del pueblo” y resuelve “jurídicamente” a favor de esa tesis política para garantizarse estabilidad en los cargos.