Todo el tiempo escuchamos en la televisión, las radios, en conferencias, talleres y en clases, leemos y vemos en redes sociales, revistas y periódicos, cuál es el único camino científico, técnico y sensato para manejar la economía. Nos hablan e iluminan seres ilustrados que, estando más allá del bien y del mal, poseen los secretos de la economía, secretos que sólo ellos entienden. Son seres de una bondad y pureza infinitas, pues hacen un esfuerzo enorme para poner esos secretos en palabras que nosotros, el vulgo ciego e ignorante, en la medida de nuestras limitaciones en algo los podamos comprender.
En mi artículo anterior, de hace ya algunas semanas, discutí sobre las necesidades humanas, y sobre cómo una parte importante del debate en la economía política se dirige hacia definir el cómo se garantiza nuestros derechos, si se hace a través del mercado convirtiéndolos en mercancías, o si lo hace el estado a través de sus distintos niveles de gobierno y su diversidad de posibles configuraciones institucionales.
En estos tiempos se vive casi una dictadura de la técnica, sólo lo técnico sirve, es correcto, es sensato y válido. Las otras epistemes, los otros conocimientos, los no científicos, todos ellos válidos y legítimos, han sido marginados, masacrados, en una suerte de epistemicidio, como lo llama Boaventura de Sousa Santos. Pero nos hemos olvidado de preguntarnos qué significa técnico. La técnica no es nada más que la aplicación de la ciencia a cosas concretas, no puede haber técnica sin ciencia, todas las ciencias tienen sus técnicas, sean estas ciencias básicas, ciencias naturales o ciencias sociales. Sin embargo, las mismas bases de las ciencias han sido profundamente cuestionadas dentro de su propia epistemología por la teoría del kaos y las ciencias de la complejidad. La ciencia positivista (esa que interpreta al universo de forma lineal, con una causa y un efecto para ella, esa misma que rompe el universo en partes y que entiende todo de forma fragmentada y parcial), se ha quedado caduca, por lo que las técnicas que surgen de ella tampoco responden al mundo real. De esa manera, la tecnocracia, sin saberlo e inconscientemente, se ha convertido en verdugo de los conocimientos que no han sido paridos por el positivismo. ¿Qué tiene que ver esto con la economía de mercado? Pues que aparentemente es una ciencia positivista.
Digo aparentemente con toda la mala intención del caso, porque en ninguna ciencia, así sea positivista, existe un discurso único. De esa manera, el momento que se presentan determinados postulados como el único camino posible, entonces debemos preguntarnos: ¿eso es ciencia o un proceso de adoctrinamiento ideológico y dominación intelectual? Por otro lado, incluso en las ciencias positivistas, cuando una hipótesis se demuestra falsa, se revisa el proceso, se plantean nuevas preguntas, y se construyen nuevas hipótesis. En la economía de mercado no. Sus hipótesis han sido demostradas una y otra vez como falsas, como equivocadas y, sin embargo, siguen siendo presentadas como el único camino posible. Eso ni siquiera es ciencia positivista, es cualquier cosa menos ciencia. Es ideología, y toda su promoción y difusión no es nada más que adoctrinamiento ideológico y dominación intelectual. De esa manera, la técnica y lo técnico que tanto pregonan no es técnico, ni es sensato, es control, es hegemonía.
Ahora bien, todo el discurso de la economía de mercado se sostiene alrededor de determinadas creencias, fundamentadas en indicadores específicos. Una de sus creencias nucleares es que la economía debe crecer todo el tiempo, de forma ilimitada e infinitamente. Lo cual es un absurdo, es incluso físicamente imposible. Para que la economía pueda crecer los mercados deben crecer constantemente, y para que estos crezcan, se requieren más consumidores, y por supuesto, más bienes y servicios. Esto explica la globalización neoliberal.
Es en este momento donde nos encontramos con el primer indicador: el Producto Interno Bruto (PIB). Es el indicador que debe crecer para que se hable de crecimiento económico. El PIB pretende ser una medida de la producción, convierte todo en moneda, convierte lo multidimensional en unidimensional. Pero además lo hace mal. Por ejemplo, los siniestros de tránsito generan crecimiento. Los accidentes de tránsito producen una alta demanda de funerarias, tumbas, hospitales, servicios médicos, medicamentos, mecánicas, repuestos, e incluso de vehículos. Todo esto se traduce en crecimiento del PIB. ¡Este es el indicador con el que nos dicen si la economía está bien o mal!
Otro de los indicadores con el que nos bombardean es el gasto público. ¿Cómo se mide? En relación al PIB, es decir, qué proporción del PIB representa. Al 2017 en el Ecuador significaba un poco más del 40%. ¿Qué porcentaje es mucho y qué porcentaje es lo adecuado? No hay respuesta, depende. Mi criterio personal es que lo correcto es lo que se necesite para garantizar los derechos de todas y todos, y también los derechos de la naturaleza.
Tenemos dos indicadores más muy relacionados. El primero es el déficit fiscal, es decir, la resta de los ingresos que tiene el estado, de las salidas proyectadas en su presupuesto. Esto se mide también en porcentaje. Por sentido común, las economías en desarrollo necesitan tener un déficit fiscal para poder desarrollarse, este déficit se financia pidiendo prestado, con deuda. ¿Cuánto es un déficit adecuado? El que el país pueda financiar, y en el que el pago de la deuda que esto implica, no afecte el rol del estado en la garantía de los derechos. La deuda se mide como proporción del PIB, así, por ejemplo, la deuda de Japón es del 253% de su PIB, la EEUU el 105% y la de Alemania alrededor del 100% (la deuda de Ecuador, de acuerdo al manual del PIB, al 2016 cerró en el 27%).
Estos son algunos de los indicadores con los que nos bombardean. Vemos algo en común en ellos: ninguno se enfoca en las necesidades de la gente, ninguno nos dice cómo está la gente. ¿No es ese el sentido de la economía? ¿garantizar la felicidad de la gente? De esta manera el debate alrededor de una economía maliciosamente presentada como técnica y científica, sobre indicadores que no nos dicen nada, nos desvía del verdadero debate que debemos tener: ¿cómo garantizamos los derechos de todos y todas?