Por Daniel Kersffeld
Luego de una difícil y extenuante campaña electoral, Lula da Silva y el PT finalmente ganaron la presidencia de Brasil frente al gobierno de Jair Bolsonaro, al que en un inicio se subestimó a partir de su desempeño económico, por el que creció la pobreza y el hambre en niveles alarmantes, y de su mínima capacidad de reacción frente al covid-19, lo que con casi 700 mil víctimas convirtió a esta nación en escenario de una verdadera tragedia en materia de salud pública.
El pasado dos de octubre se celebró la primera vuelta electoral y, más allá de los números, hubo dos conclusiones evidentes. En este sentido, y si bien triunfó el candidato de la izquierda con poco más del 48 por ciento, la imposibilidad de superar la barrera del 50 por ciento y el porcentaje final más alto que el esperado en el caso del candidato oficialista, que accedió a un sorpresivo 43,2 por ciento, revelaron, por una parte, la fortaleza muchas veces oculta de la derecha y no manifestada como tal en las encuestas previas. De igual modo, evidenció las resistencias que todavía pesaban en contra de la nueva candidatura presidencial de Lula.
En la segunda vuelta electoral del 30 de octubre, Lula triunfó y con él ganaron las expectativas de cambio referenciadas en el PT y un movimiento progresista que va desde el centro hacia la izquierda. Sin embargo, su victoria estuvo lejos de ser arrolladora, lo que revela las condiciones de un país profundamente dividido.
En efecto, ya como nuevo mandatario, Lula tendrá que sobrevivir tanto a una derecha abroquelada en el Parlamento, que promete llevar adelante una dura agenda opositora, como a un conjunto de gobernadores que también planteará su propio juego político tratando de debilitar en todo momento al nuevo mandatario y al Partido de los Trabajadores.
No son pocos los analistas que coinciden en que si bien es cierto que Lula ganó la batalla política, fue el propio Bolsonaro quien realmente triunfó en la batalla de las creencias y los imaginarios, logrando recrear en la actual sociedad brasileña un pensamiento reaccionario y violento a partir de experiencias autoritarias del pasado como el Estado Novo, comandado por Getulio Vargas, entre 1937 y 1945, y la extensa dictadura militar que se extendió entre las décadas del 60 y del 80 del siglo XX.
Ciertamente, las prioridades para el nuevo gobierno serán sociales y económicas, tal como ocurrió hace 20 años cuando Lula asumió su primera presidencia. Pero el próximo gobierno tendrá un frente opositor, político e ideológico, consolidado y voraz con el que no contó en aquella oportunidad.
Por supuesto, el actual gobierno de Bolsonaro, ya en retirada, pondrá en duda el resultado de las elecciones: las invalidará y, eventualmente, decretará su ilegitimidad planteando la tesis conspirativa del fraude para, de ese modo, comenzar a esmerilar al próximo mandato de Lula desde un inicio. Fue una receta utilizada con éxito por Donald Trump en los Estados Unidos y si bien no le sirvió para mantenerse en el gobierno, sí le proveyó condiciones ideológicas para consolidar su amplia y diversa masa de votantes y para convertirse en el enemigo público número uno de la actual administración demócrata.
De ahí que para el gobierno del PT también resultará fundamental desactivar aquellos núcleos ideológicos nutridos de una ideología retrógrada (o directamente neofascista) que agitarán el descontento y la desestabilización frente a cualquier iniciativa progresista en las que creerán percibir la acción oculta del comunismo o del mismo demonio.
Sin esperar milagros, el cambio político en Brasil que tendrá lugar a partir de 2023 contribuirá a fortalecer las posiciones progresistas en los países de la región, así como también robustecerá las iniciativas de integración regional (hoy expresadas principalmente en la Celac), e incidirá en las organizaciones políticas y económicas de naturaleza internacional.
Por lo mismo, otorgará nuevos bríos al proyecto multilateral expresado en bloques de naturaleza global como los BRICS y contribuirá a establecer nuevas líneas de diálogo con las potencias hegemónicas.
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