La última vez que vi a Mario Benedetti en privado, era evidente que no le quedaba mucho tiempo de vida. Fue en su apartamento de Montevideo, en el año 2007. Era la primera ocasión en que lo visitaba en su casa no cubana, y me acompañaban Norge Espinosa y Reinier Pérez. Horas antes, había conversado con Ariel Silva, quien amablemente concertó la cita entre el uruguayo y nosotros, parte de la delegación cubana que asistía a la Feria del Libro de Uruguay. Yo le llevaba regalos de la Casa de las Américas: discos de música, libros, revistas, que me había dado Marcia Leiseca, previendo dicho encuentro. Lo encontramos sentado en una poltrona, envejecido, rodeado de fotos y pinturas antiguas, y, como era previsible, de montones de libros. Se alegró al vernos, y me preguntó por mis padres, por la vida en nuestro país, con particular énfasis en cómo marchaban las actividades del CIL (Centro de Investigaciones Literarias). Posiblemente ya sabía, aunque no lo recordara, que quien dirigía en esos momentos (y aún lo hace), dicho departamento de CASA es Jorge Fornet, no solo profundo ensayista, sino el hijo menor de sus entrañables amigos Silvia Gil y Ambrosio Fornet. Sonrió ante cada respuesta, para luego dejar paso a una súbita melancolía que consistió en quedarse callado un rato, hasta que dijo “Eso lo fundé yo”. “Sí, Mario, a finales de los sesenta”, le dije. “Todo sigue igual a como lo dejaste, y todos te recuerdan con mucho cariño”, añadí. Luego, en la Feria, desde lejos lo vimos llegar, ayudado por varios asistentes, y comprobé cuán profundamente lo amaban en su tierra, tanto como en Cuba. Su entrada al recinto ferial fue apoteósica. Todo el mundo quería acercársele, tomarse fotos junto a él, extender libros para que él los firmara: una manifestación jubilosa lo aplaudía, mientras él intentaba abrirse paso entre la multitud, para sentarse, una vez calmados los vítores, y leer algún poema. La escena me hizo pensar en sus años de clandestinaje, en sus continuos exilios en Argentina, en Perú, en España, y en su etapa de vida cubana.
Aquí en La Habana, en una fecha que no logro precisar, pero que debe ser entre 1968 y 1970, lo recuerdo tímido, una vez acompañado de su compañera, Luz, elegante mujer, igualmente discreta. Mi padre y él tenían diez años de diferencia, lo cual no era obstáculo para las complicidades que compartían, y la mutua simpatía que se profesaban. Desde mi perspectiva de niña, en aquel entonces lo miraba como a un amigo querido por la familia, un hombre muy calmado, que hablaba bajito, muy dulce, que nunca daba muestras de preocupación, ni se quejaba de nada. Su paciencia infinita permitía mis travesuras con tolerancia (pocas, porque no era lo que se dice una criatura maldita). Cierta vez se encontraba de visita en nuestra casa, y aunque no me permitían participar de las conversaciones, escuché como al pasar algo que me resultó sumamente llamativo: Mario hablaba con mis padres de algo llamado Los Tupamaros, y de cómo eran reprimidos por la policía. Fui directamente a mi dormitorio, y me dispuse a hacer un dibujo para regalárselo, como suelen hacer los niños cuando pretenden obsequiar un tesoro. Solo había retenido las palabras “Tupamaros” y “Policía”, de modo que no se me ocurrió nada mejor que dibujar un asaltador de caminos, con antifaz en el rostro y pistolas en ambas manos (posiblemente influenciada por muñequitos de indios y cowboys), perseguido por un policía montado a caballo. Para colmo de males, señalé quién era quién mediante una flecha que salía de la cabeza de cada uno de los personajes, para que no quedaran dudas. Al encapuchado le puse encima “Tupamaro”, y al otro, “Policía”. Muy orgullosa de mi obra, interrumpí la charla que tenía lugar en la sala de mi casa, y, sin pedir permiso, extendí el dibujo a Mario, y me quedé de pie, esperando el elogio correspondiente. Él miró detenidamente lo que yo acababa de darle, y luego, señalando al bandido, me preguntó “¿Y este seré yo?” “Sí, claro, fíjate que te está persiguiendo un policía”, le respondí con total naturalidad. Mis padres, sin saber de qué se trataba, se inclinaron sobre la hoja de papel, para, ipso facto, fulminarme con la mirada. Por un momento, se paralizó todo. Tres pares de ojos me escudriñaban, dos de ellos lanzando una ira incomprensible para mí. Mario sonrió, y dijo con su calma habitual “Muy bonito, gracias, lo guardaré de recuerdo”, pero mis padres me castigaron a no ver televisión ni salir a jugar al parque durante una semana.
Días más tarde, ante mi rebeldía por saber en qué me había equivocado para merecer la penitencia, decidieron explicarme brevemente quiénes eran los tupamaros, y la necesaria discreción que yo debía guardar. Cuando poco tiempo después conocí la numerosa muchachada que Haydeé acogía en su casa, hijos e hijas de combatientes latinoamericanos cuyos padres habían sido asesinados en combate, o estaban presos, o en paradero desconocido, caí en cuenta de la atrocidad que había cometido, con aquel dibujo ingenuo. Contrario a lo que él hubiera deseado, su aspecto de persona triste, desvalida, llamaba la atención. Mario era como el protagonista de una de sus novelas y de sus maravillosos cuentos: alguien que querría pasar inadvertido, caminando en puntillas. Sin embargo, pese a que montaba guaguas como cualquier cubano, y vivía en el barrio obrero de Alamar, poco a poco alcanzó fama, sobre todo debido a sus poemas, y la gente lo reconocía en la calle, deteniendo a ratos su camino para que les firmara autógrafos. Me han contado que su coterráneo Eduardo Galeano dijo una vez que “Mario es tan modesto, que aún no se ha enterado de que él es Benedetti.” Antes de convertirse en el aclamado y popularísimo escritor que llegó a ser, lo vi varias veces más, y siempre tuve la misma impresión en cuanto a su ternura, y a su delicado modo de tratar a los demás. No era para nada extrovertido, ni pretendía ser protagónico en ninguna circunstancia, más bien lo contrario. Tampoco era repetidor de chistes, aunque le gustaba escucharlos, para reírse con su acostumbrada mesura. La ensayista montevideana Rosario Peyrou, amiga suya, me dijo un día, cuando le comenté la tristeza que recuerdo de él, que no debí angustiarme, porque los uruguayos son así, taciturnos por naturaleza. Sin embargo, Mario poseía un tipo de humor raro entre nosotros, los cubanos: provocaba comicidad casi a la sombra, tras bambalinas, como en la película “El lado oscuro del corazón”, donde aparece recitando poemas en alemán, o siendo cómplice de la extraordinaria escritora humorista Elina Berro, autora del personaje Mónica. Una vez me sorprendió con algo que me causó mucha gracia, sin que fuera ese su propósito. Era de noche, mi padre lo llevaba hasta su casa en Alamar, al este de La Habana, manejando un automóvil viejísimo que tenía en esos momentos. Yo me monté en el asiento trasero, escarranchándome, dejándole a nuestro amigo el puesto del copiloto. Justo antes de entrar al túnel de La Habana, Mario se dirigió a mí con estas palabras: “Laidi, nunca cruces las piernas cuando vayas en un carro. Debes sentarte derecha, como si estuvieras en un aula”. “¿Y eso por qué?” quise saber. “Porque si ocurre un accidente, luego es más difícil arreglarte los huesos, ya que los médicos no sabrán dónde va cada uno.” Yo me eché a reir, creyendo que Mario me estaba embromando, pero él se mantuvo serio, y mi papá añadió “Hazle caso, él sabrá”. Procedí a sentarme correctamente, continuamos el camino sin pronunciar palabra, hasta llegar a su casa.
Cuando cumplí doce años, en 1973, ingresé en la escuela Lenin, becada, de forma que solo venía a casa los fines de semana hasta que me gradué de preuniversitario en 1979. Dejé de ver a Mario, y al resto de los amigos y amigas que trabajaban junto a mi padre en la Casa de las Américas. En las clases de Español y Literatura se estudiaban poemas y narraciones de Benedetti, con lo cual su nombre de pila fue sustituido para mí. Nunca le dije a ningún compañero de aula, ni mucho menos a algún profesor, que yo conocía personalmente al autor de “Montevideanos”, de “La Tregua” y de “Gracias por el fuego.” Más adelante leí “Primavera con una esquina rota”, esa novela deliciosa, con una niña que dice cosas sin pensarlas, lo cual me hizo recordar mis imprudencias infantiles. Mario fue y es entrañable para los cubanos, y sus libros continúan la buena ventura de antaño, para no hablar de sus recitales de poesía, que desbordaban los espacios, como ocurrió la última vez en la Casa de las Américas, cuando poco faltó para que se viniera abajo la sala Che Guevara, abarrotada de público.
Todo esto me vino a la memoria durante su presentación en la Feria del Libro de Uruguay, dos años antes de que abandonara este mundo. Me alegró muchísimo que fuera aclamado estrepitosamente, a pesar de su proverbial timidez, que debe haberle turbado, porque, repito, no le atraía el espectáculo de saberse reconocido públicamente, a pesar de la inmensa popularidad de su obra. A su muerte, la revista Casa de las Américas le dedicó más de una entrega, y en el editorial del número 255 (abril/junio 2009), aparece una versión del homenaje que se le rindió, a la misma hora en que era inhumado en Uruguay. De dicho texto, extraigo los calificativos que le prodigó mi padre, y con ello, cierro mi evocación al inolvidable Mario. “[…] dejó de existir uno de los más leídos y admirados, y probablemente el más querido de los escritores latinoamericanos de este tiempo: Mario Benedetti. […] Junto a su obra, es imprescindible destacar la hermosa y valiente dignidad de su conducta. // Tantas cosas llevan entre nosotros la marca de Mario, que ni queremos ni podemos olvidarlo”.