Por Orlando Pérez
La final más tensa e intensa de todas las que he visto en mi vida, constituyó también el arribo de una figura que ya se mitifica en el mundo del fútbol y sin lugar a dudas en el imaginario popular de los sectores populares y medios de todo el planeta. No solo es Argentina o el resto de América Latina, sino países tan supuestamente ajenos a nuestras identidades como Bangladesh o Egipto.
Y esa figura y símbolo es Messi. No solo jugó como nunca, hizo goles de lujo y también enfrentó a esos jugadores que, aparentemente, defienden a un mal llamado Primer Mundo y se quieren posicionar como la hegemonía política y cultural también dentro del fútbol. Messi hizo lo que muy bien lo haría Diego Armando Maradona ahora, en este siglo XXI. Ya sé que habrá quienes lo señalen como un “aniñado” o “acomodado” por el bienestar del que goza. Pero a la hora de la jugada, del impacto, del desafío y de la disputa, con la camiseta argentina, ese Messi es un “Maradona más”. Y eso es decir mucho y nada. O al revés: es todo. Y por qué no: el más marodiano de los argentinos.
Messi lideró a un conjunto de jugadores, incluso a su técnico, desde una reivindicación popular latinoamericana: 20 años sin ganar una Copa Mundial. Y, al mismo tiempo, un recorrido en tiempos neoliberales, autoritarios, fascistas, desde aquellos considerados “raza superior”, como dijo Mauricio Macri de los alemanes, desde su “condición” de argentino y ex presidente (el que dejó endeudado a ese país como nunca antes).
El Maradona que afloró en Messi pudo y supo retarse con los jugadores de Países Bajos, no sólo desde su estatura física. No le impidió, ni la moralidad ni la formalidad que exigen los “quiteños de bien”, por ejemplo, putear con la pasión de la representación que ostentaba. Así que los HIJOS BOBOS, los insolentes, prepotentes, desde un poder neofascista, se creen con derecho de humillar a ese otro que no es ni más ni menos que un latino o un migrante. No les basta con el poderío del dinero o de la concupiscencia de la prensa más burguesa y fascista de todos los tiempos: ahora quieren la gloria del fútbol para humillar (aunque no discuto que todos entran en el sistema del mercado de jugadores), para decirnos cómo debemos comportarnos y de qué modos debemos hablar para la aceptación de esa “sociedad” blanqueada.
Y es que Messi es el campeón del mundo con jugadores como Di María, De Paul, Martínez o Álvarez, para quienes la superación es una lucha contra todo, instalarse en la mayor disputa con las discriminaciones, exclusiones y ese conjunto de valores que algunos creen que solo es cuestión de suerte. Bastaría con revisar lo que ha sido la trayectoria infantil de todos esos jugadores para saber de dónde salieron y por qué están ahora en la historia, como siempre quiso y lo hizo Maradona.
Messi y Maradona se instalan en la misma dimensión de Ernesto Ché Guevara y de Eva Perón, aunque les arda a los retrógrados que creen que la historia empezó con ellos, esos que disfrazan la historia como un asunto del mercado y del flujo de dólares en las mansiones. Messi, Maradona y el Ché son el símbolo de la insurgencia histórica porque han podido enfrentar y derrotar, con su palabra, con su ejemplo, con su humildad y con su consecuencia, a los todopoderosos, a los moralistas y a los negociantes de la dignidad humana.
Y siempre quedará la duda de por qué en las calles de Buenos Aires o de Rosario, como ocurrió desde el domingo 18 de diciembre, la presencia popular de jóvenes estalla como un grito contra la desigualdad y la exclusión políticas. El fútbol, parecería, se abre en la política como un desahogo, una salida a la acumulación de frustraciones que nos impone la realidad, esa ingrata catarata de insatisfacciones y frustraciones que nos arrastra a la emigración y al desasosiego.