Miguel A. Ruiz Acosta
Tsunami electoral, barrida, goleada o transformación drástica; con estas y otras palabras la prensa mexicana y global se ha referido al resultado comicial del pasado 1 de julio. Más allá del nombre, lo que resulta incontrovertible es que el mapa electoral de México cambió; y lo hizo de forma radical: al menos en un 60%. ¿En qué consistió ese cambio?
Tal vez la mejor forma de sopesar esa transformación, al menos en términos cuantitativos, sea comparar los resultados recientes con los de las elecciones presidenciales de 2012. De acuerdo a una nota de la BBC 22 de los 32 estados de la República votaron mayoritariamente por un partido diferente al que apoyaron en los comicios anteriores. La mutación principal tuvo que ver con el descalabro estrepitoso del histórico Partido Revolucionario Institucional (PRI), que pasó de haber ganado en 2012 en 20 estados, a no ganar en ninguno. En el extremo opuesto se encuentra el joven partido Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) y su candidato, ahora presidente, Andrés Manuel López Obrador, quien en 2012 se había presentado por su anterior tienda política, el Partido de la Revolución Democrática (PRD), obteniendo en ese año el triunfo en 8 estados, mientras que en esta ocasión quedó primero en todo el país, con excepción de Guanajuato, donde primó Ricardo Anaya, del derechista Partido Acción Nacional (PAN).
A prácticamente todos los actores políticos —incluyendo a los triunfadores— llamó la atención la abultada votación por Morena, en una jornada con alta participación ciudadana, de 63.4%, considerando que en México el voto es facultativo. López Obrador, además de quedar primero en prácticamente todo el país, lo hizo con un porcentaje que no se veía desde hace casi cuarenta años, antes que comenzara la transformación neoliberal del país: 53.2%, sacando más de 20 puntos de ventaja a su competidor más cercano (Anaya) y dejando en el fondo de la contienda al candidato priísta José Antonio Meade, quien a penas obtuvo 16.4% de la votación. En breve, López Obrador obtuvo poco más de 30 de los 56.6 millones de sufragios emitidos.
Si dejamos de lado los resultados de la elección presidencial y miramos qué pasó con el resto de dignidades en juego (gobernadores, diputados y senadores) el resultado no es muy diferente, aunque hay algunos matices. Morena ganó las gubernaturas de la Ciudad de México, Chiapas, Morelos, Tabasco y Veracruz; el PAN hizo lo propio en Guanajuato, Puebla y Yucatán; mientras Jalisco fue para Movimiento Ciudadano y el PRI, por primera vez en la historia se fue en blanco, aunque conserva algunas gubernaturas que en los próximos años deberán ser renovadas.
Por otro lado, y esto también es inédito en la historia política mexicana, un partido considerado de centro-izquierda controlará la mayoría del Congreso de la Unión. De las 300 vacantes disponibles para la elección de diputados de mayoría relativa, Morena y sus aliados se llevaron 218 escaños, lo que representa 72% de las curules en juego; y, de las 32 senadurías disputadas, Morena alcanzó 24, 75% del total. Si bien estos abultados porcentajes necesariamente serán matizados una vez que se asignen los espacios de representación proporcional para las minorías, sorprendieron a tirios y troyanos, pues casi nadie esperaba una victoria tan contundente de Morena en el Congreso. Como se aprecia, el cambio de panorama no es menor.
Después de la Revolución Mexicana, el PRI (antes PNR y PRM) tuvo el cuasi monopolio de la representación política en México: un auténtico partido de Estado en los hechos. Una vez agotados los periodos del nacionalismo revolucionario y el desarrollismo, el sistema político mexicano comenzó a cambiar a la luz de las nuevas modalidades de lucha social y del viraje en el plano de la economía: desde 1982 el PRI comenzó a tornarse cada vez más un partido de gestión de las políticas neoliberales; y el PAN hizo lo propio durante los 12 años que controló el ejecutivo, entre 2000 y 2012. Mientras tanto, las izquierdas mexicanas tejieron alianzas con algunas fracciones nacionalistas que decidieron abandonar el PRI y dar la batalla electoral bajo nuevas tiendas políticas. Sin embargo, esas coaliciones se tuvieron que conformar con la administración de un puñado de gubernaturas y presidencias municipales, con una relativamente baja participación en el Congreso, quedando por fuera de la conducción del ejecutivo nacional, del cual estuvieron vedadas ya sea por fraude o por falta de votos.
Los resultados de 1º de julio abren la puerta para la renovación del sistema político mexicano, o al menos lo hacen de forma parcial. No hay que perder de vista que, fieles a su tradición oportunista, no pocos miembros de la casta política tradicional se montaron a la ola lopezobradorista para encontrar acomodo en el nuevo escenario. Pero, junto a esos chapulines que han brincado de último minuto a Morena, también es justo reconocer que una pléyade de luchadoras y luchadores provenientes de las más diversas trincheras de la izquierda mexicana, hoy tendrán la oportunidad de ser gobierno. Qué tan lejos vayan a llegar, aún no lo sabemos; eso dependerá de múltiples consideraciones de diversa índole, como la propia voluntad política y el nuevo campo de fuerzas en lucha. Por lo pronto, una de las grandes barreras a las aspiraciones de transformación social ha caído: hay que aprovecharla.