Miguel A. Ruiz Acosta
En el mes de mayo de este año, la veterana periodista argentina Stella Calloni, reconocida por su trabajo pionero sobre la Operación Cóndor, reseñó el contenido de un documento firmado por el Almirante Kurt W. Tidd, jefe del Comando Sur de los Estados Unidos; un texto de 11 páginas que, con fecha de 23 de febrero de 2018, es clasificado como top secret, pero fue filtrado a la página Voltaire Network, donde Calloni es colaboradora. El “Plan para derrocar a la dictadura venezolana” lleva por subtítulo la palabra Masterstroke, que bien podría ser traducida como “golpe maestro”. Hasta el momento, ninguna autoridad de los Estados Unidos ha desmentido la autenticidad de ese texto.
Lo central del documento expone la estrategia de lo que bien puede ser definida como guerra de cuarta generación (sucia, de baja intensidad, terrorismo, propaganda, operaciones encubiertas…) la cual comenzó a ser tematizada a finales de la época de la guerra fría, a la cual habría que agregar la de quinta generación, que incorpora el uso masivo de las herramientas cibernéticas para el control de la opinión pública. Allí se expone el objetivo central de esa guerra encubierta: “intensificar el derrocamiento definitivo del chavismo y la expulsión de su representante” ¿Cómo? Alentando “la insatisfacción popular aumentando el proceso de desestabilización y el desabastecimiento”, así como incrementando “la inestabilidad interna a niveles críticos, intensificando la descapitalización del país, la fuga de capital extranjero y el deterioro de la moneda nacional, mediante la aplicación de nuevas medidas inflacionarias que incrementen ese deterioro”. En síntesis “contribuir a hacer más crítica la situación de la población”. Los detalles tácticos de la guerra económica no son expuestos acá, pero han sido puntualmente reseñados por la Dra. Pascualina Curcio en diversos medios.
El plan del Comando Sur prevee que uno de los resultados de esa guerra será la generalización de disturbios, inseguridad, saqueos y otras formas de violencia social con la intención de “desabastecer el país, a través de todas las fronteras y otras posibles maneras, poniendo en peligro la seguridad nacional de sus vecinos”, así como de responsabilizar exclusivamente al gobierno venezolano por la desestabilización, “magnificando, frente al mundo, la crisis humanitaria, a la que está sometido el país”. Si el Plan A (azuzar a las Fuerzas Armadas para que den un golpe de estado) fracasara, se procedería con el Plan B, que incluiría la participación de una “fuerza multilateral” de algunos países latinoamericanos coordinados por los Estados Unidos para intervenir militarmente, bajo el pretexto de una crisis humanitaria que incluye el fenómeno migratorio, el cual se espera se agudice. De acuerdo al propio texto, habría que “Coordinar el apoyo a Colombia, Brasil, Guyana, Aruba, Curazao, Trinidad y Tobago y otros Estados frente al flujo de migrantes venezolanos debido a los eventos de la crisis”, así como “promover la participación internacional en este esfuerzo como parte de la Operación Multilateral con contribución de Estados, organismos no estatales y cuerpos internacionales y abastecer de adecuada logística, inteligencia, apoyos…”. En suma, “Promover la necesidad de envío de la Fuerza Militar de la ONU para la imposición de la paz, una vez que la dictadura corrupta de Nicolás Maduro sea derrocada”.
De la fecha que fue dado a conocer el documento al presente se han sucedido una serie de acontecimientos que parecen confirmar que la pinza imperial sobre Venezuela se está cerrando. Como resumió recientemente Aram Aharonian, la ofensiva imperial se viene desplegando durante los últimos meses en las siguientes direcciones: “la securitización del tema migratorio, la manipulación de un tema socioeconómico para convertirlo en un asunto de paz y seguridad regionales, las amenazas militares de la portavoz de la casa Blanca, Sarah Sanders; la gira del jefe del Pentágono James Mattis por la región, la reunión de Kurt Tidd –jefe del Comando Sur estadounidense– con los comandantes de los ejércitos sudamericanos en Argentina. Súmense los movimientos militares de Brasil, Temer diciendo que Venezuela rompe la armonía regional, el canciller colombiano asegurando en la ONU que el impacto migratorio en salud y educación es también un impacto en su seguridad; los ejercicios militares y las amenazas de los ejercicios navales frente a Cartagena; las declaraciones de Luis Almagro pidiendo más y más sanciones contra Venezuela; las amenazas de corte de ventas petroleras de EEUU a Venezuela, la declaración de incapacidad para pagar deuda de Brasil a Venezuela».
Ninguna persona sensata pondría en cuestión que nuestro país hermano atraviesa una crisis severa; tampoco parece razonable minimizar el fenómeno migratorio. Sin embargo, hay que preguntarse sobre la complejidad de sus causas y sobre el uso político y militar que el gigante del Norte y los gobiernos cipayos de la región puedan hacer en nombre de aquella. Los procesos migratorios por motivos socioeconómicos no son nuevos, ni en América Latina ni en el mundo: prueba de ello son los millones de mexicanos que durante las últimas décadas de neoliberalismo han dejado su país; o los millones de colombianos que lo han hecho por la guerra; o el millón y medio de ecuatorianos que hicieron lo propio a partir de las crisis de 1999-2000. Sin embargo, en ninguno de los casos anteriores se planteó, como se hace en la actualidad, la injerencia extranjera en esos países.
Independientemente de las simpatías o aversiones que nos produzca el gobierno venezolano, los latinoamericanos deberíamos tener bien claro que, bajo ninguna circunstancia, sería prudente apoyar una intervención extranjera (abierta o encubierta) en Nuestra América; lo cual no implica, por supuesto, que los gobiernos y las sociedades de los países receptores de migrantes los abandonen a su suerte.