Por Juan Montaño Escobar

            Las pandillas no han vuelto porque nunca se fueron, siempre estuvieron ahí, en las mismas calles de tierra, con sus casas de caña guadua o de cemento y madera, con el agua potable racionada y sin sistemas de drenajes. Están ahí en los barrios con la estética de la angustia y la necesidad, de escuelas desastradas y colegios de pobres resultados que jamás imaginaron los gobiernos (incluyan al actual); al fin y al cabo, pobreza y pésima educación son monstritos gemelos. Los barrios son nuevos hechos con viejos materiales de fealdad, de primera generación de emigrantes; la gente vive al son de la queja y la promesa. Es gente que se estrena en la dura marginalidad urbana, aprende temprano del ejercicio de los rencores sociales, hasta heredarlos a sus niños y niñas. Ellos y ellas maduran prematuramente, activan el resentimiento desde el mismo momento que atisban las mieles amargas del poder callejero o esquinero.
          Las pandillas se quedaron planeando la ilegalidad desafiante de la supervivencia, mejorando sus organizaciones de pelea y reclutamiento, trabajando mentalmente unas cuantas ideas básicas de rebeldía para deslumbrar a los prospectos juveniles y mantener la combatividad por el territorio. La moral pandillera se fortalece en la solidaridad implacable del grupo. Intentan dar señales de identidad en el vestir, en el hablar o en la invariable conducta colectiva. Hay afectos nacidos de historias pequeñas que solo entre ellos se cuentan, de oportunas ayudas sencillas, de la admiración por la audacia de los pandilleros veteranos, y la contestación a los representantes menores del poder reclama retorcida simpatía. Sí, es mundo de pocas calles y mucha resignación.
          Ahora se han organizado en ‘naciones’, una versión antropológica muy particular de encarar orgánicamente al establecimiento (como ellos y ellas lo entienden, desde luego). La frontera entre una ‘nación’ y una banda de jóvenes delincuentes es difusa, porque no hay límites legales, morales o ya les son extraños todos los vecindarios, salvo el propio. En la ‘nación’ madura para la violencia se concluye que las calles se han endurecido y la ciudad es una estepa de cemento a conquistar. Y salen en busca de ello: se inician las guerras inter pandillas. Los que hemos conocido de cerca los territorios comanches de las pandillas, conocemos que fueron muchos los jóvenes que se murieron inútilmente en los combates despiadados entre jovencitos arcabuceros. Este jazzman se refiere a Esmeraldas. Las explicaciones clásicas a la formación de las pandillas o ‘naciones’ abundan, y esta llega a ser la madre de todas las respuestas: descomposición familiar. Las familias de estos barrios han sido políticamente depredadas, socialmente agredidas y llevadas a vivir en una ‘Calcuta de desesperación sin fin’, sea en la Trinitaria de Guayaquil, sea en cualquier barrio de Quito o Esmeraldas. Las autoridades políticas y policiales enfatizan en la represión total y en alguna tibia acción social. La parte brava son los escuadrones antipandillas y posiblemente logren resultados instantáneos, pero que dejan intactos tronco y raíz del problema.
          ¿Quiénes son los miembros de las ‘naciones’? ¿Con cuántos dólares diarios sus familias atienden sus necesidades de comida y educación? ¿Es la primera, segunda o tercera generación de emigrantes? Que los fusiles de los grupos antipandillas apunten al Indice de Desarrollo Humano de estos barrios bárbaramente tercermundistas, y que disparen. Y que muera la sociología amarillista de los canales de televisión.

Por RK