Por Fernando Buen Abad
En el escenario global, marcado por la espectacularización de la mentira, el ascenso de fenómenos políticos como Donald Trump y sus retoños—políticos, ideológicos y mediáticos—no debería tomarnos por sorpresa. Son la consecuencia lógica de una larga incubación semiótica, donde el grotesco se volvió hábito, donde el absurdo se estetizó y donde la razón fue desplazada por la risa grabada, la edición manipulada y la repetición patológica del sinsentido. La historia no da saltos, pero sí arcadas.
Durante décadas, la maquinaria semiótica del capitalismo —esa fábrica burguesa de signos alineados a la acumulación de poder y mercancía— se ha dedicado con precisión quirúrgica a naturalizar su fealdad, su brutalidad y su idiotez. La televisión-basura, los algoritmos del odio, las telenovelas de la desigualdad y los noticieros del miedo… han funcionado como un aula siniestra de pedagogía retrógrada. Su “público” fue adiestrado no sólo para tolerar lo grotesco, sino a identificarlo como “entretenido”, como “auténtico”, incluso como “valiente”. No es una anomalía, es un plan.
Grotesco y capital en un paradigma en su estética y su decadencia. El grotesco, en su definición más simple, es aquello que subvierte el orden de lo esperable. Pero en los tiempos del capitalismo senil, el grotesco ha mutado en forma dominante de sentido. No para liberar, como en el carnaval bajtiniano, sino para reprimir desde la saturación y la confusión. Su fealdad se vuelve espectáculo, la mentira y performance del odio y la falsa conciencia. Todo ello empaquetado en productos de consumo rápido: memes, reality shows, slogans virales, escándalos prefabricados.
Donald Trump no se hizo a sí mismo, fue construido. Fue coreografiado por décadas de manipulación mediática, por el culto al “éxito” vacuo, por la apoteosis del millonario vulgar que dice “lo que piensa” y encarna el sueño mojado del neoliberalismo más primitivo. Es hijo legítimo de la cultura basura: el Frankenstein mediático al que se le dieron cadenas nacionales, cuentas de Twitter y la potestad de detonar guerras económicas, políticas y semióticas. No está solo. Sus retoños —desde Javier Milei hasta Bolsonaro, pasando por imitadores de caricatura en diversos países— son copias de la misma plantilla deformada. La planilla del “outsider” antisistema que en realidad profundiza el sistema hasta sus formas más criminales. El grotesco es el camuflaje perfecto del fascismo posmoderno.
Naturalización: pedagogía del espanto
Hay que estudiar la semiótica de la naturalización como un dispositivo de dominación. A fuerza de repetición, de espectacularización, con aplausos grabados, se nos ha enseñado a no escandalizarnos por el horror. Peor aún, a considerarlo legítimo, necesario, incluso divertido. ¿Qué diferencia semiótica hay entre un reality show que exhibe la miseria humana como entretenimiento y una campaña política que promete violencia y exclusión como forma de gobierno? Ninguna. Son la misma operación simbólica: el vaciamiento de la política para convertirla en mercado de emociones enfermas. Las campañas se venden como series de Netflix: un candidato es trending si insulta más, si grita más, si su “look” genera más clics. La televisión enseñó que lo grotesco vende. Y el capitalismo aprendió que puede gobernar con eso.
No es casual que los nuevos líderes reaccionarios se presenten como antiintelectuales, antielitistas, “auténticos”. Hablan con errores, tuitean sin filtro, insultan sin consecuencias. No es ignorancia, es estrategia. Reafirman una lógica invertida: “si eres culto, mientes; si eres vulgar, dices la verdad”. Así, el grotesco se convierte en sinónimo de honestidad. Y la bestialidad, en capital simbólico.
El capitalismo como estética del morbo
Vivimos una guerra semiótica. Y uno de sus frentes más peligrosos es la estetización del morbo. El “infotainment” —esa mezcla perversa de información y entretenimiento— ha colonizado la política. La muerte se transmite en directo, los crímenes se convierten en narrativas adictivas, las tragedias se editan para el prime time. ¿Cómo no iba a emerger Trump si antes hubo un Harvey Weinstein, un Murdoch, un Berlusconi, un Bolsonaro?
Hay una economía política del horror que produce rating, votos y dividendos. El capitalismo lo sabe y lo explota. La tragedia vende. El escándalo también. La indignación se alquila por minuto y se manipula con IA. Todo lo humano ha sido convertido en paquete semiótico para la acumulación. Incluso la idiotez. Trump no representa una anomalía, sino un punto de inflexión. Es la consolidación del signo grotesco como núcleo del poder. El neoliberalismo lo intentó antes con Reagan, con Thatcher, con Bush hijo. Pero Trump es el punto de maduración: el poder que se ríe de la verdad, que goza con el racismo, que sexualiza la violencia. Todo sin perder seguidores. Todo sin perder pantalla.
Frente a esto no basta la crítica moral, hay que construir una contraofensiva semiótica. Una nueva estética de la verdad, del amor, de la dignidad. No se trata de oponer belleza a fealdad en términos abstractos, sino de disputar el sentido. De reapropiar los signos, reescribir los relatos, reconstituir el imaginario colectivo con base en una pedagogía emancipadora. ¿Dónde están nuestros signos de lo humano? ¿Dónde nuestras metáforas del futuro? ¿Dónde los relatos de ternura organizada, de lucha digna, de solidaridad concreta?
La izquierda que no entienda la disputa semiótica está condenada a perder incluso cuando tenga razón. Porque el enemigo no sólo domina la economía y el Estado, domina el lenguaje, la sensibilidad, el humor, la emoción.
Hace falta una semiótica combatiente, partisana. Que denuncie, sí, pero que también construya. Que no sólo transparente los hilos del espectáculo grotesco, sino que teja nuevas formas de comunidad simbólica. Que convoque no desde la culpa, sino desde la esperanza.
El grotesco ha sido convertido en sentido común. El monstruo es presentado como líder. La mentira, como “narrativa alternativa”. Es hora de abrir los ojos, de recuperar el asombro ante lo inaceptable. De reeducar nuestra sensibilidad, de devolverle a la política su ética y su estética transformadora. La historia no da saltos, pero sí puede girar.
El sentido no es un campo neutral. Se construye, se disputa, se gana o se pierde. Y nosotros —los pueblos, los humanistas, los revolucionarios— no podemos seguir permitiendo que el grotesco gobierne nuestras pantallas, nuestras mentes, nuestras vidas. Se trata de cambiar el mundo, sí. Pero también de cambiar su sentido.
Tomado de https://www.almaplus.tv/