Por Atilio A. Boron
A diez años de su partida se impone recordar la figura de Néstor Kirchner. No es mi intención hacer ahora un balance crítico de su gestión, sus grandes aciertos y sus errores. Eso, en parte y sólo en parte, ha sido ya hecho y no tiene sentido reiterarlo en esta ocasión. Basta con decir que para mí el saldo de ese ejercicio es positivo, y por eso, en momentos de zozobra como los actuales cuando el país debe enfrentar los estragos del macrismo (crisis económica, destrucción de las instituciones, “lawfare” y mesa judicial en la Casa Rosada, corrupción y latrocinios generalizados, espionajes ilegales a propios y ajenos, todo con la complicidad de los grandes medios de comunicación, devenidos en malolientes órganos de propaganda) y, simultáneamente, el ataque inclemente de la pandemia, la recordación de su figura y sus iniciativas serán valiosa fuente de inspiración.
La enumeración sería demasiado extensa para una breve nota como la actual. Comienzo subrayando que su audacia fue un rasgo característico de su actuación política. Sin ese componente es poco lo que un gobernante puede hacer. Así lo sentenció Nicolás Maquiavelo y lo reconoció también alguien ubicado en sus antípodas: nada menos que Max Weber, un brillante sociólogo a quien nadie podría estigmatizar como “populista”, “demagogo” y, mucho menos como “izquierdista”. Decía aquél en su célebre conferencia ‘La Política como Vocación’ que “en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez.” Weber tenía una lectura descarnadamente realista de la política y por eso mismo, al igual que otros pensadores marxistas, desechaba sin ambages la “trampa del posibilismo.” El falso realismo de la celebrada fórmula que asegura que “la política es el arte de lo posible” termina inevitablemente en la derrota de quienes cultivan tan suicida creencia. Kirchner tenía el virtuoso empecinamiento que lo llevó a intentar, una y otra vez, lo que el sentido común de su época –es decir, la ideología de la clase dominante- consideraba imposible y finalmente resultó ser posible.
Por ejemplo, hacer de la política de Derechos Humanos una de las vigas maestras de su gestión, promulgando la nulidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. Y en esta línea producir un gesto simbólico de trascendencia no sólo argentina sino internacional cuando el 24 de marzo del 2004 ordenó remover el cuadro del dictador Jorge F. Videla de una de las galerías del Colegio Militar y cuando entregó las instalaciones de la tétrica ESMA a los organismos de derechos humanos. O cuando impulsó el enjuiciamiento a quienes eran acusados por la comisión de delitos de lesa humanidad. Audacia cuando consciente de que la Corte Suprema heredada del menemismo y la Alianza era un mamarracho, un adefesio que insultaba la inteligencia y la moralidad públicas de este país no titubeó en reemplazarla.
Audacia, que nunca debe confundirse con temeridad, para rechazar el pliego de rendición incondicional que desde las columnas del diario La Nación le descerrajara su principal editorialista, José Carlos Escribano diez días antes de que Kirchner jurara como nuevo presidente, cuando aseguraba que “la Argentina ha resuelto darse gobierno por un año.” Parece que se equivocó en su cálculo temporal, porque ahora sus sucesores en el diario fundado por Bartolomé Mitre están desesperados y furiosos ante lo que alucinan como la constitución de una “dinastía kirchnerista”, temporalmente a cargo de un Príncipe Regente hasta que el heredero, Máximo, sea ungido por la Reina Madre para que ocupe el trono de la otrora república. Desvaríos psicopatológicos de una derecha de una pobreza intelectual desoladora y sin la menor brizna de patriotismo, eterna conspiradora en contra de cuanto gobierno democrático asomó en la historia argentina. Néstor tuvo la sabiduría y la fuerza para repelar y refutar la insolenta capitulación propuesta por el editorialista en nombre de los factores reales de poder de nuestro país, que proponía, entre otras cosas reivindicar lo actuado por la dictadura cívico-militar, es decir, archivar el tema de los derechos humanos; reforzamiento del alineamiento incondicional con Washington, apenas atenuado durante el gobierno de la Alianza; cristalización de una alianza con el empresariado nacional y extranjero, y con “la embajada” y, en línea con lo anterior, condenar a Cuba y abandonar cualquier pretensión de elaborar y poner en marcha una política latinoamericana, porque la Argentina debía ser un simple apéndice de Estados Unidos y responder a las órdenes emanadas desde Washington, premisa que es aún más válida el día de hoy para caracterizar a la oposición derechista y neofascista del gobierno de Alberto Fernández. Audacia superlativa de Néstor cuando, nada menos que como anfitrión del Emperador, le dijo en la cara a George W. Bush en la crucial batalla del ALCA en Mar del Plata: “Aquí no vengan a patotearnos, no vamos a aceptar que nos patoteen”. Y con el rechazo de aquel proyecto de sumisión definitiva al imperio no sólo la Argentina sino toda Latinoamérica y el Caribe vivieron los albores de una Segunda y Definitiva Independencia, eclipsada en los últimos años pero con claros indicios recientes en Bolivia y Chile, y antes en las municipales del Uruguay, que más pronto que tarde se abrirán, una vez más, aquellas grandes alamedas de las que hablaba Salvador Allende y por las cuales transitó Néstor junto con los otros líderes populares de la Patria Grande para construir la UNASUR y la CELAC.
Audacia también para cancelar la deuda de la Argentina con el Fondo Monetario Internacional, que permitió por primera vez en mucho tiempo que este país adquiriese un impensable grado de autonomía en la determinación de su política económica, tradicionalmente “negociada” con las asfixiantes misiones que el FMI enviaba a este país para imponer sus medidas ortodoxas. Audacia para mezclarse con el pueblo, sentir la adrenalina vivificante que le transmitía el contacto con esos cuerpos invisibilizados, negados, excluidos por décadas. Inmenso favor le hizo Néstor al país al hacer que las jóvenes generaciones se politizaran, abriendo una brecha para acabar con la reducción de la política a la lógica de los mercados, al imperativo de la tasa de ganancia. Audacia, en fin, para empoderar a las mujeres de la patria, a los jóvenes, a los diferentes, para repolitizar a una Argentina que había caído en los abismos de la ‘antipolítica’ y cuyo abominable telón final fueron los cuatro años de la ‘ceocracia’ macrista y la institucionalización del latrocinio y el saqueo como marcas de un gobierno eficiente y al servicio de “la gente”. En realidad, “su gente”, el círculo de los grandes beneficiarios por la operación de pillaje organizada desde la Casa Rosada. En momentos tan aciagos como éste, en donde la herencia del macrismo se combina con los horrores de la peste, la audacia de Néstor Kirchner debe ser un faro que ilumine a gobernantes y gobernados y un recordatorio de que no hay imposibles en la política y que de lo que se trata, como aconsejaba Weber, es de intentarlo una y otra vez. Aunque parezca difícil es el único camino.