Por Pierre Rimbert
Todo iba bien. Y entonces Elon Musk perpetró lo irreparable: el pasado 15 de diciembre, el hombre que había adquirido Twitter por 44.000 millones de dólares para, según juraba, devolver a la red social la libertad de expresión, suspendió temporalmente las cuentas personales de nueve periodistas estadounidenses, supuestamente por haber difundido la localización en tiempo real del multimillonario, cosa que los interesados niegan haber hecho. El portavoz del secretario general de las Naciones Unidas protesta de inmediato, la vicepresidenta de la Comisión Europea denuncia la censura y amenaza con imponer sanciones, el ministro francés de Industria pasa a la clandestinidad al anunciar “la suspensión de toda mi actividad en Twitter hasta nueva orden” (cabe imaginar el horror de Musk…), mientras que la ministra alemana de Asuntos Exteriores se escandaliza de que la libertad de prensa pueda ser “activada y desactivada a conveniencia” (1). En cuestión de 48 horas, aparece en la Wikipedia una entrada de 26.000 caracteres (el equivalente a un artículo de dos páginas de este periódico) bajo el título “La masacre de la noche del jueves”.
En el propio Twitter, periodistas y moralistas de la plataforma se desgarran las vestiduras. El desengaño los abruma: se han pasado miles de horas cruzando hierros tras sus pequeñas pantallas, escrutando las reacciones que despertaban sus agudezas conceptuales en 280 caracteres, dando y recibiendo lecciones. ¡Este espacio en el que hablar y dar que hablar de uno mismo era la verdadera democracia! Creyendo alimentarla, han generado valor para los accionistas de Twitter y su simpático patrón de antaño, un multimillonario libertario con barbita de inclinaciones hippies. Eso era cuando no tenían el menor problema con la propiedad privada de las redes sociales.
Tampoco con la censura. Ni un solo dignatario del “mundo libre” rechistó cuando la dirección de Twitter suspendió en octubre de 2020 las cuentas de un vil tabloide estadounidense propiedad del multimillonario Rupert Murdoch, el New York Post, que publicaba informaciones exactas sobre las calaveradas de Hunter Biden, hijo del candidato demócrata a la presidencia de Estados Unidos: una desinformación de los rusos, aseguró entonces el periódico The New York Times. La revelación por parte del periodista Matt Taibbi, el pasado diciembre, de la política de censura seguida por la plataforma con la ayuda del Federal Bureau of Investigation (FBI) y varios Gobiernos tampoco sacudió la “tuitosfera” progresista (2). No más que la prohibición, el 27 de febrero de 2022, de las cadenas rusas RT y Sputnik por la presidenta de la Comisión Europea, aduciendo que estos medios, financiados por el Kremlin, trataban de “sembrar la división en nuestra Unión”. La libertad de expresión es un bien demasiado valioso como para compartirlo con nuestros adversarios, ¿no es así?
La situación es inmejorable: Elon Musk no solo ha dinamitado y desacreditado Twitter, ese nirvana de los narcisistas, sino que también ha revelado la hipocresía de quienes adoraban la plataforma. La “masacre de la noche del jueves” arroja luz sobre dos concepciones gemelas y zopencas de la “libertad de expresión”. La defendida por propietarios como Elon Musk, que consiste en censurar las críticas comprando los medios de comunicación, y la reivindicada por los defensores de la virtud –progresistas o reaccionarios– de aplaudir la censura cuando se dirige contra sus adversarios.
Entretanto, Julian Assange, disidente del mundo occidental, lleva más de diez años privado de libertad. Culpable de haber hecho públicos los crímenes de guerra estadounidenses en Irak, sufre una lenta pena de muerte en una cárcel de alta seguridad de Londres, en espera de una extradición a Estados Unidos, donde nuevos tormentos le aguardan. Su salud se degrada. En 2020, la Justicia le hizo entrega de un ordenador (¡no olvidemos que estamos en una democracia!), pero solo después de haber pegado con cola todas las teclas (3). Su calvario deja indiferente, es en otro sitio donde muere la libertad de expresión: Musk ha suspendido durante dieciocho horas las cuentas de Twitter de nueve periodistas.
(1) Reacciones recogidas por la Agencia France-Presse el 16 de diciembre de 2022.
(2) Cfr. la serie sobre los “Twitter files” en TK News, https://taibbi.substack.com
(3) Cfr. Clara López Rubio y Juan Pancorbo, Garzón/Assange: el juez y el rebelde, 2017.
Pierre Rimbert, Redactor jefe de Le Monde diplomatique.
Fuente original: « ¡No me toques el ombligo! » – Le Monde diplomatique en español (mondiplo.com)
Tomado de rebelión.org