Por Martín Jara Carmine
Mientras estamos a días del plebiscito del 25 de Octubre, que permitirá decidir si se aprueba o rechaza un cambio constitucional, vemos cómo la policía uniformada continúa reprimiendo la protesta social. Basta con ver las imágenes de un joven siendo lanzado al río Mapocho por un funcionario de Carabineros, lo que trae consigo el recuerdo de aquellos tiempos de muerte y torturas que acompañaron la instauración de la actual Carta Magna -elaborada por la dictadura de Pinochet en 1980- y que aún rige la institucionalidad chilena.
Si bien era evidente que la “democracia chilena” tenía grandes problemas ante la impunidad de colusiones empresariales, robos millonarios de Carabineros y Fuerzas Armadas, entre otras situaciones que han quedado relativamente impunes, fue en Octubre del año pasado cuando esta crisis se agudizó.
Las protestas se intensificaron en contra de injusticias como la falta de salud, pensiones y educación garantizada como elementos constitutivos del bienestar público. La policía reprimió disparando balines y bombas lacrimógenas al cuerpo de la población, dejando ciegos a muchos manifestantes o atropellando a otros con sus carros blindados. Desde el gobierno se habló en primera instancia “de estar en guerra” y posteriormente de “una necesidad de mantener la paz”, acusando a los manifestantes de alterar el orden público.
Se hace entonces necesario entender ¿cómo se llegó a esa situación?, ¿cómo un país después de 30 años de “democracia”, toma la decisión de salir a las calles y exigir el fin de la Constitución de la dictadura?, ¿cómo una “democracia” transforma las protestas -inicialmente por el alza de 30 pesos en el pasaje de Metro- en una guerra contra los manifestantes?
Una pista y en palabras del pueblo: ¡No son 30 pesos, son 30 años!
La Contrarrevolución Neoliberal: Simulacro de acontecimiento, violencia real
Usando la aproximación conceptual de Slavoj Zizek podríamos decir que no existe un antagonismo ideología versus realidad. La realidad de por sí ya es ideológica: está constituida por una “X” faltante. Un elemento sustraído que le da consistencia a la realidad. Un “como si” que funciona como ley fundamental, pero que para poder operar no está representada en la realidad misma.
Lo primero sería preguntarnos por el origen del orden simbólico o ley simbólica y el orden jurídico o ley pública. Las máximas de este doble proceso en Chile son la doctrina del shock y la naturalización de una realidad objetivada por des-historización de su construcción subjetiva vía la instauración violenta de esta realidad. La dictadura de Pinochet instaura lo que Alain Badiou llamó un “simulacro de acontecimiento” o en palabras más políticas, lo que podríamos denominar: una contrarrevolución neoliberal.
Este proceso se desarrolla desde los primeros momentos del gobierno de Allende. Secretamente planificado entre militares chilenos y la CIA con la complicidad de la burguesía local. El rol del “ladrillo” -plan político-económico- instaurado posteriormente por los Chicago Boys y la dictadura.
El bombardeo al palacio de La Moneda fue un símbolo de la toma de soberanía: La capacidad de matar. Constituyen la curvatura que crea – un cierre – cercando los límites de lo posible. Son la violencia que instaura los parametros de lo permitido, la fantasía ideológica que se materializa en palabras de Zizek. O por citar a Walter Benjamin, es la violencia creadora del derecho chileno contemporáneo y, como violencia fundadora del Derecho, crean poder y la distribución de este. Dentro de esos margenes todas las políticas han de ser medidas por los ideales neoliberales y la Constitución de 1980 se vuelve una herramienta de ratificación de esa “objetividad” instaurada.
Un segundo proceso se desarrolla en el periodo de 1990 en adelante. La ratificación de la construcción ideológica objetivada vía (re)producción de la realidad como un espacio pre-discursivo y sustancial existente desde siempre. Una creencia externa fortalecida vía la apelación a la necesidad y al egoísmo interno, el cual nos dice que es imposible una realidad diferente.
La Constitución de 1980 se funda en los parámetros dados por un orden simbólico previamente instaurado y está construida en y desde la noción de realidad determinada por quienes la elaboraron. Por lo tanto, se entiende la libertad desde una perspectiva particular. Lo mismo con conceptos como nación o justicia.
La realidad ideológica tomada por realidad sustancial -lo que hace al discurso neoliberal y anticomunista de la dictadura el estado de situación del Chile actual- hará cualquier reforma legal bajo los parámetros ideológicos dominantes, haciendo de los cambios una nueva reproducción del sistema.
La ley pública -la Constitución y normas que configuran el orden jurídico- pasan a ser un aparato de dominación y reproducción de la ideología que constituye la realidad social. Esto queda en evidencia en el libro de Bárbara Sepúlveda Hales, “Género y Derecho Público”, cuando menciona que así como el Derecho está “regulando el pequeño espacio de relaciones domésticas a fin de combatir la violencia de género (…) al mismo tiempo, a nivel social, se siguen reproduciendo lógicas que constituyen violencia de género o facilitan que esta siga ocurriendo”.
No podemos pensar al Derecho Positivo como un error respecto de la realidad concreta. Debemos entender a este como un aparato ideológico de preservación de esa realidad concreta a la que se quiere combatir. La ley pública pretende, por lo tanto, parecer objetiva. Declara la igualdad de hombres y mujeres -una igualdad formal- que garantiza que se está “haciendo algo”, mientras todo sigue igual. Aquí cobran especial importancia las palabras de Daniel Jadue, cuando dice que “no debemos olvidar que el Estado neoliberal es un ente de dominación de clases, y que por ende pretende ser impermeable a las necesidades de la gente”.
Esto se materializa, por ejemplo, en como las colusiones empresariales quedan impunes, en como el uso abusivo de la fuerza de las instituciones policiales o militares queda impune. Sus acciones responden a los elementos suprajurídicos de la ley simbólica, la ley pública no contempla la misma dureza en la sanción como si fuera un delito de un ciudadano promedio en contra de la propiedad privada – tan importante para el orden social actual.
Con esto se puede entender también la violencia ejercida contra la protesta social. Como el ex-ministro Blumel, por ejemplo, diferenciaba entre “[…] los vecinos de Pudahuel, que están tranquilamente en sus casas” y “los vándalos, que no respetan a nada ni nadie, que causan graves perturbaciones al orden público”. Una condición necesaria del sujeto-individuo, generado por la realidad ideológica, es su aceptación del orden establecido. El manifestante que no está sujeto a esto, no tiene representación en el orden simbólico, por lo que no extraña la respuesta del gobierno – este individuo anti-sistema no es sujeto del derecho neoliberal que rige al país, por ende no ha de contemplarse como “vecino de Pudahuel”.
El 18-O como acontecimiento: Hasta que la dignidad se haga costumbre
Una de las cosas más llamativas del 18 de Octubre de 2019 en Chile fue, sin lugar a dudas, el quiebre con las coordenadas en las que se daba la política en el país. La gente pasó de pedir una rebaja en el pasaje a querer cambiarlo todo. Sin duda, esto podría llamarse un “acontecimiento político” en la concepción más Badioudiana del término. La ciudadanía salía a las calles y la política se empezó a presentar en los días posteriores en las esquinas, en los cabildos auto-convocados y en las universidades, pese al toque de queda. Muchos docentes haciendo charlas, gente del extranjero que acudió a ver qué estaba sucediendo.
Retomando el aparato conceptual de Zizek, es interesante ver por qué justamente esto es un acontecimiento o acto político. Quizá la primera razón sería porque cumple con las dos consignas que presenta el filósofo esloveno:
Primero, es una ruptura material de lo imposible tomándolo como posible. Es decir, la unidad del pueblo que parecía imposible se hizo posible: Barras de equipos de fútbol rivales, gente de diferentes segmentos de la sociedad convergieron por una misma causa, dejando de lado los límites del individualismo. Banderas de Allende, del pueblo Mapuche, de Gladys Marín -histórica dirigente comunista- y muchos otros símbolos que parecían desterrados de los lugares con grandes muchedumbres y relegados a lo utópico, aparecían cargados por gente -no necesariamente militante- que los hacía sus símbolos al ritmo de Quilapayún o Víctor Jara.
Segundo, se dan las herramientas para atravesar la fantasía ideológica: Ver justamente que la “democracia” como poder del pueblo, en Chile no existe, lo que da paso a querer una democracia real. Se ogra ver que la Constitución garantiza la desigualdad, que el pueblo unido si puede -pese a todo- lograr grandes cosas y que es capaz de hacer política pese al apoliticismo que fundó la dictadura y el desplazamiento de la política al Congreso. La gente logró tomar la política en sus manos. Se logra ver que la ley sólo funciona si se le valida como tal, si se le obedece, y que es posible desobedecer la ley injusta, luchar por una justicia que de dignidad al pueblo.
Un nuevo espacio subjetivo: ¡Democracia Real Ahora!
Es justamente esta última parte, el atravesar la fantasía, lo que se termina de disputar el próximo 25 de Octubre con el plebiscito. En caso de aprobarse el cambio constitucional, se daría paso a la construcción de un nuevo espacio subjetivo. Un espacio que debería contemplar la tensión inherente entre esta individualidad real que ha existido siempre y a la que la dictadura y el neoliberalismo le sacaron reditos y la colectividad también real que la interrumpió el 18-O.
Una nueva Constitución que permita dar lugar a lo que la actual Constitución no permite. Un reordenamiento de la realidad que está aún en medio de una tensión: entre lo nuevo que no termina de nacer y lo viejo que no termina de morir. Pero existe la posibilidad de que aún tengamos fuertes resabios ideológicos, asumidos como naturales. Entonces es necesario que el Acontecimiento de Octubre de 2019 sea ratificado a posteriori y disputar que sea vía una Convención Constitucional y no como se quiere por parte del establishment político -composición mixta, con parlamentarios en funciones-.
Lo más importante es que sostengamos fielmente nuestra capacidad de decidir como pueblo, que no deleguemos en la institucionalidad la política sino que como en Octubre de 2019 – tengamos siempre presente que la institucionalidad se sostiene en nuestras acciones: el plebiscito, la constitución; son parte del encuentro necesario entre las diversas posturas políticas que conforman el país, pero no son un punto final a la política verdadera, son sólo un espacio más – necesario – pero no son un cierre. Y la nueva constitución que deberíamos ser capaces de construir debe contemplar este factor y acabar con la delegación de la política un espacio cerrado – característica propia de la política neoliberal.
Este mes de octubre Chile tiene la posibilidad de hacer historia y cambiar el orden simbólico objetivado y vigente desde hace 47 años. De tener éxito, tal vez y como dijo Allende “más temprano que tarde caminemos libres por las grandes alamedas”, esta vez sin policías que nos repriman.