Por Erika Sylva Charvet
En el forcejeo de clase por imponer la versión oficial de la historia, la memoria puede ser manipulada y muchas veces los héroes y heroínas populares olvidados, y, por el contrario, sus villanos ensalzados por plumas de alquiler, o enterrados intencionalmente, porque su recuerdo lesiona la legitimidad del poder. No obstante, el sujeto histórico popular lucha por combatir el olvido y preservar la memoria de los acontecimientos que lo marcaron. De ahí que, buscar escenarios ocasionales para “lucirse” en el último acto de la tragedia del gobierno que representa, como parecía que buscaba la ministra al exigir a los/as legisladores interpelantes que “salgan de su comodidad” virtual y “me enfrenten” de manera presencial, en el juicio político sobre su responsabilidad en la represión en octubre de 2019 (Peralta, 13-10-2010), aparentemente le hace olvidar el lugar que ella ya ocupa y ocupará en la memoria histórica asociada a los crímenes del poder político contra el pueblo ecuatoriano. Aquí nos ocuparemos de algunos de ellos.
I
La traición a la Revolución Liberal Radical impulsada por Eloy Alfaro (1895-1912), se selló con el crimen más atroz de la historia ecuatoriana: el asesinato, degüello, descuartizamiento, arrastre, profanación e incineración de los cuerpos de los revolucionarios alfaristas en Quito y Guayaquil entre el 25 y el 28 de enero de 1912 (s/a, 1912; Núñez, 2015), a lo que seguiría la guerra declarada contra los revolucionarios conchistas que resistieron heroicamente en las playas y montañas de Esmeradas y Manabí entre 1913-1916 (Quintero y Sylva, 1995:I, 360-362). La horrenda traición del placismo inauguró el pacto oligárquico que regiría la política ecuatoriana a lo largo del siglo XX hasta el presente con algunos interregnos reformistas. El crimen debe entenderse también en el contexto de la política estadounidense hacia América Latina y el Caribe que fue eliminando “del panorama político de Nuestra América” a los suscriptores del Pacto Tripartito(Alfaro de Ecuador, Castro de Venezuela y Santos Zelaya de Nicaragua) por la acción de las oligarquías o de la coalición de estas con el imperialismo (Núñez, 2015:43).
Entre los acusados del horrendo crimen de 1912 por José Peralta, además de su mentalizador, Leonidas Plaza Gutiérrez, están el encargado del poder, Carlos Freile Zaldumbide, Octavio Díaz León, Ministro de lo Interior y Juan Francisco Navarro, Ministro de Defensa (s/a, 1912; Núñez, 2015). También, Federico González Suárez, Arzobispo de Quito, y la “prensa mercenaria”, así llamada en las hojas volantes de la época. Peralta señala a diario El Comercio “de los Mantilla, y al servicio del partido clerical”; La Prensa, “de Gonzalo Córdova, los hermanos Viteri Lafronte, Enrique Escudero y otros placistas de nota”; El Grito del Pueblo Ecuatoriano, El Guante, y otras que “pusieron … cátedra de barbarie; y exigieron el exterminio de Alfaro y sus partidarios” (Arias, 2008).
El Ministro de lo Interior, Octavio Díaz León fue un traidor incrustado en las filas alfaristas. Opositor militante a Alfaro, irónicamente sería su Ministro de Gobierno (1909), heredando ese cargo con Estrada (1911) y Freile Zaldumbide (1912), en cuyo gobierno se perpetró el crimen. José Peralta impugnó las pretensiones de los asesinos de identificar a los pueblos de Quito y Guayaquil como los victimarios de Alfaro, acusando como autor al placismo, una “facción amoral” que se alzó con el poder “contra la voluntad de las mayorías”, e incriminando a Díaz, “abierto partidario de la fusión liberal-conservadora” (Old Kaos, 2020), como “uno de los mayores instigadores” de la masacre (Alarcón Costta, 2010:375), acusación que lo perseguiría por siempre. En 1918 José Vicente Trujillo lo acusó en la Cámara de Diputados y en 1919 la acusación fiscal del insigne Pío Jaramillo Alvarado lo emplazó como responsable de la masacre (Alarcón Costta, 2010:375).
II
El segundo mayor crimen de un gobierno contra el pueblo desde la Hoguera Bárbara, se produjo en el marco de la crisis integral del régimen plutocrático (1912-1925), fruto del manejo económico excluyente de la oligarquía guayaquileña liderada por el placismo. Fue la respuesta del gobierno de José Luis Tamayo (1920-1924) al movimiento huelguístico de 1922 con sus demandas de derechos básicos, fuera del horizonte político de aquel entonces: pago puntual de salarios y su incremento, jornada de ocho horas, estabilidad laboral, etc., y que inició a mediados de octubre con la huelga de los ferroviarios en Durán. El 7 de noviembre los obreros eléctricos y de los carros urbanos se lanzaron al paro recibiendo el apoyo de varias organizaciones de trabajadores. La medida se generalizó el 13 de noviembre. Para el 14, miles de huelguistas entregaron al gobernador un pliego de peticiones y el 15 de noviembre, más de treinta mil manifestantes, según el historiador Elías Muñoz Vicuña, se movilizaron a la gobernación de Guayaquil, siendo masacrados por la policía y el ejército “ayudados por la burguesía que disparaba desde los balcones, con tal alevosía, que asesinaron sin ninguna compasión a niños y mujeres indefensos” (Albornoz Peralta, 2020). Más de un millar de personas fueron cruelmente ultimadas y sus cadáveres lanzados a la ría.
La memoria histórica popular ha acusado como responsables de la primera masacre obrera del Ecuador al Presidente José Luis Tamayo, hombre de confianza de la oligarquía guayaquileña, quien ordenó devolver la “tranquilidad de Guayaquil, cueste lo que cueste…” (Capelo, 1973, en Albornoz, 2020); el General Enrique Barriga, Comandante de la Zona de Guayaquil, ejecutor de la orden; el General Delfín Triviño Bravo, Ministro de lo Interior; las fuerzas militares y policiales; y la burguesía local que apoyó materialmente la brutal represión.
El Ministro de lo Interior del gobierno de Tamayo, Gral. Delfín Triviño, un oscuro personaje, fue otro desleal incrustado en el ejército revolucionario radical. Tan temprano como 1895 intentó insurreccionarse y fue acusado de traición. Fue sentenciado a la pena de muerte que Alfaro la conmutó por el destierro. Freile Zaldumbide (1912) lo incorporó como Jefe de la Zona de Guayaquil en cuya gestión se ejecutó el asesinato del revolucionario Pedro J. Montero. Su rol en la masacre del 15 de noviembre de 1922 ha sido históricamente opacado por el protagonismo de Tamayo y Barriga. Sin embargo, su complicidad se evidencia en el Informe del Ministro del Interior presentado al Congreso de 1923, en el que “se diría con descaro que se había ¡salvado a la patria!” (Albornoz Peralta, 2020). Intelectuales guayaquileños de la oligarquía, promotores del separatismo como Efrén Avilés Pino, han calificado los acontecimientos del 15 de noviembre de 1922, como “fantasías” desorientadoras de la historia (Avilés Pino, s/f).
III
Sobre la responsabilidad del gobierno de Carlos Alberto Arroyo del Rio (1940-1944) en los crímenes contra el pueblo se ha extendido un olvido histórico intencional. Su régimen significó la continuidad de la República Oligárquica y la representación de los intereses de la gran burguesía comercial bancaria a la que se encontraba vinculado (Quintero y Sylva, 1995:I, 459). Cómplice en la matanza del 15 de noviembre de 1922, cuando era Presidente del Concejo de Guayaquil y asesor íntimo de Tamayo, Arroyo del Río fue un mandatario odiado por el pueblo porque simbolizaba el fraude electoral, el elitismo de la oligarquía y su distanciamiento de las masas populares (F. Pólit Ortiz, 1984:43, 83 en Quintero y Sylva, 1995: I, 457), pero, sobre todo, por su responsabilidad en la mutilación territorial del país luego de la derrota militar frente al ejército peruano en 1941 y la firma del Protocolo de Río de Janeiro en 1942 que expresó la bancarrota del Estado oligárquico en el control y preservación del territorio nacional.
Una fuerte represión acompañó a su gobierno. Creó el Cuerpo de Carabineros, un aparato político-militar que operaba como una “guardia pretoriana” “de confianza exclusiva del mandatario, dirigida indiscriminadamente contra todo tipo de oposición” (Quintero y Sylva, 1995:I, 459). El 22 de septiembre de 1941, luego de la debacle militar, se declaró dictador civil intensificando los mecanismos de coerción hacia partidos políticos y sectores sociales. Así reseñaba un documento de la época la política represiva de dicho régimen: “En uso de esas ‘facultades omnímodas’ que hacen del señor Arroyo el Bisonte ecuatoriano, estudiantes y obreros, escritores y periodistas, profesionales, jefes militares, líderes anti-totalitarios, fueron encarcelados sin fórmula de juicio, confinados y desterrados; órganos democráticos fueron clausurados, sus talleres confiscados. Una reunión popular de adherentes a la causa democrática y a los gobiernos y pueblos de EE.UU., Gran Bretaña y Rusia fue disuelta violentamente y sus organizadores encarcelados” (Medina Castro, 1983:13 en Quintero y Sylva, 1995: I, 457-458).
Empero la brutal represión no pudo contener la necesidad de organización y movilización popular ante la sensación de sucumbir como país. La urgencia de “salvar al Ecuador” se extendía en la conciencia de los sectores más avanzados. Así lo expresaba un manifiesto de Alianza Democrática Ecuatoriana (ADE) del Guayas: “Sistemáticamente, vampiros que viven el trabajo… han conducido la Patria a una situación tal que, si no es salvada, hará inmediata la desaparición definitiva el Ecuador…Si no salvamos este punto muerto en nuestro desarrollo histórico, desapareceremos… Y debemos salvarnos…..la única forma en que se puede garantizar la participación del pueblo en la elaboración de los destinos de la nacionalidad es practicando la más amplia libertad electoral” (ADE, Guayas, 1993, 126, en Quintero y Sylva, 1995:I, 460).
Pero, cuando se sospechó que el gobierno ilegítimo urdía un nuevo fraude cerrando los caminos electorales, y, más gravemente aún, que estaba comprometido en una nueva claudicación territorial, el país ardió y se radicalizaron todas las fuerzas de oposición. El 28 de mayo de 1944 se sublevó la guarnición militar de Guayaquil. Desde ese momento se desató un combate “entre conscriptos, militares, trabajadores, estudiantes y demás sectores -armados por el ejército- contra el cuerpo de carabineros que resistió duramente el ataque popular (Jirón, 1984:23). De los 1000 efectivos del cuerpo de carabineros apenas 90 quedaron con vida … En un solo día de combate murieron y fueron heridas cientos de personas. La furia popular contra la guardia pretoriana de Arroyo del Río llevó a incendiar el cuartel de carabineros y ajusticiar a sus más sanguinarios verdugos. El 29 de mayo por la noche, Guayaquil… estaba en manos de los rebeldes y el resto de provincias se plegaban al movimiento insurreccional” (Quintero y Sylva, 1995:I, 468). El odiado gobierno de Arroyo del Río había caído.
IV
Otro crimen de la República Oligárquica contra el pueblo, grabado en la memoria histórica popular, se produjo durante el gobierno del socialcristiano Camilo Ponce Enríquez: la masacre perpetrada el 2 y 3 de junio de 1959 en Guayaquil al movimiento en demanda de los derechos estudiantiles y de solidaridad con la “rebelión de los conscriptos y de los jóvenes portovejenses el 28 de mayo de 1959 debido a la violencia represiva de oficiales del ejército acantonados en Portoviejo (León, 2018:9-10). Los manifestantes guayaquileños exigían la renuncia de los ministros de Educación y de Gobierno de Ponce Enríquez, siendo reprimidos violentamente. Varios resultaron muertos y sus cadáveres fueron escondidos por la fuerza pública, incrementando la ira popular y generando la solidaridad de nuevos grupos. El 3 de junio, en el marco del multitudinario sepelio de los asesinados, provocadores presuntamente infiltrados “por la inteligencia del Estado” (León, 2018:13) promovieron el incendio de las odiadas oficinas de las “pesquisas”, el saqueo y el caos citadino (Galarza, 2020). El gobierno de Ponce respondió con todo su poder de fuego. Según datos oficiales la represión arrojó nada menos que 16 muertos y 89 heridos, aun cuando no hay cifras reales consolidadas. Al respecto, las fuentes históricas son más bien conservadoras. Sin embargo, sería pertinente mantener abierta la interrogante sobre el número real, pues de acuerdo a testigos presenciales la mortandad habría sido entre 500 y 800 personas (El Telégrafo, 3-06-2013). Galarza Zavala –testigo presencial de los hechos- afirma que los muertos y heridos fueron “cargados en camiones militares. Desaparecieron con rumbo desconocido, lo que dio lugar a la versión de que todos fueron arrojados a ‘La Chocolatera’, un rincón del Pacífico vecino de Salinas, famoso por ser hábitat de tiburones” (Galarza Zavala, 2020).
Los responsables de la masacre fueron el gobierno socialcristiano de Ponce Enríquez, su Ministro de Gobierno, Carlos Bustamante Pérez, y el coronel Luis Ricardo Piñeiros, “Jefe de la II Zona Militar, quien la víspera fuera homenajeado en Washington por El Pentágono, y llamado de urgencia a comandar el crimen multitudinario” (Galarza Zavala, 2020). Ponce Enríquez, decretó la Ley Marcial y, a su amparo, ordenó “tirar a matar” (León, 2018:2; Galarza Zavala, 2020). Los tanques del Ejército apoyados por la Marina, abrieron “fuego contra la muchedumbre […disparando…] a quema ropa a todo el que se encontraba en las calles” (Wikipedia). Jaime Galarza, protagonista de los acontecimientos lo confirma: “Era una balacera totalmente indiscriminada, sin término. La balacera comenzó al rato del ataque a la pesquisa [después del sepelio de los estudiantes] en la calle Esmeraldas y 9 de octubre. Ese rato comenzó la balacera cerca a las 7 de la noche. La última balacera que yo conocí se dio a las 5 de la mañana [del día 4 de junio] a media cuadra de nuestra casa, que ahí eran los estancos. Entonces, a un grupo de jóvenes que quiso asaltar los estancos en busca de armas, también los achicharraron a balazos y ahí terminó todo” (León, 2018:13).
El Ministro de Gobierno, Carlos Bustamante Pérez, médico socialcristiano, fue el ejecutor de la Ley Marcial decretada por Ponce junto con el Ministro de Defensa Gustavo Diez Delgado (León, 2018:11), pero no rindió cuentas de ella ante un Congreso controlado por la entente socialcristiana-conservadora-arnista (León, 2018). Ponce asumió el protagonismo de los asesinatos, relegándole al olvido a Bustamante, no por ello menos responsable ante la historia. En su informe a la Nación del 10 de agosto de 1959, caracterizó su intervención como “prudente y enérgica” (León, 2018: 14). Con su prepotencia gamonal, estigmatizaría al movimiento como obra de unos “pocos hampones y prostitutas” que habrían llevado a «… Guayaquil … al borde de la destrucción…” Asumiéndose como “salvador”, diría: “… yo… tuve que hacerles frente, mereciendo el aplauso de lo más representativo de Guayaquil y la justificación del Congreso… yo ordené que la fuerza pública salvara a Guayaquil…”, añadiendo con el consabido supremacismo socialcristiano: “… y lo volvería a hacer en circunstancias análogas» (El Telégrafo, 3-06-2013).
Como en el caso de La Hoguera Bárbara y la masacre obrera, aquí también los medios de comunicación silenciaron el acontecimiento buscando sepultarlo en el olvido. El gobierno forzó a ello ocupando militarmente las radios, lo que contribuiría a la “distorsión de los datos sobre la mortandad” (León, 2018). Pero también los propios medios habrían contribuido a la creación del “mito de un supuesto segundo Bogotazo”, lo que habría facilitado la “aceptación generalizada de la matanza” (León, 2018:25-26). Siguiendo a Hidalgo, León afirma que en torno a los acontecimientos del 2 y 3 de junio de 1959 se habría producido una “negación de la memoria” debido a la “supremacía de unas pautas culturales conservadoras” sustentadas en las ideas de la “desigualdad como fundamento del orden social y del progreso y del desarrollo como prioridades de la nación” (León, 2018:5).
V
Durante los gobiernos de José María Velasco Ibarra, fiel representante de la República Oligárquica se cometieron varias agresiones contra el pueblo. Una de las más emblemáticas se produjo en el marco de una creciente y movilización campesina y estudiantil durante su quinto gobierno (1968-1972). Entre el 27 y 29 de mayo de 1969 se produjeron una serie de manifestaciones estudiantiles en Quito y Guayaquil demandando la eliminación del examen de ingreso a las universidades (Sylva, 2016; La Chispa, s/f)). El 29 de mayo la casona de la Universidad de Guayaquil fue tomada por estudiantes secundarios y universitarios. La fuerza pública rodeó el edificio e intentó desalojar a los y las estudiantes lo que derivó en un enfrentamiento cruento entre estos y paracaidistas y policías (La Chispa, s/f; El Universo, 2019). El resultado fueron 30 muertos y 140 heridos y decenas de detenidos y torturados (IFTH, s/f). Ese año fue eliminado el examen de ingreso a la universidad. En conmemoración del suceso, cada 29 de mayo se conmemora el Día del Estudiante en Ecuador.
Los responsables directos de esa matanza fueron el Presidente José María Velasco Ibarra, político conservador representante de la entente terrateniente burguesa en el poder; su ministro de Gobierno Galo Martínez Merchán; los militares y policías implicados; y las autoridades universitarias que solicitaron la intervención policial Cabe puntualizar que se ha tejido un manto de silencio sobre el rol que jugó Martínez Merchán en la masacre. Dada su vinculación a los medios de comunicación privados que fundó (Expreso, Extra, La Hora), así como a organismos gremiales de los propietarios de medios que promovió (AEDEP), más bien ha sido ensalzado como un político “comprometido con los derechos humanos”, especialmente “las libertades individuales y la libertad de expresión” y un Ministro de Gobierno que “logró establecer un período de paz” aunque “alterado por las frecuentes movilizaciones antivelasquistas, especialmente en organizaciones colegiales y universitarias de Quito”(La Hora, 25-07-2016).
La masacre de 1969 fue el inicio cruento de una cadena de violencias a las universidades que terminaron en su clausura cuando Velasco Ibarra se declaró dictador en 1970, así como en el asesinato de varios líderes estudiantiles (Sylva, 2016).
VI
La memoria histórica popular no ha olvidado los crímenes contra el pueblo cometidos durante las dictaduras militares: la Junta Militar de Gobierno (JMG) (1963-1966) y el Consejo Supremo de Gobierno (CSG) (1976-1979). En el primer caso, el sesgo anticomunista focalizó la represión sobre la izquierda política y sindical: decretó la ilegalidad del Partido Comunista y de otros partidos de izquierda, “encarceló a más de 200 líderes políticos y expulsó del país a otros…persiguió a los dirigentes de la CTE y sus federaciones provinciales (asesinando a varios de ellos) … desató una campaña antiobrera desde las instituciones centrales y …municipales a las que intervino…..exigió el desmantelamiento de todo orden jurídico prescrito…y … decretó corrientemente la represión ‘legal’ contra las organizaciones populares” (Quintero y Sylva, 1995:II, 241). Inclusive antes del golpe militar, “el aparato represivo había creado ciertas zonas del país donde ya no regían las leyes de la República…” En el campo manabita, lojano y ciertas haciendas costeñas, “el batallón ‘Febres Cordero’ asesinó a cerca de 1500 campesinos y trabajadores” (Quintero y Sylva, 1995: II, 242).
En el segundo caso, se trata de la respuesta que dio la dictadura militar (1976-1979) a la huelga de los trabajadores del ingenio Aztra en La Troncal, provincia del Cañar, en un contexto político dominado por decretos anti-obreros, ilegalización de organizaciones gremiales, persecución, encarcelamiento e incluso asesinato de líderes campesinos. La huelga obrera se lanzó el 18 de octubre de 1977 demandando el cumplimiento del contrato colectivo. Ese mismo día, el gobierno la declaró ilegal, ordenando a decenas de policías fuertemente armados, el desalojo de unas 2000 personas. Los huelguistas y sus familias resistieron. “Con alevosía y premeditación [los policías] dispararon y golpearon a los hombres y niños obligándoles a lanzarse al profundo canal de riego, donde muchos, ya heridos, perecieron ahogados. Fruto de esta acción murieron más de cien personas. (Tamayo, 1986). Según este autor, los cadáveres habrían desaparecido y presuntamente “arrojados a los calderos del Ingenio, mientras a otros se los dejó sepultados en el fondo del canal” (1986). A la masacre siguió la militarización de La Troncal, el allanamiento de domicilios de los dirigentes, su persecución y prisión, así como la infiltración de la organización laboral, y la conformación de una directiva títere que “llegó incluso a condecorar a los responsables del asesinato” (Tamayo, 1986).
En ambas dictaduras la responsabilidad histórica de estos crímenes la tienen, en primer lugar, el imperio del Norte. Debe recordarse que la de 1963-1966 “fue incubada por la nueva estrategia diseñada por los Estados Unidos para América Latina bajo la fórmula de ‘Alianza para el Progreso’” ante el temor de la propagación de una influencia regional de la Revolución Cubana (Quintero y Sylva, 1995: II, 242); y la segunda (1976-1979) en el marco de la Doctrina de la Seguridad Nacional, geopolítica regional del Departamento de Estado de los EEUU, institucionalizada en las FFAA en los años 70 (Quintero y Sylva, 1995: II, 230). Comparten esta responsabilidad las élites oligárquicas presentes en los gabinetes de ambas dictaduras, caso del “placismo y el poncismo” durante la Junta Militar (Abad. 1970 en Quintero y Sylva, 1995: II, 240). En tercer lugar, es responsable su instrumento, esto es, el ala derechista e incluso fascista de las Fuerzas Armadas representada por los dictadores Castro Jijón, Gándara Enríquez, Cabrera Sevilla, Freile Posso de la Junta Militar de Gobierno (1963-1966) y Poveda, Durán Arcentales y Leofro Franco del Consejo Supremo de Gobierno (CSG) (1976-1979).
Las acciones de los Ministros de Gobierno de la Junta Militar, Crnel. Luis Agustín Mora Bowen, Rodrigo Vela Barona, Rafael García Velasco y Carlos Aníbal Jaramillo Andrade, han sido sepultadas en el olvido histórico, siendo absolutamente invisibilizada su responsabilidad en los crímenes. No así la del Ministro de Gobierno del CSG, Bolívar Jarrín Cahueñas, en la masacre de Aztra. Por Eduardo Tamayo conocemos que una vez declarada la huelga como ilegal, Arturo Gross, Subsecretario de Trabajo, pidió a Jarrín Cahueñas que “’disponga lo que el departamento de su digno cargo estime legal’. Jarrín Cahueñas inmediatamente envío una comunicación al Comandante General de Policía, Alberto Villamarín Ortiz, en la que textualmente manifestaba: ‘agradeceré a usted, se digne disponer, se proceda al desalojo inmediato de los trabajadores de dicho ingenio que se encuentran apoderados de la fábrica impidiendo su normal desenvolvimiento’…..A las ocho de la noche, el Mayor Díaz comunicó a sus superiores que la ‘orden había sido cumplida a cabalidad’… El crimen había sido consumado. La Ley de Seguridad Nacional aplicada” (Tamayo, 1986). La dictadura trató de encubrir su crimen acusando de la huelga a un “plan terrorista internacional”. Sin embargo, nadie le creyó. Más bien la masacre ocasionó un repudio popular nacional e internacional: huelgas solidarias, suspensión de festejos cívicos, manifestaciones estudiantiles y de trabajadores que contribuyeron a su permanencia en la memoria histórica popular. El poder político, sin embargo, mantuvo en la impunidad a sus responsables.
VII
Los crímenes cometidos durante el segundo gobierno socialcristiano del siglo XX: el de León Febres Cordero Ribadeneyra (1984-1988) constituyen la sombra de ese partido político hasta la actualidad. Orientado a la consolidación de un modelo oligárquico-neoliberal, al estilo de las dictaduras se apoyó en una fuerte represión interna al campo popular subordinada a los lineamientos imperiales.
El informe de la Comisión de la Verdad (1984-2008) publicado en 2010, durante el gobierno de Rafael Correa Delgado, develó las violaciones a los derechos humanos cometidas durante ese gobierno. Basado en testimonios de 61 protagonistas y miles de fuentes primarias, éste evidencia la creación de estructuras de seguridad clandestinas operando en secreto, con una metodología apoyada en brutales torturas intencionalmente encubiertas, que delataban la conciencia de cometimiento del delito, cuya impunidad se aseguraba con la complicidad de jueces corruptos. El documento confirma que estas estructuras estuvieron implicadas en detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales, ablandamiento (golpizas), tratos o penas crueles, inhumanas, degradantes y las más brutales torturas físicas y sicológicas (Comisión de la Verdad, 2010:275 passim).
Entre 1984-2008 se registraron 434 víctimas de las fuerzas represivas, de las cuales el 66% correspondíeron al gobierno de Febres Cordero (1984-1988) (Ibid., 255). Los/as afectados fueron dirigentes sindicales, sociales, campesinos; dirigentes políticos; militares (Comandos de Taura); periodistas; misioneros y religiosos; estudiantes y dirigentes estudiantiles; mujeres; activistas políticos, trabajadoras sexuales, mineros, amas de casa y civiles en general (Ibid.). Solo el 18.6% del total fueron miembros del grupo guerrillero Alfaro Vive Carajo (AVC) (Ibid., 269). Víctimas emblemáticas del régimen febrercorderista fueron los hermanos Restrepo, “torturados, ejecutados y luego desaparecidos”, caso reconocido como un “crimen de Estado en el que fueron determinados y condenados algunos policías…” (Ibid., 268).
Los responsables de estos crímenes contra el pueblo son, en primer lugar, el gobierno estadounidense, bajo cuya tutela se emitió la Ley de Seguridad Nacional (LSN), enmarcada en la geopolítica imperial para la región, que fue expedida por la dictadura militar –con oficiales simpatizantes de Pinochet- un día antes de que Jaime Roldós asumiese la Presidencia el 10-08-1979, instalando una contradicción en el corazón de la naciente democracia. En segundo lugar, el gobierno socialcristiano de León Febres Cordero (1984-1988), fiel representante de la oligarquía criolla, que respaldó en ella su política de terror, emblematizada en la frase de un cercano colaborador: “A los subversivos hay que matarlos como al pavo: la víspera”. Durante este gobierno, la “caza de subversivos”, fue una política planificada y coordinada que constituyó a la población en general en blanco de sospecha de subversión. El Ministro de Gobierno, Luis Robles Plaza, ex cefepista y ex colaborador del quinto velasquismo, que acompañó a Febres Cordero como Ministro de Gobierno casi todo su ejercicio y fue el ejecutor de dicha política, habiendo sido sindicado como uno de los mayores responsables de las violaciones, cuyo mayor peso histórico, sin embargo, recae sobre Febres Cordero. El informe de la Comisión de la Verdad identifica a 459 personas como autores de todos estos delitos (autoridades gobierno; activos y pasivos de la policía nacional; activos y pasivos de las tres ramas de las FFAA; funcionarios judiciales, autoridades o agentes de estados extranjeros) (Ibid., 337, 402). La responsabilidad se generalizaría más allá del período gubernamental, invadiendo a la institucionalidad estatal cuya complicidad con estos crímenes se evidenciaría en el hecho, advertido por el informe, de que quienes estuvieron al frente de instancias que violaron derechos humanos ocuparon altos cargos en distintos gobiernos “democráticos” hasta la década 2000 y que pese a las “reorientación en la política”, y “…bajo otros nombres y con una operatividad menos clandestina” la metodología de obtención de información vía violación a los derechos humanos continuó siendo el modus operandi de nuevas estructuras militares y policiales (Ibid., 237).
La creación de la Comisión de la Verdad en 2007 generó un malestar en los partidos de derecha y en las cúpulas represivas. Las autoridades militares y policiales se negaron a cooperar con ella, identificándose un “pacto de silencio” orientado a ocultar las tremendas infracciones. Y cuando éste se hizo público, negaron lo testimoniado por las víctimas. Ha sido señalado que una de las motivaciones para el intento de golpe de Estado contra el gobierno de Correa en 2010 habría sido, justamente, el develamiento de estos crímenes con la creación de la Comisión de la Verdad. El negacionismo continuó expresándose en 2016, en la “posición institucional” asumida por la jerarquía militar cuando el Estado se abocó a la tarea inédita de juzgar por crímenes de lesa humanidad a ocho militares y un policía. Aludiendo al “honor” y “prestigio” militares “mancillados”, caracterizaban a esta política, orientada a garantizar derechos, como “abuso de poder”, porque acorde con la dualidad que se instaló con la Ley de Seguridad Nacional, las FFAA se asumen como un poder autónomo del Estado democrático, y, por lo mismo, intocable (Sylva, septiembre 2016). Pese a esta búsqueda intencional de la desmemoria, el informe de la Comisión de la Verdad ha contribuido a combatir el olvido histórico encarnado en los “pactos de silencio”, el negacionismo, el encubrimiento y la impunidad sobre las violaciones cometidas durante el segundo gobierno socialcristiano.
VIII
Los crímenes cometidos por el gobierno de Lenin Moreno Garcés en octubre de 2019 sintetizan las prácticas más repudiables de las clases dominantes ecuatorianas revisitadas en esta reseña. Primeramente, emergió de una traición comparable a la de Plaza en 1912. Luego de diez años del gobierno progresista de Rafael Correa Delgado (2007-2017) en el que participó en su cúpula y por el que llegó al poder, Moreno se dedicó a desmantelar la institucionalidad estatal progresista y a reconstituir el nefasto pacto oligárquico neoliberal en alianza con viejas fuerzas políticas resucitadas, grupos corporativos empresariales y apoyos sindicales e indígenas, embarcándose en un programa de restauración neoliberal promovido por el capital financiero internacional. En ese marco, el 11 de marzo de 2019 el Fondo Monetario Internacional (FMI) volvía al Ecuador luego de doce años de ausencia, de la mano de una Carta de Intención firmada con el gobierno de Moreno que establecía condiciones leoninas para sus préstamos billonarios contraídos en el marco de una crisis económica autoprovocada por la ejecución de políticas económicas de corte neoliberal (Baez, 2020).
El 1 de octubre de 2019 Moreno anunciaba un paquete de medidas económicas exigido por el FMI entre las que figuraban la eliminación de subsidios a los combustibles (Decreto 883) así como reformas tributarias, fiscales y laborales, que beneficiaban a la gran burguesía comercial bancaria y las transnacionales y afectaban a las clases trabajadoras (Oliva, 2019). La respuesta popular fue un estallido social imprevisto resultado de una acumulación de malestares económicos provocados por las sucesivas medidas neoliberales adoptadas desde 2017 y profundizadas en agosto de 2018 con la Ley de Fomento Productivo (Ramos, 2019) que perdonó billonarias deudas a grandes empresarios y transnacionales, evasores y practicantes de fraudes tributarios, mientras reducía la inversión y el gasto público afectando grandemente la educación y la salud, despedía trabajadores públicos, aumentaba los precios de los combustibles y los servicios, impactando negativamente en la economía de los hogares de las clases trabajadoras. Oliva señala que el estallido social fue generado por un sentimiento de falta de “corresponsabilidad […] y justicia en las políticas adoptadas” y una percepción de que “no hay una justa redistribución del esfuerzo y la carga es desproporcionadamente más pesada para la clase social que vive de su trabajo” (Oliva, 2019). Es decir, la respuesta popular exhibía los elementos de una legítima protesta social al ser catalizadora de los efectos sociales generados por el propio gobierno a través de la aplicación de un modelo económico que acentuaba las injusticias y desigualdades sociales (ADH, 2020:20).
El levantamiento popular arrancó con el paro de transportistas y posteriormente fue liderado por la CONAIE que movilizó miles de indígenas a Quito exigiendo el retiro del decreto 883 y convocando la participación de miles de pobladores urbanos medios y populares. Paulatinamente, fue extendiéndose a otras localidades y generalizándose entre el 1 y el 12 de octubre a nivel nacional. Para ese entonces, desde varios sectores populares, indígenas y políticos movilizados se demandaba la salida del gobierno (Le Quang, Chávez y Vizuete, 2020).
La respuesta gubernamental fue la violencia institucional: física, sicológica y simbólica. Como lo hicieran en su momento Ponce y Febres Cordero, intentó estigmatizar a los manifestantes calificándolos de “zánganos”, “agitadores”, “golpistas” (Oliva, 2019; Le Quang, Chávez y Vizuete, 2020). Tratando de dividir al campo popular, el gobierno afirmaba que los grupos irregulares colombianos (ELN, FARC), así como el Presidente de Venezuela, Nicolás Maduro y el ex Presidente ecuatoriano, Rafael Correa estaban “detrás de la violencia y los actos vandálicos”. “Los sátrapas – decía- están enviando mensajes, dando directrices que pueden ver en los tweets y mecanismos en redes”. A los indígenas movilizados, en cambio, les llamaba “al diálogo” indicándoles que su gobierno está “dispuesto a ceder en muchos espacios para el desarrollo del campo en maquinaria, fungicidas, centros de acopio”. “Todo lo que necesiten ahí estaremos para proporcionarles», añadía (NTN24, 11 de octubre, 2019).
La falsía de este llamado se plasmaba en los procedimientos utilizados para “pacificar” el país. El informe actualizado de la Alianza por los Derechos Humanos (ADH) (2020), identifica las siguientes infracciones contra los derechos de la población cometidos entre el 1 y el 13 de octubre de 2019: “uso indebido del derecho penal como mecanismo presunto para la criminalización y disuasión de la protesta y movilización social” y “en contra de manifestantes y líderes sociales y de oposición…” (indígenas, participantes de la toma de una estación petrolera y dirigentes de oposición del Movimiento Revolución Ciudadana –Paola Pabón, Prefecta de Pichincha, Virgilio Hernández y Christian González) (ADH, 2020: 29, 43, 46, 50); violaciones a las libertades (prensa, expresión, comunicación), a la integridad personal (patadas, golpes, insultos), a la vida (detenciones arbitrarias, criminalización, disparos a quemarropa de perdigones y bombas lacrimógenas) (ADH, 2020).
La aplicación de la violencia institucionalizada arrojó, según el informe de la ADH, 1330 personas detenidas, registrándose, de acuerdo a la CIDH y a la Alta Comisionada de las NNUU para los Derechos Humanos, procedimientos indebidos y arbitrarios en su privación de libertad (ADH, 2020:28); 1507 heridos, decenas de ellos “de gravedad”, con “mutilaciones” (ojos) o fracturas y lesiones permanentes “provocadas por el impacto de proyectiles o por perdigones alojados en diversas partes del cuerpo” (ADH, 2020: 6-7, 62-65, 86). Y nueve personas fallecidas, en cuyas muertes estarían involucrados elementos policiales. El informe mencionado presume, inclusive, que podrían constituir “ejecuciones extra judiciales” (ADH, 2020:53,54,58,60).
El ciclo de protesta se cerró con el diálogo entre el gobierno y las organizaciones indígenas el 13 de octubre de 2019 en el que el gobierno se comprometió a derogar el decreto 883 quedando en pie, sin embargo, la política económica cuestionada por el levantamiento y que sería aplicada despiadadamente luego del estallido social, reforzada por la “nueva directriz” a las Fuerzas Armadas orientada a “combatir la insurgencia”, que se establecería el 21 de octubre de 2019. Dicho lineamiento implicaba una nueva restauración: la de la política de seguridad nacional imperial, superada con la Constitución de 2008 y que caracterizó a las dictaduras de los 70 y al febrescorderato, con su impronta del “enemigo interno” orientada a la legitimación de la “represión policial y el uso indebido de los procesos penales para criminalizar la protesta social”, como bien lo señala el informe actualizado de la ADH (2020: 87). En ese marco debe entenderse el “homenaje” que hiciera el gobierno de Moreno a la Policía Nacional el 24 de octubre de 2010 (Pichincha Universal, 24-10-2019).
Los poderes fácticos son los responsables históricos de esta violencia institucionalizada. Primeramente, se identifica la continuidad de la mano imperial pues el gobierno de Moreno se ha subordinado a la estrategia de seguridad hemisférica de los EEUU orientada a reconstituir su competencia estratégica sobre la región en su disputa geopolítica con China y Rusia y, en ese marco, a debilitar el Estado de Derecho y reforzar la represión sobre las fuerzas populares progresistas y de izquierda. En segundo lugar, los grandes grupos económicos, las transnacionales que blindaron al gobierno en defensa de medidas económicas favorables a sus intereses. Sus representaciones políticas: Alianza País, el Partido Socialcristiano, Madera de Guerrero, CREO, Sociedad Patriótica, los extintos demócrata cristianos y “socialdemócratas” hoy cobijados bajo esas tiendas y otras como Concertación Democrática, Democracia Sí, Fuerza Ecuador, etc. En tercer lugar, los/as ejecutores de esta política: el Presidente Moreno, la Ministra de Gobierno María Paula Romo y el Ministro de Defensa, Oswaldo Jarrín y sus instrumentos, los elementos policiales y militares. En cuarto lugar, los grandes medios de comunicación corporativos que silenciaron la información sobre el estallido social y, por el contrario, intentaron posicionar la idea de que “las protestas son un reclamo a la pérdida de privilegios” de las clases trabajadoras (Oliva, 2019). Al respecto, el informe de la ADH resalta la “relación existente entre discursos promovidos por funcionarios públicos y algunos artículos y editoriales aparecidos en ciertos medios de comunicación”, y el “constante” uso de éstos y de redes sociales “con el objeto de difundir mensajes estigmatizantes y deslegitimadores por parte de autoridades estatales y no estatales en contra de líderes de las organizaciones indígenas o de oposición en las que se les descalifica o asocia con la comisión de delitos” (ADH, 2020:29,50).
No queda duda que la brutal violencia ejercida en octubre de 2019 se produjo en un marco institucional expresamente establecido por el gobierno: el Estado de Excepción decretado el 3 de octubre de 2019, indebidamente motivado según el informe de la ADH (2020:83-85), reforzado por los posteriores toques de queda parcial y luego total en Quito y la militarización de la ciudad. Sobre la base de 400 entrevistas a actores del Estado y la sociedad civil las organizaciones de derechos humanos concluyeron que en la respuesta a los manifestantes de octubre de 2019, se registró una “violenta respuesta del Estado ecuatoriano para reprimirlas” (ADH, 2020:18), un “uso excesivo y arbitrario de la fuerza en contra de quienes no representaban una amenaza inminente para el Estado”, con “efectos desproporcionados en contra de “la integridad de las niñas, niños, adolescentes, adultos mayores y mujeres indígenas que acompañaban las manifestaciones (…), lo que vulneró el “derecho a la vida” de las personas, por lo que, “el Estado habría incumplido con sus obligaciones de respeto y garantía del derecho a la integridad personal, consagradas en la Convención Americana” (ADH, 2020: 20, 26, 27).
A diferencia del pasado en el que los Plaza, Ponce y Febres Cordero se pusieron al frente de las masacres, en octubre de 2019, un pusilánime Moreno huyó de los manifestantes en Quito, refugiándose en Guayaquil. En su lugar, la Ministra Romo, una ciudadana que se presenta a sí misma como “feminista” y “defensora de los derechos humanos”, asumió el protagonismo y la vocería de la represión. Romo recogió la “tradición” de la oligarquía ecuatoriana de lavarse las manos de la sangre ecuatoriana derramada por la represión ordenada bajo su gestión. Primeramente, desconoció que fue la política económica neoliberal del gobierno la catalizadora del estallido social. Por el contrario, ha tratado de justificar la violencia caracterizando el momento como un “escenario de guerra” promovido por “fuerzas violentas”, orientado a la “desestabilización” y, al igual que Moreno, identificando niveles de coordinación “entre varios sectores sociales, autoridades locales, nacionales y fuerzas que están fuera del Ecuador…los indicadores más elementales y tendencias en redes en contra del Gobierno –afirma- se levantaban en Venezuela, algunos ataques tenían IP en Rusia” (Rivadeneira, 17-10-2020). En ese marco, al igual que lo hiciera cínicamente Ponce en 1959, intenta “suavizar” sus directrices violentas, caracterizándolas como “firme pero equilibrada usando la fuerza exactamente en los momentos que se consideraba necesario …, pero sin claudicar nunca de la tarea que le correspondía a la Policía: defender a millones de personas que se encontraban en medio de esta crisis” (Peralta, 15-10-2020).
En segundo lugar, al igual que los represores del febrescorderato, Romo aplica la política del negacionismo para salvarse de su responsabilidad judicial y política. Para ella, la verificación de “represión excesiva” de la policía constituye un inaceptable “juicio de valor”. Por el contrario, afirma: “La Policía en ningún caso utilizó armas letales, sino fuerza disuasiva… contuvo un intento de desestabilización democrática durante 12 días sin haber disparado una bala. Esa es una valoración más justa” (Rivadeneira, 17-10-2020). Este negacionismo también lo identificó la CIDH en otras autoridades del Ministerio de Gobierno en relación a uno de los manifestantes fallecidos: “De acuerdo a declaraciones de su familia, el disparo provino de un sitio donde se encontraban agentes de la Policía Nacional; sin embargo, el gobierno trató de desmentir esto. El 24 de octubre de 2019, la secretaria de Derechos Humanos, Cecilia Chacón, aseguró que la Policía solo utilizo material disuasivo y no letal durante las protestas y que ella visitó personalmente los hospitales para recibir informes diarios” (ADH, 2020: 64). Al año del estallido social, Romo se ha reafirmado en este negacionismo reaccionario: “ninguna muerte podría ser atribuida a la Policía Nacional …’Ningún miembro de la Policía salió a la calle con su arma de reglamento …Ninguna de las pérdidas humanas puede ser atribuida al uso de armas de dotación… En ‘ni un solo caso se disparó el arma de un policía’”. Incluso llega a afirmar desvergonzadamente que “la Defensoría del Pueblo inventó casos de muertos en el paro nacional y citó nombres de personas que nunca existieron” (Pichincha Universal, 6-10-2020).
Al declararse como feminista, Romo debería saber que “a pesar de ser no letales o menos letales, …casi todo uso de la fuerza puede ocasionar lesiones graves o incluso la muerte de una persona” (ADH, 2020:25), como lo han experimentado las mujeres víctimas de femicidio. asesinadas con las manos de sus parejas, o las personas LGBTI, victimadas a patadas por los homofóbicos. “Esto supone –dice la CIDH- que, bajo ciertas circunstancias, la letalidad de un arma depende de su uso y control” (ADH, 2020: 25). Si para Romo los toletes, bombas lacrimógenas, perdigones de metal, armas de fuego, “no son armas letales”, los 9 muertos y 1509 heridos constituyen una evidencia de que éstas si fueron utilizadas como tales por los elementos policiales. Por ello, ni Moreno, ni Jarrín, ni ella, ni los policías y militares “condecorados”, pueden lavarse sus manos manchadas de sangre por esos crímenes, y deberán responder por ellos.
Las mentiras de Romo también se han manifestado en su ocultamiento de los procesos de judicialización posteriores a octubre de 2019. Un año después, el 6 de octubre de 2020, afirmaba que “desde ese día no se volvió a hablar de ningún proceso judicial y, según su criterio, ninguna persona fue sancionada por estos hechos” (Pichincha Universal, 6-10-2020). Sin embargo, un año antes afirmaba que la judicialización del dirigente indígena Leonidas Iza por secuestro fue presentada por el Estado, añadiendo: “ese proceso existe, yo lo firmé” (Rivadeneira, 17-10-2019). Inconsistencias que resaltan aún más considerando las estadísticas de la Fiscalía General del Estado: al año del estallido social se registran 819 procesos abiertos “de los cuales únicamente 44 estarían dirigidos, posiblemente, a investigar la responsabilidad de los agentes de organismos policiales o de FFAA involucrados en los abusos y graves violaciones a derechos humanos cometidos durante el paro nacional… La mayor cantidad de procesos son contra civiles por delitos de daño al bien ajeno (207), paralización de un servicio público (208), ataque o resistencia (113), sabotaje (44), secuestro (35), terrorismo (16), rebelión (2), entre otros” (ADH, 2020: 6-7). Adicionalmente, el informe de la ADH identifica otra falacia: que la condena y prisión a tres ciudadanos involucrados en las protestas de la Amazonía, “contradice las aseveraciones de la Ministra Romo relativas a que ninguna persona se encuentra privada de libertad por hechos relativos o derivados del paro nacional de Octubre de 2019” (ADH, 2020:49).
Más grave aún, es la responsabilidad del gobierno en el ocultamiento de la información a los organismos de derechos humanos, similar a la actitud de los involucrados en las felonías del febrescorderato. De acuerdo al informe actualizado de la ADH, la CIDH “solicitó información y expedientes individualizados sobre los casos [de los nueve fallecidos], sin embargo, el Estado ecuatoriano se negó a proporcionar esta información para el libre acceso y escrutinio. El 22 de noviembre nuevamente la CIDH solicitó información acerca de las investigaciones en curso por las personas fallecidas. No se prestó información clara y transparente y la única respuesta que obtuvo el órgano fue: ‘los fallecidos perdieron la vida en el contexto de las protestas, más no necesariamente como fruto de excesos de acción policial’. Aseveración que, si bien es parte del discurso oficial estatal, no ha sido resultado de investigaciones hechas por las autoridades judiciales competentes” (ADH, 2020: 26-27). Aunque el discurso oficial niegue sus responsabilidades, la clase trabajadora no olvidará estos crímenes registrados en innumerables documentos audiovisuales y en decenas de artículos y libros.
IX
Es inútil buscar escenarios ocasionales para “lucirse” justificando lo injustificable. La memoria de los pueblos construye un panteón imaginado con sus héroes y heroínas, protagonistas de sus hitos históricos, modelos de virtudes nacionales y, muchos de ellos y ellas, hombres y mujeres humildes, víctimas de la violencia del poder de turno. Aunque las complicidades y pactos tras bastidores en esos escenarios ocasionales tejan un manto de olvido e impunidad sobre estos y otros crímenes, la memoria popular siempre los repudiará como emblemas de traición, sangre y opresión, relegando a sus victimarias y victimarios al lugar que les corresponde en la historia de la infamia.
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