Por Ilka Oliva Corado
A nosotros, la generación de la desmemoria, la manada pírrica de niños que crecieron en la post dictadura latinoamericana, no nos dejaron nada más que el bagazo. Nos quitaron los libros de texto, las clases de Formación Musical, las clases de arte, las de Educación Física, de romplón nos quitaron el patio de la escuela, nos dejaron sin escritorios, sin techos y finalmente sin escuelas; en estos países saqueados por turbas de hijos ingratos que se atrevieron a escupir las entrañas de donde salieron. Y un día nos dejaron sin casa.
Entonces con hambre succionamos la hiel de la traición que fue nuestra alimentación desde los primeros años de infancia, sin saber que fuimos alimentados por el pensamiento que otros introdujeron en nuestros cerebros pequeños, carentes, necesitados de travesuras que es lo habitual en infancia. Y fuimos creciendo, ignorantes de la realidad, de la historia, de la memoria y aprendimos con puntualidad el texto que otros nos hicieron dictar en las clases de Idioma Español y en Estudios Sociales.
Le cambiaron el nombre a los ríos, a los pueblos, manosearon la dignidad e impusieron la impunidad en el pizarrón, hicieron de aquel pedazo de yeso la primera arma de lavado de cerebro en la escuela. Para después irnos rematando poco a poco en los básicos, en diversificado y en la universidad con pensum que eliminó la verdadera historia de los pueblos latinoamericanos. Nosotros, enclenques, no dimos por dónde indagar, acostumbrados a que nos dieran el bocado ya masticado en la boca, no tuvimos la capacidad de detenernos a pensar en que éramos parte de una trama, el ganado que va al matadero y odiamos automáticamente a quienes nos dijeron que debíamos odiar. ¡Oh, pobre rebaño desgraciado!
Y entonces con la raíz de los árboles hicieron crecer el racismo y aprendimos a odiar nuestra propia herencia ancestral, quisimos ser de todos lados menos de donde éramos, un golpe de crueldad fue ver nuestras facciones indígenas en el rostro y nos sentimos desgraciados, ¡oh, suerte maldita!, y quisimos que esa tierra arrasada se lo hubiera llevado todo, porque no hay castigo más cruel que querer ser caucásico y saberse mestizo, un pobre prieto latinoamericano.
Odiamos el color rojo, un simple color, nos enseñaron a odiar los colores que son el alma de las artes. Que el genocidio se lo merecían las etnias indígenas porque eran inferiores a la inteligencia humana y que las desapariciones forzadas tuvieron que realizarse para poder limpiar a la Latinoamérica de los haraganes que no querían trabajar y querían quedarse con los bienes de otros. Y así lo memorizamos y lo repetimos, como una plana de caligrafía y como un castigo de hora de recreo.
Nos contaron todo al revés, desvirtuaron los hechos, nos dieron el bagazo y nos alimentaron el alma de desechos. Por eso somos unos pedazos de alcornoque vagando por ahí, dundeando sin saber dónde poner los pies, sin raíz, sin soporte alguno que nos ayude en el camino, por eso somos azadones, incapaces de tender la mano sin esperar nada a cambio.
Incapaces de compartir la comida, una conversación, una caminata, el placer del silencio que precede a la creatividad. La creatividad, nos dijeron que es cosa de haraganes, como las artes, que la nostalgia es de los débiles y que la utopía es de los que nunca quisieron trabajar. Nunca pudimos amar, ni la lluvia, ni la milpa en flor, ni el aroma de la tierra mojada, ni la bruma de la alborada, tampoco el olor del ocote quemándose en el polletón. No pudimos acariciar, al contrario, nos gusta poseer. Nos convirtieron en seres insensibles, ajenos, encerrados en una burbuja de indolencia, incapaces de reaccionar: peleles. Jamás se ha tratado de una ideología.
Y por supuesto, también, nos enseñaron a odiar a Cuba, nomás porque sí. Como hoy están enseñando a las generaciones tiernas a odiar a Venezuela. Y somos tan ruines que en esta generación de la desmemoria nunca hemos podido preguntarnos, ¿y qué pasa si lo que nos enseñaron no fue lo que sucedió en realidad? Pero tenemos miedo, porque el reflejo en el espejo no miente, aunque nos pongamos mil caretas.