Por Juan Manuel Villulla
El libreto con que la nueva derecha liberal capta –exitosamente– voluntades entre las clases trabajadoras lleva implícita una peligrosa recodificación de las relaciones de explotación. Si no damos el debate en esos términos, la discusión está perdida de antemano.
Un derecho social es un derecho a la plata del otro. Esto no es una declaración de principios. Eso es un hecho. No es discutible. Cuando tú alegas que tienes un derecho a que el Estado te dé algo –educación o lo que sea–, y un derecho significa que tú no das nada a cambio, el Estado tiene que dártelo, tiene que pagártelo, pero ¿de dónde saca el Estado el dinero? El Estado lo tiene que sacar –los políticos lo tienen que sacar– del bolsillo de otra persona, a través de impuestos, para poder financiarte a ti. Cuando tú estás diciendo ‘tengo derecho a tener una Universidad gratis’, estás diciendo que tienes derecho a que otro te pague la Universidad. Hasta ahora, en los cientos de debates que llevo, nadie me ha podido refutar ese punto económico». Está en Youtube. Es Axel Kaiser. Intelectual libertario chileno, ante la CNN en español. Este verdadero «Marx de la burguesía» ha descubierto la plusvalía contra los ricos en los derechos sociales. ¿Del bolsillo de qué personas habrán sacado los ricos eso que tienen a cambio de nada?
Al otro lado de la cordillera, el capital también encuentra un alma bondadosa que lo defienda de los que menos tienen: en un panel televisivo, el libertario mediático más influyente de la Argentina, Javier Milei, atacó con los mismos argumentos a una conductora vedette que defendía la educación pública y otros derechos garantizados por el Estado. En el límite del cinismo, Milei le decía: «¿Quién sos vos para meterte con el bolsillo de otro? ¿Crees que tenés derecho sobre otra persona para meterte con su bolsillo? ¿Vos te das cuenta la violencia que es eso? ¡Estás haciendo caridad con el bolsillo ajeno! ¿Por qué crees que podés disponer del fruto de mi trabajo, si yo trabajé y sirvo al prójimo con un bien de mejor calidad y menor precio?».
Un viejo amigo de la escuela secundaria se gana la vida pintando paredes y arreglando techos. Me pregunta qué pienso de un tweet de Boggiano, otro influencer libertario que dice que los países capitalistas son ricos y reciben población, y los socialistas son pobres y la expulsan. Otro gran amigo de la secundaria trabaja repartiendo mercadería en su utilitario. Fue uno de los primeros Uber. En 2001 creía que había que matar a la policía. En 2011 votó a Cristina Kirchner. En 2015, a Macri. En 2019, a Alberto. No sé si marca tendencia o la tendencia lo marca a él. Pero hoy me pregunta qué pienso «sobre eso que dice Milei de que hay que eliminar el Banco Central». Mal indicio. Mientras tanto, en la ciudad de Rosario hubo una movilización de repartidores de apps «contra la sindicalización» y, en Buenos Aires, concentraciones masivas en defensa de «la propiedad privada» y «la libertad» contra la cuarentena. Estas ideas son furor entre jóvenes de entre 15 y 20 años. Y, por primera vez en doce años de docencia universitaria, recibo amenazas desde allí: «Hola zurdo. ¿Así que te gusta adoctrinar alumnos? Ya te vamos a ir a buscar». No parece que el peronismo haya ganado las elecciones hace solo unos meses.
Entramos en la tercera década del siglo XXI. En América Latina, durante la década de 2010 el progresismo popular pasó del auge a la crisis. Sobrevive con fórceps en Venezuela. Resucita agónicamente en Argentina. Llegó tarde pero oportunamente en México. Es una pregunta sin respuesta en las rebeliones de Chile. ¿Por qué parece como si el ímpetu progresista, aún con todas sus viejas insuficiencias, y a pesar de nuevos episodios de lucha social, pareciera no recuperar el oxígeno? Por el contrario, en países significativos de América del Sur, el liberalismo de derecha se transformó en una corriente de masas potente y activa. Lo mismo sucedió en el hemisferio norte de Occidente: nada menos que en Estados Unidos e Inglaterra alcanzó el gobierno, mientras que en Alemania, Francia, España o Italia se consolida y crece. Y, más allá de haber alcanzado o no su techo electoral, su presencia furiosa tiñe el conjunto del debate político y lo corre a la derecha del espectro.
No es chiste
Existen dos grandes ideas en el campo progresista o de izquierda sobre cómo encarar este fenómeno. Una cree que el liberalismo de derecha es un residuo minoritario de algo que ya fue y que, por lo tanto, no convendría ni darle más importancia de la que tiene ni amplificar su influencia criticando sus enunciados. La otra idea postula que se trata de un nuevo tipo de fascismo en desarrollo, un nuevo «huevo de la serpiente», que por lo tanto es preciso desarmar antes de que sea demasiado tarde. La primera hipótesis implica el riesgo de dejar crecer un monstruo. La segunda, el de contribuir involuntariamente a su crecimiento. Tuve oportunidad de verificar de primera mano cómo estas dos ideas tensaron hasta el desconcierto a las militancias del partido demócrata norteamericano ante el ascenso de Trump en 2016, y a las del Partido de los Trabajadores en Brasil en 2018, ante el ascenso de Bolsonaro. Los resultados están a la vista.
Hoy creo que ya nadie duda que esos referentes expresaron y cohesionaron una fuerza social preexistente, de la que tradujeron expectativas y sentidos. Una corriente de masas mucho más profunda de lo que pudiera inventar o combatir el marketing electoral de unos u otros. Es decir, no es un fenómeno pasajero o de superficie. Lo cual no quiere decir que sea irreversible ni mucho menos. Al contrario. Pero lo cierto es que este mix original de liberalismo y fascismo es la tendencia que más creció en Occidente durante la última década y, por la radicalidad antipopular de sus enunciados y prácticas, reviste el peligro más importante de nuestro tiempo. Hay que tomárselo en serio.
No es necesario que lleguen al gobierno a través de las elecciones para que ejerzan una influencia muy regresiva en el tejido social, y para que aglutinen en torno suyo una masa crítica capaz de vetar el desarrollo de procesos democratizadores, e incluso, eventualmente, que alcancen niveles suficientes de acumulación política e ideológica para legitimar golpes de Estado «en nombre de la democracia y la libertad». La política no consiste sólo en elecciones, y mucho menos en sus resultados. Gracias a eso, diversos movimientos políticos y sociales –de base territorial, sindicales, de género, de derechos humanos, indígenas, ambientalistas, artísticos, etc.– tienen una influencia mucho mayor en el cotidiano de nuestras sociedades que en los espacios de representación dependientes de performances electorales.
Lo nuevo es que ahora es una nueva derecha la que se organiza de modo militante, como «minoría intensa», desbalanceando de modo desconcertante el mapa político con el que amaneció el siglo XXI. Independientemente de los éxitos o fracasos circunstanciales de sus expresiones electorales, la sobrerrepresentación mediática de sus exponentes y la constancia bien financiada de su trabajo en las redes sociales han ido construyendo una base social muy numerosa, cohesionada e influyente, corriendo al centro político del conjunto de la población hacia la derecha, tanto «desde arriba» –por su trabajo sin descanso a través de los medios y plataformas digitales- como «por abajo», a nivel del tejido social, a través de militantes que se mueven por sí mismos ya convencidos de un nuevo credo ordenador.
No asistimos estrictamente al nacimiento de temores e ideas elitistas como estas, ni mucho menos. Y a la vez, el problema es un poco el de siempre: cómo y por qué las constelaciones de ideas que se elaboran y se militan desde estas minorías sociales y económicas pasaron a tener tanto sentido para franjas mucho más amplias de la población; cuáles son los núcleos de buen sentido que habilitan esa masificación, y a partir de cuándo encontraron condiciones para pasar de la defensa al ataque. Dentro de este gran problema que contiene múltiples aristas, en esta oportunidad me interesa detenerme en lo tocante a los intentos del liberalismo de derecha por interpelar a distintos sectores de la clase trabajadora –lo cual, entiendo, ha sido clave para su ascenso en los países que conquistó el gobierno– y pensar de qué modo el progresismo y la izquierda populares pueden relanzarse de modo potente a partir de otro tipo de vinculación con las clases trabajadoras.
El flanco débil
Identifico tres supervivencias del ciclo neoliberal de fines del siglo XX al interior del ciclo popular-progresista de principios del XXI que, a mi entender, facilitaron las fisuras entre sectores de las clases trabajadoras y medias con los gobiernos progresistas, y que, aunque parezca contraintuitivo, pudieron servir como punto de contacto discursivo entre ellas y el liberalismo de derecha.
En primer lugar, aunque se repusieron muchos sentidos de pertenencia colectivos, la centralidad del «yo» individual como referencia subjetiva pareció sostenerse y sobrevivir como para servir de pivote al nuevo ciclo liberal. En segundo lugar, otro triunfo incuestionado de la ofensiva neoliberal de fines del siglo XX fue la degradación referencial del mundo del trabajo y de los trabajadores, y la invisibilización de las relaciones de explotación y transferencias de valor entre grupos sociales y países. Por último, en el plano más eminentemente económico, el neoliberalismo se caracterizó mundialmente por el «aplanamiento» de la recaudación impositiva: en vez de que el Estado le cobrase una proporción mayor de impuestos a los mayores ingresos, pasó a cobrar alícuotas similares a todos, lo cual alivió la carga fiscal a los más ricos y la hizo relativamente más pesada sobre los más pobres. El caso testigo es el de la generalización de los impuestos al consumo.
Los trabajadores y las trabajadoras fueron beneficiados claramente por los ciclos popular-progresistas. Sin embargo, no estuvieron en el centro de su relato, ni fueron los más beneficiados por la intervención estatal directa. Su mejoría se operó más bien por vías indirectas, vinculadas al aumento del empleo o mejoras salariales, entre otras dimensiones, de las que formó parte también el sector privado. El centro de la épica redistribucionista del progresismo popular consistió en atender «a los que menos tienen» y sacarle a «los que más tienen» a través de intervenciones estatales que pusieron en el centro de ese pase de magia a los gobiernos. Impuestos aquí, subsidios allá. Pero no tanto en una clave de devolver a las y los que producen una parte mayor de lo que generan con su trabajo individual o colectivo. Es decir, no se operó un reconocimiento al conjunto de las y los trabajadores como creadores del valor que se distribuye, ni tampoco a las mujeres, diversidades, afrodescendientes o indígenas en ese carácter activo, como generadores de esa riqueza en condición subalterna. A la inversa: la atención a los excluidos de la producción y el consumo por el neoliberalismo se resolvió incorporándolos al consumo, pero no siempre dándoles un lugar en una nueva trama productiva.
Por el carácter directo de este apuntalamiento estatal, y estando en el centro discursivo de la nueva épica redistribucionista –y, en el caso argentino, en el centro de la lucha y la organización popular– estos sectores procesaron estos cambios en términos colectivos y vinculados al proceso político y al Estado. En cambio, las y los trabajadores productivos cuyo nivel de vida también mejoró (aunque de modo más indirecto respecto a las políticas) asociaron esa mejora a otros elementos, como su propio aporte al valor redistribuido vía trabajo productivo, o la conceptualización de lo que acontecía por ese otro gran filtro que quedó en pie: el «yo» neoliberal. La combinación de estos aspectos nos ofreció la fórmula «me lo gané con mi trabajo», síntesis que suma toda la fuerza de lo que es en parte real, y toda la fuerza de lo que en parte no es real, sino deseado. Cuando se produjo el amesetamiento más general del progresismo, la cuestión impositiva vino a activar esto que había permanecido latente, aún en los buenos tiempos.
El mantenimiento de la estructura impositiva regresiva del neoliberalismo hizo que, en la cuenta final, estos trabajadores se transformasen más en dadores que receptores de ingresos directos estatales, a diferencia de los grupos sociales más postergados. En el contexto de la crisis del neoliberalismo, como el 2001 argentino, se impuso la solidaridad horizontal entre estos distintos subsectores de las clases populares: los «incluidos» y los «excluidos». Pero ya en el marco de cierta normalidad, y en una sociedad basada en la práctica del intercambio de equivalentes, a los trabajadores «incluidos» este esquema distributivo les sonó cada vez más a injusticia. Es precisamente por ese espacio con la guardia baja que penetraron los dardos ideológicos de las minorías de poder que siempre estuvieron ahí y que, si al principio toleraron al progresismo popular como un mal necesario, a partir de determinado momento lo consideraron un flagelo imperdonable y encontraron condiciones para pasar a la ofensiva en la disputa por un sentido común proempresarial.
Menos Robin Hood y más Karl Marx
El libreto de la alianza de clases que la nueva derecha liberal propone a los trabajadores hace eje en este punto. Aunque suene paradójico, su discurso meritocrático tiende un puente implícito con ellos. En primer lugar, invierte los roles y transforma al empresario en trabajador. Es más: un trabajador mejor que el resto porque «da trabajo», erigiéndose así en «padre acreedor» del conjunto de la vida social. Y en segundo lugar pone el eje en un valor tan caro a la sociedad burguesa como a la satisfacción de nuestras necesidades y deseos: la producción. El trabajo y el valor de producir rearma una comunidad de intereses en «el sector privado» –compuesto de empleados y empleadores que aportan cada uno desde su lugar– frente a los que no producen y sólo consumen: el Estado, la clase política y los beneficiarios de planes sociales. Se trata de una recodificación de las relaciones de explotación. No las niega: dice que están en otra parte. Así, obviamente, las oculta. Pero lo más importante es que redirige las fuerzas del descontento contra los blancos de las propias elites, y las aleja de los verdaderos núcleos del poder. Es decir, ellas mismas. Y, en el mismo acto, le da salida a los interrogantes acerca de quién se apropia y a dónde va la riqueza, y por qué ni el país ni tantos de nosotros progresamos a pesar de tanto esfuerzo. Estas preguntas no tuvieron tanto lugar en los 2000, sino que fueron creciendo a lo largo de la década siguiente, cuando la rueda del progresismo popular se desaceleró.
Esta reacción ante los que –se supone- «se apropian de lo que construí con mi trabajo», reinventa la justicia social en términos individualistas, invirtiendo los roles de productor y apropiador, previa invisibilización de las relaciones de explotación económica, que es el gran triunfo del ciclo neoliberal, jamás puesto del todo en debate por el progresismo. El hecho es que, discursivamente, hay un eje en el trabajo y la producción, y una reacción contra el parasitismo que resuena en los oídos y los odios de muchos trabajadores y trabajadoras activas. ¿Qué tiene de malo, per se, que alguien «tenga más riqueza que otro», si es que produjo más riqueza que otro? ¿Qué autoridad tendría el Estado para interferir desde afuera del ámbito productivo sobre esta justicia social espontánea, que le da más riqueza al que contribuye a generar más riqueza? ¿Con qué «derecho» premia con la redistribución del ingreso a los que no lo generan? Pensando en términos de «ricos y pobres», estamos en el terreno de la distribución de la riqueza, en el que no queda claro precisamente de dónde sale la riqueza de los ricos y la pobreza de los pobres ni, por lo tanto, qué tiene de condenable el hecho de enriquecerse, ni qué contraposición hay entre los intereses de unos respecto a los de los otros. Es más: la riqueza podría aparecer como un requisito para la superación de la pobreza, y no como su causa, tal y como predican los militantes del sentido común pro empresario.
El problema es que, si no hay totalidad coherente, si no hay sistema, si no hay conexión orgánica entre la pobreza de unos y la riqueza de otros a través de las distintas formas de explotación privada del trabajo productivo, tienen razón. Así planteadas las cosas, la «opción por los pobres» queda en el terreno de una elección moral sui generis, individual, mientras que los impuestos a la riqueza no se justifican por ninguna necesidad material ni lógica. Por eso entiendo que el fundamento de los impuestos a la riqueza no es sólo una interpelación moral ante «lo mucho que tienen unos pocos», para que concedan algo de eso «mucho» que tienen (aunque lo mucho sea siempre un agravante).
No se trata de un problema cuantitativo, que no supera la cuestión aparentemente «expropiatoria», sino de una cuestión de fondo: esa riqueza la produjeron socialmente los que tienen poco, y han sido ellos los expropiados por mecanismos legales –y no tan legales también– o los excluidos de su producción y su consumo por los modos en que organizan la producción y el consumo los ricos (o, más exactamente, los grandes propietarios del capital).
Las y los trabajadores «incluidos» recuperarían directamente parte de la riqueza que ya han cedido a través de salarios y jubilaciones que basten para sostener un hogar, y con condiciones laborales seguras y dignas. Pero los «excluidos», en el corto plazo, necesitan transferencias de ingresos desde los más ricos vía impuestos. Ambos frentes apuntan al mismo lugar, pero desde distintos ángulos. El punto de intersección es el origen de la riqueza, y no la riqueza como tal. Pero si no recuperamos una concepción sistémica del asunto, de la pobreza y de la riqueza, de la producción y el consumo, no estoy seguro de que se resuelva la fisura entre trabajadores «incluidos y excluidos», ni de que se gane la ofensiva argumental del liberalismo de derecha.
Todo el edificio del derecho laboral –que fue una conquista– se basa en que el valor lo producimos las y los trabajadores. Es en ese carácter de productores directos de riqueza que reclamamos una mayor parte –o todo– de lo que hemos generado con nuestra energía vital. No me refiero sólo a un obrero u obrera individual, sino al conjunto de las y los trabajadores: al «obrero social». Si seguimos perdiendo esta batalla conceptual, si seguimos en el terreno de la mera distribución robinhoodiana entre «ricos y pobres», no sólo corremos el riesgo de perder este debate ideológico que ya se está dando a escala social, sino que, sobre esa base, el liberalismo de derecha puede generar nuevos consensos para avanzar contra los derechos de las y los trabajadores a través de reformas laborales y la «uberización» de la vida; y hacia una suerte de «consenso anti-parasitismo» volcado contra los excluidos y la política, en el que asoman las formas más preocupantes de neofascismo. Es cierto que muchas veces estos discursos sólo sirven para seducir electorados y luego destruirlos, concitando resistencias populares. Pero el experimento del macrismo argentino muestra que, a pesar su desastre económico y su posterior derrota en los comicios, esta derecha es una fuerza social cohesionada, que supera reveses políticos, que puede retomar la iniciativa y hasta tener buen desempeño electoral. Esto manifiesta un avance de más largo aliento en el terreno de las mediaciones políticas e ideológicas por parte de esas corrientes. ¿A través de qué discursos y experiencias desarmar esa fortaleza?
El feminismo tiene muchas de estas llaves. Cuando plantea que las mujeres «mueven al mundo» y reclama todo el trabajo no remunerado que el capital no abona por las tareas reproductivas –y que tampoco les abona igual que a los varones por sus trabajos productivos– aborda este debate contra el sentido común del endeudamiento, y acerca de quién dispone del trabajo-riqueza ajena de quién. Se hacen fuertes en su rol de generadoras de riqueza y cuidado, saben que no le deben nada a nadie, y generan anticuerpos sólidos ante la contraofensiva derechista. De hecho, la desafían todo el tiempo. ¿No hay allí una clave para articular una alianza distinta al progresismo-popular con las clases trabajadoras (los «incluidos» y los «excluidos»), recuperar la potencia y desarmar al neofascismo empresarial?
Lo nuestro no es el bolsillo del otro. Las mayorías trabajadoras no somos las que estamos endeudadas ni económica ni conceptualmente con ellos. Todo lo contrario: es su riqueza la que está en deuda con nuestro trabajo productivo y reproductivo. Y, a diferencia de nosotres y de nuestros países, los ricos tienen con qué pagarla.
Tomado de Jacobin América Latina