Antonio Malo Larrea
Cuando se descubrió la tumba del faraón Akenatón, padre de Tukanamon, nadie sabía de quién se trataba. Con mucho esfuerzo, encontraron una pieza minúscula de un gran rompecabezas que, a través de muchos años, llevó a identificar por fin al Faraón. Akenatón fue borrado intencionalmente de la historia de Egipto, pues durante su reinado cambió la religión de todo el imperio, quitándoles el poder a los antiguos sacerdotes. Cuando Akenatón murió, la venganza fue implacable: se eliminó su nombre y el de su familia de cualquier registro histórico. Egipto lo olvidó.
Con las escalas y diferencias correspondientes, parecería que los sacerdotes egipcios han asesorado el primer año del gobierno de Lenín Moreno, pues se ha caracterizado por echar lodo sobre cualquier cosa relacionada con el gobierno que lo antecedió, el de Rafael Correa. Como es imposible borrar su huella del big data, pareciera que buscan que decidamos olvidarlo voluntariamente. El gobierno de Correa tuvo muchos aciertos, y también varias equivocaciones, sin embargo, al construir artificialmente la percepción social de que todo estuvo mal y podrido, se vulnera el derecho de la sociedad ecuatoriana a debatir, dialogar y reflexionar sobre su propia historia. Se está negando nuestro derecho a pensar críticamente y a aprender de la historia.
Estefan Vinueza, un sociólogo y muy querido amigo, me explicaba que la persecución y la venganza del nuevo gobierno, contra el gobierno que termina, ha sido una constante en la historia del Ecuador. Cuando subían al poder los conservadores, perseguían y destruían sin ninguna clemencia todo lo anterior, por el otro lado, cuando lo liberales llegaban al poder, levantaban cada piedra del país para hacer lo mismo. La gente del gobierno anterior tenía que desaparecer, esconderse, hasta que el nuevo gobierno termine. De esta manera, lo que ha hecho durante su primer año el gobierno actual no es nada nuevo, es tan sólo continuar con esta inhumana, antiética y terrible tradición ecuatoriana. Más allá de los casos emblemáticos y mediáticos, que son sólo la punta del iceberg, la persecución y venganza ha destruido la vida de una cantidad no menor de personas anónimas y a sus hogares, solamente por haber sido servidores públicos en el gobierno anterior o por apoyarlo. La persecución se ha desbordado de lo publico, llegando a inundar también los medios de comunicación, las universidades, los movimientos sociales y la empresa privada (o tal vez sea a la inversa, y el sector público se haya contagiado de estos últimos, quien sabe).
Resulta fácil afirmar que todo el proceso es ordenado y orquestado por una mente maestra, la misma que mueve cada hilo de la persecución, en una suerte de Moira griega, pero que no teje el destino, sino la venganza. Pero no, es un proceso que requiere de cientos o de miles de guardianes, espías, soplones, informantes y, sobre todo, de verdugos que están dispuestos a hacer ese trabajo. Es un proceso orgánico y social, es casi natural, y habla muy mal de nosotros como sociedad ecuatoriana. Nos cuenta que somos una sociedad sin empatía, mezquina, ambiciosa, en la que sólo importa el bienestar individual, y para la que no está mal pisotear y destruir al resto para conseguirlo (sólo basta conducir un automóvil en cualquier ciudad del país para comprobar que esto es cierto).
Fernando Albán, en su estudio introductorio a La utopía republicana, discute cómo en el Ecuador la asignación de los recursos primarios, como la tierra o el agua, fue determinada por las relaciones de poder coloniales. El estado, más que una institución de representación de la ciudadanía, se constituyó en uno de los instrumentos de dominación usados por la aristocracia. La gobernabilidad se implementaba a través de leyes y normas, destinadas a prohibir y restringir derechos ciudadanos y políticos, lo que se mantuvo hasta finales de la década de 1970. Hasta esa época, por ejemplo, las personas analfabetas no podían votar, lo que marginaba a la mayoría de la población indígena, afro-ecuatoriana y rural, así como también a una población muy significativa de mujeres. De esta manera, la aristocracia consolidó y perpetuó una estructura de dependencia paternalista para campesinos, mujeres, indígenas y para la población afro-ecuatoriana. Dicha aristocracia, junto con la iglesia, justificó la limitación de los derechos políticos y ciudadanos, en la necesidad de proteger a estos grupos de ellos mismos, por lo que se debía ejercer una tutela sobre ellos.
De esta manera, es claro que la sociedad ecuatoriana y su estado se organizaron con una estructura patriarcal, autoritaria, excluyente y paternalista. Protegiendo y garantizando el poder de las élites. La aristocracia y la iglesia siguen ejerciendo una tutela sobre los menos favorecidos, pero ahora se la disputan con el Estado, sin que esta deje de ser una tutela paternalista. Sería muy interesante investigar y entender qué forma cobraron y cómo se reprodujeron en nuestro país las estructuras y los códigos culturales de los colonizadores europeos. Estoy convencido que se llevaron al extremo, y más que sociedades de clases, se construyeron sociedades de castas, con una casi nula movilidad social.
Cómo se estructuró el estado y la sociedad durante nuestra historia, nos permite entender el comportamiento de los verdugos. Pues, el ejercicio de un puesto de decisión, se confunde con autoridad, y se busca ejercer la autoridad en función de los modelos heredados y aprendidos. Por un lado, se la ejerce con vanidad, arbitrariedad, prepotencia y autoritarismo. Y, por otro lado, se busca tener los privilegios asociados a ella. La posibilidad de movilidad social radica en el ascenso dentro de esa escala, por supuesto, con un límite, hay un techo aceptado y asumido. Mantenerse implica cumplir sin cuestionamientos las ordenes del hacendado o capataz de turno, siendo ciego, sordo y mudo a sus consecuencias, y por supuesto, teniendo un poco de iniciativa para ir algo más allá, sorprendiéndole con un halaguito. Lo desgarrante es que, en el contexto actual, ese cumplimiento incondicional de órdenes y esos pequeños halaguitos, implican destruir vidas y hogares.
La persecución y la venganza requieren de autores y cómplices, los mismos que son creados y recreados constantemente, tanto por el miedo de caer en desgracia y ser una nueva víctima, como por la búsqueda de estatus y privilegios. La venganza y la persecución muestran que la hegemonía cultural de la colonialidad sigue intacta. El Ecuador requiere de una revolución cultural que la dispute.