Por Atilio A. Boron
Con poco más del 98 por ciento de las mesas escrutadas se confirma el triunfo de Gustavo Petro, candidato del Pacto Histórico, en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de Colombia. Petro reunía el 50.51 por ciento de los votos contra 47.22 de su rival. Se trata de una victoria extraordinaria, de proyecciones no sólo nacionales sino continentales. Lo primero porque se produce en un país sometido durante largas décadas al arbitrio de una de las derechas más brutales y sanguinarias de América Latina. El crepúsculo de su predominio se vislumbró en la primera vuelta electoral cuando el uribismo, como personificación de aquellas nefastas fuerzas políticas, no pudo siquiera garantizar que uno de sus varios candidatos pudiera llegar al balotaje. Por eso debieron recurrir a un personaje de opereta como Rodolfo Hernández, en quien volcaron todo su apoyo y trataron de presentarlo como si fuera un estadista cuando en realidad era un bufón, y fracasaron en su empeño. Los candidatos del Pacto Histórico debieron luchar contra un establishment que controla todos los resortes del poder en Colombia, y lograr derrotarlo. Un mérito que, sin duda, debe ser saludado por todas las fuerzas democráticas de Latinoamérica y el Caribe.
Decíamos también que se trata de una victoria de proyecciones continentales porque reafirma los vientos de cambio que retomaron brío en la región, luego de un breve interregno de la derecha, con la elección de López Obrador en México en Julio del 2018, seguida al año siguiente por las victorias de Alberto Fernández en Argentina y de Evo Morales en Bolivia, frustrada esta última por la conspiración maquinada por la OEA, la Casa Blanca y la derecha fascista boliviana. No obstante, con la victoria de Luis Arce en 2020 se retomó el rumbo provisoriamente abandonado a causa del golpe y, posteriormente las victorias de Daniel Ortega en Nicaragua, Pedro Castillo en Perú, Xiomara Castro en Honduras y Gabriel Boric en Chile, a las que se suma la del Pacto Histórico en Colombia reafirmaron la voluntad de cambio que cada vez con más fuerza se respira en éste, el continente más desigual del planeta. Se constituye así un promisorio telón de fondo sobre el cual se librará la gran batalla de las elecciones presidenciales en el Brasil el próximo mes de octubre, donde todo parece indicar que Luiz Inacio “Lula” de Silva debería alzarse con la victoria. En ese caso tendríamos nuevamente una Latinoamérica mayoritariamente teñida de rojo -un rojo pálido, sin duda- pero rojo al fin y que abre las puertas para renovadas oleadas transformadoras.
Obviamente la trágica historia colombiana nos obliga a ser cautos. Se supone que Petro debería asumir la presidencia el 7 de Agosto, cuando se conmemora un nuevo aniversario de la batalla de Boyacá. Hay por lo tanto que remontar una cuesta de casi dos meses antes de que el candidato del Pacto Histórico se aposente en el Palacio de Nariño. La historia latinoamericana es pródiga en ejemplos de elecciones robadas, magnicidios y toda clase de estratagemas destinadas a burlar la voluntad mayoritaria de la población. No podemos olvidar lo ocurrido en Chile, cuando tras el triunfo de Salvador Allende el 4 de septiembre de 1970 la derecha se lanzó con todas sus fuerzas –con el enfático apoyo de Nixon desde la Casa Blanca- para impedir que el Congreso Pleno ratificara la victoria del candidato de la Unidad Popular. Y en ese afán no dudaron en asesinar a René Schneider Chereau, militar constitucionalista y comandante en jefe del Ejército, que había manifestado la vocación legalista del arma. En un país como Colombia, lastrado por una sucesión de “narcogobiernos” que forjaron una sólida alianza entre el paramilitarismo, el narco y los aparatos de seguridad del estado no sería de extrañar la existencia de sectores ultraderechistas dispuestas a cualquier cosa con tal de impedir la asunción de Gustavo Petro y Francia Márquez y, de no ser eso posible, maniatarlo una vez en el cargo para que no pueda gobernar. No nos olvidemos que en términos sociopolíticos en los últimos años Colombia se convirtió en un protectorado norteamericano, con al menos siete bases militares de ese país instaladas en su territorio y sería ingenuo pensar que esta noche los oficiales estadounidenses estarán brindando por el triunfo de Petro. Por lo tanto, el Pacto Histórico tiene que redoblar su actitud de permanente vigilancia para evitar que su victoria sea birlada por la poderosa derecha colombiana –que controla la riqueza, el poder judicial y los grandes medios de comunicación – y sus patrocinadores establecidos en Washington. Y para ello será fundamental contar con “el otro poder” alternativo al del establishment: el pueblo conciente, organizado y movilizado. Lo peor que podría pasarle a la buena y noble gente nucleada en el Pacto sería pensar que la tarea ha concluido y que es hora de regresar a sus casas. Por eso es alentador saber que hace pocas Petro escribió en un tuit que “hoy es el día de las calles y las plazas”. Agregaría, no obstante, que de ahora en más todos los días deberán ser de calles y plazas porque es la única, exclusiva, garantía que tiene un gobierno popular. No es un consejo de este modesto analista sino la tesis central de Nicolás Maquiavelo al indagar sobre los fundamentos de la estabilidad política de los gobiernos populares. Ojalá que Petro, Francia y toda su gente tomen muy en cuenta lo que escribiera el padre de la ciencia política moderna.