Pablo Vivanco Ordoñez

En nuestro tiempo parece una verdad ineludible la defensa de la universidad como espacio genuino de producción teórica y práctica donde quepan todos los mundos, donde se encuentren ideas diversas y contrapuestas, donde la ciencia se estudie de forma rigurosa, y sea el centro de la redefinición de sentidos comunes. En ella los contextos generales y particulares de la vida se ponen en cuestión no para elaborar valoraciones reduccionistas, sino para plantear reflexiones que miren los presupuestos sobre los que se funda.

Sin embargo, no hay que perder de vista que la universidad no es un enclave de la sociedad en que vivimos, sino que es manifestación propia de ella, que ha instituido a la universidad como espacio de formación profesional, técnica, de reproducción de valores y patrones culturales definidos. La universidad también está atravesada por preceptos ideológicos y políticos, empero no debe hacerse fundamento en ellos para la nueva producción científica.

Las universidades de hoy no están exentas de la hegemónica forma de vida social regida por el capitalismo, puesta de manifiesto por el neoliberalismo que superó los límites de lo económico como campo de acción e influencia, y pasó a ser, como dice Foucault, una forma de “ser y estar” en el mundo. Su alusión debe llevarnos a mirar la sociedad y la universidad atravesadas por la ideología capitalista, que ha permeado los espacios domésticos y públicos, haciendo prevalecer los ideales de competencia e individualismo, asentándose en la supremacía del interés y la ganancia. 

La forma empresa es hoy un modelo ideal de organización de la vida en cualquiera de los espacios, porque se piensa siempre en el beneficio particular o corporativo. La adscripción de la universidad a los imperativos del mercado tiene consecuencias claras en el sistema de educación superior: disminuyéndose espacios para el estudio de las humanidades y las ciencias sociales, y potenciando carreras técnicas que producen sujetos que puedan responder afirmativamente a las necesidades de una industria, que si bien no copta toda esa mano de obra, tampoco va contra ella. Es parte de la constitución de una subjetividad que apunta en su mayoría a la idea del emprendimiento como panacea y respuesta casi mecánica a todas las divergencias que son producto de un orden mundialmente injusto.

Esa configuración mundial fundamentada en la supervivencia del más fuerte, demanda de sujetos dóciles y rentabilizables, sujetos que no tomen conciencia de las formas de dominación en las que se encuentran, y trabajen sin cuestionar las condiciones en que lo hacen.

La universidad hoy requiere problematizar los órdenes establecidos, requiere cuestionarse a sí misma como un lugar reproductor de las desigualdades imperantes en el mundo, porque en su seno se fortalecen las pulsiones individualistas de competencia incesante, que anula futuras posibilidades de reivindicación colectiva.

Defender la universidad implica fortalecer mecanismos de resistencia, abandonar convencionalismos, buscar nuevas condiciones materiales para pensar una universidad más plural, más humana.

Hay que rescatar a la universidad como espacio de las ideas, de las disputas y disensiones, para que se agolpe en ella la diferencia y la alteridad. Hay que pugnar por la autonomía del pensamiento que genera, respecto de las formas de producción dominantes, para que la universidad no esté al servicio de intereses privados, ni se convierta en simple apéndice de ellos.  

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