Por Marc Bassets

El reconocido economista francés augura que los privilegios que se conceden a las grandes fortunas conducirán a una gran crisis política. Y recuerda el levantamiento de finales del siglo XVIII, cuando la nobleza se resistía a pagar impuestos. 

Thomas Piketty (Clichy, Francia, 50 años) ha logrado con sus tratados de más de mil páginas algo que solo un puñado de economistas ha conseguido en la historia: colocar su tema de estudio académico en el centro de las discusiones políticas y las agendas internacionales. Su tema es la desigualdad. O, dicho de otra manera, la larga historia del avance hacia la igualdad. Porque el autor de El capital en el siglo XXI y Capital e ideología se declara optimista, aunque no lo parezca: prefiere ver el vaso medio lleno de la igualdad que el medio vacío de la desigualdad.

Ahora Piketty publica Una breve historia de la igualdad (editorial Deusto, traducción de Daniel Fuentes), una síntesis en menos de 300 páginas de sus ideas y sus propuestas.

Piketty no pertenece al club de los apocalípticos: él cree —y así se lo confirman los datos— que, pese a los tropiezos y contratiempos, el mundo va mejor. Y dice que, aunque los partidos que defienden sus ideas son minoritarios y que en muchos países, como el suyo, las clases trabajadoras votan opciones nacionalistas y populistas, no cree estar predicando en el desierto. “Desde la crisis de 2008 se ha acelerado la toma de conciencia sobre los excesos de la desregulación financiera de los años ochenta y noventa, y la covid ha contribuido a ello”, resume en su diminuta oficina en la Escuela de Economía de París. “Las cosas evolucionan un poco en el sentido que yo describo”.

PREGUNTA. ¿No ha sido útil a fin de cuentas el capitalismo para mejorar la esperanza de vida o el nivel de vida, o para reducir las desigualdades?

RESPUESTA. Lo que ha permitido la prosperidad es haber atemperado el capitalismo del siglo XIX con una economía de tipo socialdemócrata, una economía mixta en la que toda una parte de las riquezas está socializada. Y hay que continuar con este movimiento. El socialismo participativo, democrático y federal que yo deseo se inscribe en la continuidad de transformaciones ya muy importantes que han tenido lugar. El sistema de economía mixta socialdemócrata que hoy tenemos en los países de Europa Occidental no tiene mucho que ver con el capitalismo colonial, patriarcal, autoritario de 1910. Y el sistema que yo describo para el futuro no es más diferente del sistema actual de lo que el sistema actual lo es respecto del capitalismo de 1910.

P. ¿Las guerras, revoluciones o catástrofes naturales han sido necesarias para reducir las desigualdades?

R. Las revoluciones no siempre son catástrofes. Efectivamente, en la historia hay movimientos políticos, movilizaciones que permiten avanzar hacia una mayor igualdad. E insisto en el mensaje positivo: hay una marcha hacia la igualdad que viene de lejos, que es un fenómeno de largo plazo y que se nutre a veces de revoluciones, pero más generalmente de rebeliones, de peticiones de más igualdad. Es un movimiento que comenzó a finales del siglo XVIII, sobre todo con la Revolución Francesa y también con la rebelión de los esclavos en Santo Domingo. Estos dos acontecimientos marcan el principio del fin de las sociedades de privilegios, de un lado, y de las sociedades esclavistas, del otro.

P. Pero no siempre se avanza con revueltas o revoluciones.

R. Otro ejemplo es Suecia. Hasta principios del siglo XX era uno de los países con mayor desigualdad de Europa y una codificación institucional de la desigualdad más extrema que en el Antiguo Régimen francés o en las monarquías censitarias de Francia o España del siglo XIX. Solo el 20% de hombres más ricos tenían derecho de voto, y dentro de este 20% se podía tener entre 1 o 100 derechos de voto en función de si uno era el más rico de los ricos o si lo era menos. Incluso las sociedades anónimas tenían derecho de voto en función del capital invertido en el municipio. ¡Ya les gustaría a las multinacionales hoy tener algo semejante! Lo que ocurre después es que hay una gran movilización sindical y del partido socialdemócrata en un país muy educado, y la clase obrera toma el poder. Se impone entonces de manera relativamente pacífica. P. La de Suecia fue una revolución pacífica.

R. ¿Sabe? Este tipo de transformaciones no pueden hacerse respetando las reglas del régimen precedente. En un momento dado habrá una ruptura institucional. Siempre es así. Cuando la Administración de Obama anuncia a Suiza que se acabó el secreto bancario y que, si Suiza lo mantiene, Estados Unidos retirará las licencias a los bancos suizos, no es algo que estuviese previsto en los tratados internacionales que organizaban la libre circulación de los capitales. Pues bien, resulta que estos tratados no evitan que en un momento dado un país diga: “Cambiamos las reglas”.

P. Estados Unidos es la primera potencia mundial. Otro país quizá no podría hacer lo mismo.

R. Pero es que el cambio histórico se nutre de relaciones de fuerza, sea en 1789 o en 2020. Si se pide educadamente a la nobleza que renuncie a sus privilegios, la cosa no funciona. Si se pide educadamente a Suiza y Luxemburgo que dejen de ser paraísos fiscales, tampoco. Y estas transformaciones suelen implicar transformaciones institucionales con cambios en los tratados o las Constituciones. No quiero decir que el Estado de derecho no sea importante, pero no debe convertirse en un pretexto para mantener las posiciones adquiridas. Todas las transformaciones que describo se han realizado derribando el sistema legal precedente, pero con el fin de reemplazarlo por un Estado de derecho más justo, emancipador e igualitario.

P. ¿El mundo posterior a la covid será más o menos igualitario?

R. El primer efecto es de más desigualdad. Primero, entre el norte y el sur. Es escandaloso cómo los países del norte han rechazado transformar las vacunas en un bien público mundial, una oportunidad perdida. También vemos que las grandes fortunas del planeta se han enriquecido. Todo el sector de las altas tecnologías se ha enriquecido. Los más pobres y frágiles sufren más por la covid. Al mismo tiempo, como sucede con todas las crisis de esta naturaleza, la pandemia ha tenido efectos complejos, porque también ha contribuido a rehabilitar una cierta visión del servicio público, del hospital, del sistema sanitario, y esto permite también legitimar de nuevo una política de reinversiones en los servicios públicos.

P. ¿Vamos por el buen camino?

R. Por ahora, se avanza despacio. El nivel de desigualdades es contraproducente. Tener a un 50% de la población que no posee casi nada —en Francia o en España ese 50% posee un 5% del total del patrimonio, mientras que el 10% más rico posee un 50%, un 55%, un 60%— no solo es injusto, sino económicamente ineficaz. El 50% más pobre y sus hijos tienen al menos tantas ideas e iniciativas como los hijos de los más ricos. A largo plazo supone una pérdida colectiva limitar así las oportunidades económicas y las posibilidades de que se dinamice la economía con una mayor circulación de las riquezas, de la propiedad y del poder.

P. Pero estará satisfecho con que la Unión Europea adoptase un acuerdo para poner la deuda en común e invertir masivamente, ¿no?

R. Soy un federalista europeo. Todo lo que vaya en esta dirección es bueno. Y endeudarse conjuntamente permitió, al menos, ganar tiempo y salvar la idea europea. Yo, sin embargo, habría preferido que el plan de recuperación lo adoptase un grupo de países más pequeño y con una mayor democratización de las instituciones europeas, y un voto por mayoría y no por unanimidad. Imagine que en seis meses o un año necesitemos un nuevo endeudamiento y un nuevo plan de recuperación. ¿Hará falta de nuevo la unanimidad de los Veintisiete? La solución es que los países que no quieren más solidaridad queden fueran: no hay que forzar a Países Bajos, Suecia, Dinamarca a participar. Quienes quieran una Europa más unificada, que avancen. Para mí es una ocasión perdida.

P. ¿Y el acuerdo para imponer una tasa mínima global a las multinacionales?

R. Plantea dos problemas. El primero es que la tasa de imposición de un 15% es ridículamente débil. Una pyme (pequeña y mediana empresa) o un hogar de clase media o popular no puede, así como así, crear una filial en un paraíso fiscal para aprovecharse de la tasa del 15%. En Francia, si usted es jefe de una pyme en la restauración o la construcción, entre el impuesto sobre los beneficios, el impuesto sobre la renta, las cotizaciones sociales paga como mínimo un 20% o un 30%, y con frecuencia más bien un 30% o un 40%. Así que el 15% para las multinacionales con capacidad para crear filiales en paraísos fiscales equivale a crear un sistema derogatorio privilegiado para los actores más poderosos. Temo que esta reforma con el 15% reporte muy poco dinero y no haga más que perpetuar una injusticia enorme entre, de un lado, las multinacionales y los más ricos, y del otro las pymes y las clases medias. P. ¿Y el segundo problema que menciona?

R. Es aún más grave que el primero. Y es que esta reforma se ha concebido para los países del norte y no los del sur. Los países que obtendrán ingresos suplementarios son aquellos en los que se encuentran las sedes de estas multinacionales; es decir, los más ricos. Creemos que no nos conciernen las crisis en Malí o en Afganistán, pero desde el momento que hay riquezas para explotar, como el uranio en Níger o el cobre en Congo, las compañías occidentales acuden enseguida, o las chinas, que hacen lo mismo. Al mismo tiempo, las emisiones de CO₂ acumuladas de los países europeos y de Estados Unidos representarán un coste considerable en términos de subdesarrollo a los países del sur. Y recordemos que no hay países ricos sin países pobres: todos los enriquecimientos de la historia son resultado de un sistema de división internacional del trabajo y de uso y a veces explotación de recursos naturales y humanos en el planeta, como la industrialización durante el colonialismo y la esclavitud. P. ¿Qué hacer?

R. La idea de que tal país o persona es enteramente responsable de su riqueza y debería quedárselo todo para sí mismo es una construcción intelectual nada convincente. Hay que imaginar un sistema de reparto de las riquezas con los ingresos fiscales procedentes de los actores económicos más prósperos. Si solo tomásemos una pequeña fracción de los beneficios de las multinacionales y el patrimonio de los milmillonarios y se redistribuyese a todos los países en proporción a la población de estos países, los recursos para invertir en educación y en la salud serían 10 veces más elevados que las supuestas ayudas internacionales, que en África son cuatro veces más débiles que los beneficios de las empresas occidentales y chinas. Estamos creando un sistema que nos estallará en la cara.

P. ¿Una revolución?

R. Estamos en una situación que no es tan distinta de la que llevó a la Revolución Francesa: hay una huida adelante hacia la deuda pública que se explica porque no se logra hacer pagar a las clases privilegiadas. Entonces era la nobleza la que no quería pagar impuestos. ¿Y cómo se resolvió? Con una crisis política, con los Estados Generales, la Asamblea Nacional y el fin de los privilegios de la nobleza. Ahora, de una manera u otra, acabará igual. Cuando hace un momento le hablaba de que el sistema nos estallará en la cara, pensaba en el Norte y el Sur. ¿Y en el Norte? Lo podemos llamar revolución. Siempre ha habido revoluciones en la historia: 1968 o 1945 lo fueron. P. ¿Y ahora?

R. La revolución de la que hablo consiste en hacer que contribuyan las mayores fortunas. Si se crea un sistema en el que usted puede enriquecerse utilizando las infraestructuras públicas de un país, su sistema educativo, su sistema sanitario, y después, con solo apretar un botón, puede transferir sus activos a otra jurisdicción sin que haya nada previsto para controlarle, y después usted simplemente puede dejar la factura a las clases medias y populares que son inmóviles y no pueden moverse del país…, es un sistema insostenible. La pregunta es si el cuestionamiento de este sistema se hará en el desorden o de manera apaciguada, como prefiero. Yo soy un intelectual: he elegido escribir libros, no ser guerrillero.

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Marc Bassets es corresponsal de El País en París y antes lo fue en Washington. Se incorporó a este diario en 2014 después de haber trabajado para La Vanguardia en Bruselas, Berlín, Nueva York y Washington. Es autor del libro ‘Otoño americano’ (editorial Elba, 2017).

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