Por Orlando Pérez
Ha vivido cuatro años muy duros. Y el 2021 más: motines sanguinarios, crueles asesinatos, amenazas y chantajes, con toda la justicia en su contra. Desde hace un año han sido meses de una incertidumbre espesa que ningún detenido procesa desde la racionalidad y una temporalidad que excede cualquier resignación. En diciembre de 2020 debió acogerse a la libertad condicional, pero el aparato judicial, político y mediático impide cumplir con un derecho de todo prisionero.
En 2018 lo visité en dos ocasiones en la cárcel 4 de Quito. Cuando lo trasladaron a Latacunga hice dos solicitudes para verlo, pero las negaron. No hubo ninguna explicación oficial. Tras bastidores supe que hubo una orden de María Paula Romo. Así me lo contó, un funcionario muy allegado a la entonces ministra del Gobierno de Lenín Moreno. La tercera solicitud fue aprobada y el pasado 5 de enero de 2022, Día del Periodista ecuatoriano, por más señas, pude visitar a Jorge Glas.
En la cárcel de Latacunga, la seguridad está a cargo ahora de los militares, quienes controlan a los policías, y estos a los guías penitenciarios; dadas las condiciones de miedo y corrupción, hay una vigilancia extremada. Al llegar, dos policías me miran con recelo. Sueltan bajito una frase ofensiva. Le pido al gendarme si puede repetirla y se hace el distraído. Paso la primera carpa, y en la segunda los militares son más gentiles. Son soldados jóvenes, humildes, con una mirada atenta.
La edificación, desde afuera, se observa inmensa. Y en los alrededores, con la hierba crecida, hay vacas pastando. Les hacen compañía a unos militares que caminan por allí. Todavía se percibe como una construcción relativamente nueva. Las mallas y las paredes no exhiben el paso de los años. Para el visitante es como entrar en un laberinto, donde hay pasillos y celdas, paredes grises, un altar blanco y un jardín para las visitas, con esos aparatos plásticos para que jueguen los niños. En el ambiente hay un olor vago de comida, de algo frito que no distingo, pero también el viento latacungueño impide sostener la respiración para identificar los tufillos.
No hay muchas visitas. Pensé que me iba a encontrar con más personas. Vestido, obligadamente, con camiseta blanca, jean y chancletas, llego a los escáneres, paso a las puertas giratorias y al salir arribo a un patio donde una veintena de policías, vestidos con chompas verde neón, se cuadran ante un oficial. Es el cambio de guardia. De ese espectáculo me saca un alto oficial del Ejército, supongo en servicio pasivo, de quien prefiero guardar su nombre. Me reconoce. Me saluda con afecto y me trata con cierta solemnidad, mientras lo escuchan los militares. Cuando ya estamos a unos diez metros, es más afable y se refiere a Jorge Glas como el ingeniero y en un momento se le escapa “el vicepresidente”.
Al ingresar a la zona donde está la celda de Jorge, otro policía se “pone” estricto. Me reconoce, mira como si tuviera más obligaciones y recontraverifica mi identidad. Me exige el documento de autorización. Un pedido absurdo porque sabe que ese papel se queda al ingreso en manos de sus colegas. Por eso lo observo y, bajo la mascarilla, sonrío porque entiendo que intenta jactarse de un poder instantáneo y puntual que solo busca reducir el tiempo de visita.
Superados los controles, avanzo a la celda. Un detenido grita el nombre de Jorge. Sale y con un abrazo intenso nos deseamos mutuamente feliz año. Cosa rara en estas circunstancias. Veo a un hombre más flaco, arropado, cuidándose mucho para evitar el contagio de Covid.
– ¿Aquí ha muerto gente con Covid?-, le pregunto como para aventurar un arranque de conversación entre el nerviosismo del ingreso y el desconcierto de estar en un lugar donde no se sabe qué se debe o no hacer.
– No, aquí se mueren cortados la cabeza-, me responde.
Ese es el Jorge que conozco desde hace muchos años. Desde la época en la que él entrevistaba para un canal de televisión. Lo recuerdo más tímido, pero con la mirada inquieta. Con su marcado acento guayaco, con una especie de mueca en el labio inferior que hace cuando desea acentuar una idea, y con un gesto más firme si requiere entender bien la interlocución, cuando el tema de conversación es polémico.
Luego de los saludos y los primeros intercambios formales y jocosos, pide un minuto para salir al economato a comprar sus alimentos de la semana. Llega después de siete minutos, acompañado por un joven que lo ayuda y a quien Jorge le da dos fundas de pan. “Para que te ayudes, pana”, le dice y se despide con un guiño.
Hay suficiente luz en la celda, un espacio de no más de tres metros cuadrados, con una cama estrecha, con varias cobijas, dos mesas (una para comer y donde hay todavía unos envases y otra para trabajar, escribir y leer), un anaquel con libros, carpetas, alguna ropa y tomos de tecnología, que no alcanzo a identificar. Guarda en un costado varios pomos de agua, un cajón de cartón con muchas medicinas (“tomo 48 pastillas al día”), además de dos biblias que se ven bien usadas, con marcadores en varias páginas.
Desde su ventana se divisan los dos pabellones de media y alta seguridad, separados de su celda por un pasillo (“donde se mataban durante el motín del año pasado, les veía cómo se daban de machetazos y sonaban las ráfagas”).
Durante casi cuatro horas, los temas saltan de la política a la familia, de los recuerdos comunes a la comida, de tecnología a autores de libros, sin dejar de lado la vivencia en la cárcel. En ciertos momentos le cuento cómo fue mi experiencia de tres años y un mes en el Penal García Moreno. Me escucha con atención sobre lo que significaron esos largos años durante el gobierno de León Febres Cordero, de las requisas y salidas a ser torturado en el SIC, pero también de lo esenciales que son los amigos, la esposa, los padres, los hermanos. En esa época yo no tenía hijas, pero Jorge tiene dos a quienes no ve desde hace 14 meses.
En sus reflexiones percibo un crecimiento intelectual muy intenso. Ha hecho tres maestrías y está cursando un doctorado. A mí no me dejaron hacer la licenciatura de Literatura en la universidad a distancia. Lo envidio por eso. Me habría encantado estudiar. Pero la maestría o doctorado están en las experiencias. Por eso le digo que lo mejor de la prisión es que uno se llega a conocer y a reconocer, en ese momento de la vida, con lo bueno y lo malo, los límites y, en particular, la interpretación propia que uno se hace de la experiencia.
Pero también miro en Jorge a un ser humano golpeado, a ratos hundido en la angustia por salir de ahí. Está preso por “la fuerza de las circunstancias”, procesado y sentenciado con un código penal caducado, encerrado en una cárcel de máxima seguridad, expuesto a un linchamiento mediático inconmensurable, y a un asesinato a su reputación inigualable. Todo esto viene de mucho tiempo atrás, gracias a una estrategia bien pensada y aplicada. Donde no escapan algunos excompañeros “de lucha”, que se colgaron del gobierno de Moreno, y también con ciertas vinculaciones oscuras a “la embajada”.
Se nota su desesperación, como es normal en todo detenido. Y a la vez hay el reconocimiento de que la cárcel es el costo de la lucha, cuando se enfrenta a los “poderosos”, que jamás asumen ninguna negociación para favorecer la defensa de los derechos humanos o para garantizar el debido proceso o las garantías de cualquier privado de la libertad. Es a todas luces un preso político, no solo de un gobierno o un régimen, sino de todo un sistema, y de los aparatos judicial y mediático, además.
No dejamos de abordar todo lo que ha significado la derrota de la Revolución Ciudadana en las últimas elecciones. Apegado a sus estudios de neuromarketing tiene sus propias interpretaciones, “que le hice llegar al jefe y al mismo Andrés”, me comenta. Imagina nuevos escenarios para la disputa política desde otras consideraciones y enfoques electorales, trabajos de otro tipo con las nuevas generaciones, y una investigación más profunda de las clases medias. Le pongo atención y aprecio que le haya sido posible interpretar el proceso político desde la celda, con todas las restricciones que tiene para contar con información inmediata. Y él mismo me da la respuesta: “No es necesario tener todos los noticieros o todos los datos para interpretar algo muy concreto que se mide de diversos modos”.
Entre tema y tema, con una sonrisa, con el dejo de ironía sobre el sentido de la libertad, también hace planes para cuando salga de la cárcel, la ropa que usará, dónde se instalará, qué trabajo preferiría, pero siempre subraya: “Hay que seguir luchando, nadie dijo que esto sería fácil”. Y no deja de lado su reconocimiento a Rafael Correa. De él (como ocurre en todo el país) mencionamos su nombre de rato en rato. Juntos recordamos cuando empezó la Revolución Ciudadana, y como ambos veíamos en el horizonte un largo camino que se fue llenando de conquistas y realizaciones, gracias a un liderazgo político que todavía sostiene sus postulados en políticas públicas y acciones, en obras muy concretas.
Y cuando cuenta cómo fue salvado de un potencial asesinato en el motín donde Los lobos eliminaron a Los choneros, veo en sus ojos toda la tragedia sangrienta, el horror de los cuerpos por los pasillos, el charco de sangre donde se cayó mientras lo llevaban a otro lugar, el ruido atronador de las ráfagas, la boca seca de morder miedo y desesperación. Entiendo su bronca cuando me cuenta cómo lo chantajean esos que creen que guarda bajo el colchón dinero y amenazan con aniquilar a su familia si no paga cada mes miles de dólares. Y tiene lista su frase cuando salga libre, sin un adjetivo de rencor u odio, todo lo contrario.
Casi no me he movido de la silla plástica de color blanco en la que estoy sentado. En realidad, son dos, ambas rotas, que juntas sostienen mi peso. Me duele la rodilla y al levantarme me percato con mejor atención de una “biblioteca”: un anaquel donde hay biografías (una es de Lula), tratados de economía, algunos tomos de asuntos de telecomunicaciones (su especialidad profesional), además de una novela. Yo le dejo Libertad bajo palabra, de Octavio Paz. “Pero no dejes de ponerme una dedicatoria, sino después no me acuerdo quién me la regaló”, me dice entre risas.
“¿A quién apelar ahora y con qué argucias destruir al que te acusa? Inútiles los memoriales, los ayes y los alegatos. Inútil toca a puertas condenadas. No hay puertas, hay espejos. Inútil cerrar los ojos o volver entre los hombres: Esta lucidez ya no me abandona…”
El abrazo de despedida es también una promesa: la de volvernos a ver pronto, la de registrar y publicar la última conversación que tuvo con Lenín Moreno, ese diálogo en el que le advirtió que se “pudriría en una cárcel”, porque Jorge no aceptó una propuesta indecente. Pero eso, algún día, él mismo lo tendrá que contar.
Los policías y militares ya no me ven con el recelo de antes. Soy una visita más que se va. El alto oficial me manda el saludo con uno de sus ayudantes. No puede salir a despedirse, como quisiera dice su ayudante, porque está en una reunión.
Dejo las instalaciones y al caminar hacia la calle, con la misma intensidad que entra el aire frío de Latacunga, se llenan mis ojos de lágrimas. Recién percibo que tenía el aliento contenido, e inmediatamente pienso cómo podré contar lo vivido durante esas cuatro horas… cualquier palabra mía podría afectarlo, cualquier frase que resulte incómoda se convierte de inmediato en una retaliación. Ya ha pasado. Cada vez que sus compañeros o el mismo Rafael Correa reclaman o disputan algún tema con el gobierno, es Jorge quien recibe las consecuencias: más requisas, más imputaciones.
Sé que una amiga en común lo va a visitar. Le hago llegar 21 lecciones para el siglo XXI, de Yuval Noah Harari. El libro le llegó cuando un tribunal le negó un derecho legítimo: la unificación de penas para que pueda acceder a un derecho fundamental: la prelibertad porque ya cumplió más del 40 % de la pena. Queda pendiente una apelación y queda también la esperanza de que los jueces dejen de lado su odio y venganza, que hagan justicia y que acabemos de una vez por todas con esta persecución infame, cruenta, y sin parangón en la historia del país.