Eduardo Rinesi
Cien años atrás, en el mes de junio de 1918, se producía en la ciudad de Córdoba, en la Argentina, una revuelta estudiantil que, más allá de sus motivaciones más inmediatas, inauguró sin duda un tiempo nuevo en la historia social y política de toda la región. Tres componentes de ese movimiento puede ser interesante recuperar hoy, un siglo después, como legados de ese episodio fundamental de nuestra historia. En primer lugar, su fuerte vocación latinoamericana, y, todavía más que eso, su efectivo impacto en varios países de todo el continente, muy especialmente en Perú, en México y en Cuba. La idea de América Latina (la posibilidad misma de pensar a “América Latina” como algo así como una identidad) es tributaria de la Reforma del 18 e inseparable de esta vocación y de este impacto, que se expresa con particular fuerza en los pensamientos y las acciones militantes de protagonistas fundamentales de esa historia como Deodoro Roca, Gabriel del Mazo o Manuel Ugarte.
En segundo lugar, el obrerismo militante que tuvo el movimiento, y su apuesta por una solidaridad obrero-estudiantil cuya importancia ha tendido a soslayarse en ciertos relatos muy parciales de los hechos de 1918. Esta comunidad de luchas y este apoyo cruzado de estudiantes que defendían la lucha obrera y de obreros que sostenían la Reforma fue sin embargo fundamental, y constituye un legado perdurable de todo el movimiento. Por cierto, esta unidad obrero-estudiantil es uno de los rasgos más salientes del modo en que la ideología reformista penetró en la vida política cubana en los tiempos del dirigente comunista Julio Antonio Mella y del líder revolucionario Fidel Castro, y también una de las líneas de continuidad más fuerte que es posible trazar entre la Reforma del 18, el movimiento estudiantil francés cincuenta años posterior y ese nuevo episodio fundamental de las luchas sociales y políticas argentinas, desarrollado en la misma ciudad mediterránea que había parido la Reforma, que fue el “Cordobazo” de 1969.
Por último, la vocación de democratización de la vida universitaria, de la que dejan constancia los grandes textos que produjo la Reforma, empezando por el Manifiesto liminar, donde tienen una presencia decisiva dos categorías centrales en nuestro modo de entender la democracia: la de libertad y la de derecho. La primera recibe también otro nombre, con el que llega con particular fuerza hasta nosotros: autonomía. La idea de autonomía universitaria es, en efecto, una herencia fundamental del movimiento reformista. La otra no ha hecho más que ampliarse en estos cien años de historia universitaria, social y política de nuestros países, lo que nos permite hoy pensar no solo en el derecho de los universitarios al autogobierno de sus instituciones, sino también a estas mismas instituciones como las encargadas de garantizar la posibilidad de un ejercicio efectivo y cierto de lo que hoy nos gusta llamar un “derecho a la Universidad” de los ciudadanos y de los pueblos.