En la noche del 31 de mayo, Washington ardía en llamas y cientos de millones de personas ni siquiera se enteraron. La respuesta a la rebeldía ciudadana ya estaba prefabricada. A similitud de lo que sucedió en octubre de 2019 en Ecuador, la prensa empresarial simplemente no reportó los hechos en tiempo real. Una vez más, los grandes medios pretendieron que nada acontecía.
Al margen de que su comportamiento pueda explicarse por el contubernio de intereses entre el gobierno y los empresarios privados, el ocultamiento de los acontecimientos buscaba evitar “la amplificación” de los procesos comunicacionales generados desde la ciudadanía. Posiblemente, desde la perspectiva de los editores y periodistas que dependen económicamente de una empresa, su razonamiento fue algo parecido a lo siguiente:
“No conviene presentar hechos aislados que fueron provocados por activistas y que generarán más angustia en la población. A la gente no le gusta lo negativo.”
Quienes detentan el poder entran en conflicto con la realidad. Por ello, ellos optan por difundir “la verdad verdadera” mediante narrativas que no buscan, ni pueden, ser coherentes ni consistentes. Las explicaciones que las elites ofrecen son un “cuento cuántico” que se sustituye por uno nuevo cada vez que la farsa deviene inocultable.
Donald Trump y sus títeres operan en esa forma. Desde que comenzaron los eventos relacionados con el asesinato del afroamericano George Floyd en Minneapolis, los conservadores estadounidenses no han podido apegarse a una sola narrativa para explicar lo ocurrido y justificar las acciones represivas que ansían ejecutar. No pueden ser coherentes ni consistentes cuando las redes sociales devienen en herramientas incontrolables e inagotables de denuncia ciudadana. Para ellos, Internet, Anonymus o un teléfono inteligente son un problema. Su verdadero dolor de cabeza, sin embargo, está fraguándose por otro lado y tendrá consecuencias más caóticas.
Aunque pregona lo contrario, la sociedad estadounidense no es democrática, tolerante o incluyente. En la vida cotidiana, en ese país, decenas de millones de personas viven cultivando su ignorancia y haciendo alarde de ella.
Digamos las cosas como son. En Estados Unidos, abrir un libro, escuchar un programa educativo o mantener una conversación para ampliar la comprensión del mundo, no es la opción más atractiva para la mayoría de quienes votan por los republicanos, para quienes creen que la tierra es plana o para quienes apoyan la invasión a cualquier país cuyo nombre no pueden ni pronunciar.
Para buena parte de la población estadounidense, el objetivo existencial es “vivir y dejar vivir” para poder hacer dinero lo más rápido posible. “Mind your own business” (preocúpate por tus asuntos) es la frase que se aprende desde la infancia.
Ciertamente, la descripción anterior podría aplicarse también a muchas sociedades capitalistas contemporáneas pero… Estados Unidos alberga a una población que tiene armas y que cree que puede usarlas a voluntad para defender “su propiedad”.
Lamentablemente, esta circunstancia podría ser aquello que marque las diferencias entre lo que acontece en las ciudades estadounidenses y lo que sucedió en las explosiones de descontento popular en Quito, Santiago de Chile, Puerto Rico, Barcelona, Paris o Londres. En Estados Unidos, la gente tiene armas y un presidente que invita a gritos a soltar a los perros feroces, a la Guardia Nacional y al Ejercito en contra de quienes protestan.
El “uso selectivo y progresivo de la fuerza” no es una opción agradable para quienes se sienten acorralados por su ignorancia, su odio, su prepotencia y su incapacidad. Cuanto más ineptos se vuelven, más autoritarios se evidencian. No tienen opción. Pobres seres. Su miseria como personas y gobernantes, sin embargo, deviene en fuente de males públicos.
Aunque las narrativas oficiales quisieran culpar a China o Cuba de lo que pasa en Estados Unidos, aunque la Casa Blanca sostenga que la mayoría de los gobernadores y alcaldes son unos débiles y pusilánimes, Donald Trump será responsable de los acontecimientos que podrían generarse.
En Estados Unidos, los “antifacistas” y “la extrema izquierda” (a quienes el presidente republicano quiere echarles la culpa e ilegalizarlos como “terroristas”) no son quienes están armados. Ellos no suelen enrolarse en el ejército. Ellos no organizan cacerías de animales ni hacen campamentos para entrenarse en tácticas de combate durante los fines de semana. Los terroristas no son ellos.
En Estados Unidos, los terroristas son quienes creen que los africanos, los latinos, los asiáticos, los africanos, los japoneses, los chinos, los demócratas, los socialistas, los comunistas, los anarquistas, los musulmanes, los católicos o cualquier otra potencial victima de su odio e ignorancia son esencialmente seres inferiores que merecen ser expulsados de su país, encarcelado o asesinados.
Entre quienes apoyan a Trump están aquellos estadounidenses cuyas existencias son tan patéticas que se sientan a beber cerveza en el porche de la casa y a lanzar improperios contra los rusos porque las eslavas cumplen el estándar de belleza que su propia sociedad creó y sus hijas no pueden satisfacer. “Patético” es un adjetivo inglés utilizado para describir semejantes contradicciones.
En este fin de semana, en Detroit, un supremacista blanco disparó desde su auto a quienes protestaban y asesinó a una persona. En otro lugar, un tanquero con combustible arremetió contra personas que marchaban apiladas entre sí. Mientras tanto, en los suburbios de clase media, civiles armados levantaron retenes y amenazaban con “no dejar pasar” a ningún vándalo.
Estos tres casos emblemáticos retratan el país que Donald Trump está construyendo sobre la base de una herencia de odio acumulada durante siglos. CNN, FOX u otras cadenas nacionales poco o nada dijeron sobre lo anterior… Pero se portaron con más decencia que Teleamazonas en Ecuador.
Por lo menos, mientras Washington ardía en llamas, esos canales estadounidenses no trasmitieron un episodio de Bob Esponja.