Juan Paz y Miño

El salario es un componente de las relaciones laborales, que también están sujetas a derechos y garantías. Rige el principio pro-operario, que implica que la legislación y la administración de justicia en materia laboral se inclinan en forma prioritaria a favorecer a los trabajadores. Y en Ecuador hemos conquistado derechos fundamentales desde inicios del siglo XX no sólo por las luchas de los trabajadores, sino por la acción de intelectuales y profesionales que impulsaron la conciencia y la legislación laboral, así como por la influencia de corrientes internacionales igualmente favorables a la creación de mejores condiciones para el trabajo en el capitalismo.

En toda América Latina creíamos que los principios, las garantías y los derechos laborales, siendo conquistas históricas, permanecerían en el largo tiempo y hasta mejorarían. No ha ocurrido así. Primero las sanguinarias dictaduras militares del Cono Sur en la década de 1970 y luego, desde 1980, los distintos gobiernos que hicieron del neoliberalismo económico la guía para sus políticas sociales, arrasaron con la protección y promoción a los trabajadores. Hoy, como se ha visto en Argentina o el Brasil, la flexibilidad y la precarización del trabajo y de los derechos laborales han desmantelado antiguos beneficios sociales y lo peor es que se han constituido en ejemplos que inspiran a otros gobiernos.

En Ecuador, durante la década de 1990, los derechos laborales galopaban al precipicio, porque las elites empresariales del país exigían, entre otros asuntos: aumentar la jornada (a 44 y hasta 48 horas), suprimir el pago de horas extras, congelar por algún tiempo el alza de salarios, recortar o suprimir las indemnizaciones, abolir el reparto de utilidades, sujetar los salarios a la productividad y eficiencia en la empresa, etc. Solo les faltaba pedir que reviva la esclavitud. Y de esos pronunciamientos hay suficiente documentación histórica.

Desde esos años hasta el presente, la elite empresarial más poderosa no ha cedido en su afán por conquistar competitividad, eficiencia productiva, crecimiento y altos beneficios, pero a costa de los trabajadores. Con el gobierno del presidente Rafael Correa no fue posible que el capital se impusiera en forma exclusiva y preferente sobre el trabajo, aunque desde 2015 hubo algunas decisiones que flexibilizaron ciertas bases laborales, sin que ello significara volcarse a los intereses simplemente empresariales.

Pero en la actualidad los intereses privados han despertado del “ostracismo” de una década y abiertamente son presentados como interés público. Las presiones de las cámaras de la producción son de tal magnitud que, apoyadas por los medios de comunicación ligados a sus intereses, parecen ciertas y hasta razonables, luciendo correctas las propuestas por la “flexiseguridad laboral”.

El documento Consenso Ecuador, que impulsó la Cámara de Comercio de Quito el año pasado, incluso llegó a cuestionar el principio pro operario sobre la idea de que era necesario modernizar la legislación. La reciente Carta abierta de los gremios empresariales al presidente Moreno continuó planteando la introducción de nuevas modalidades del trabajo e incluso llega a sostener que la jubilación patronal debería pasar al IESS. Hay empresarios que dicen que el reparto de utilidades afecta su productividad. Otros, con evidente sarcasmo político, han aplaudido que la Corte Constitucional haya resuelto la restitución sin topes del reparto del 15% de las utilidades. Y hasta el Ministro de Trabajo habla de fijar salarios mediante un sistema “técnico” sujeto a los principios de la OIT, algo parcialmente cierto, porque depende qué enfoque técnico se quiera emplear y cuáles de los principios de la OIT se privilegian soslayando otros.

El diálogo nacional en materia laboral parece convocar solo a un sector: el empresarial. Se dice que Ecuador tiene el salario más alto de América Latina (¿obra del “correísmo”?) y una legislación del trabajo “demasiado” reguladora, que afecta las capacidades empresariales. No es cierto. Nuestra legislación está lejos de otras regulaciones internacionales. Y además, cabría preguntar ¿cuál será la desgracia laboral en América Latina para que Ecuador, que todavía tiene bajas condiciones laborales y bajos salarios, sea un ejemplo a exhibir en la región?

El salario, puede ser un poderoso instrumento de redistribución de la riqueza, que actualmente se concentra en una elite de familias ecuatorianas y de millonarios. No es una dádiva generosa, sino parte del valor económico que los mismos trabajadores generan y del cual también se benefician los propietarios del capital, un asunto esclarecido por la teoría económica desde mediados del siglo XIX.

El salario tampoco es un rubro contable sujeto únicamente a parámetros de medición exclusivamente técnicos, sino un instrumento social de mejoramiento de condiciones de vida y hasta de ampliación del mercado interno de consumo, que incluso requiere de negociaciones entre las clases sociales involucradas, algo que no es ajeno a otros países latinoamericanos y europeos. Pero estas cuestiones son las que menos se valoran al momento de inclinar la balanza simplemente a la consideración de “costos de producción” y no a la promoción del bienestar y la holgura de vida para los trabajadores y sus familias.

Desde luego, la política laboral define la naturaleza de todo gobierno, de modo que todavía toca esperar las definiciones que en esta materia adopte el gobierno del presidente Lenín Moreno, para saber a ciencia cierta hacia dónde se inclinará la relación entre capital y trabajo en la sociedad ecuatoriana.

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