David Chávez
Ese brillante académico que es Andrés Guerrero cuenta en uno de sus trabajos cómo, en los inicios de la República, Juan José Flores debió dar marcha atrás en su intento de suprimir el llamado “tributo de indios” para implementar impuestos generales para toda la población. Buscaba, en el más puro sentido liberal, igualar las obligaciones de todos los ecuatorianos, configurar una de las bases del Estado-nación moderno: la ciudadanía nacional. La respuesta de la mayor parte de la población “blanco-mestiza” fue una violenta insurrección en contra de la medida. Luego de esa maravillosa expresión de la “sociedad civil” en contra del “autoritarismo estatal”, el orden fue restituido, se mantuvo el tributo colonial a la población indígena mientras la mayoría no contribuía en la naciente “república” ecuatoriana.
Pero esta historia acerca de las sólidas bases de nuestra nacionalidad no termina ahí. Señala Guerrero que en 1857 se produce otro episodio, el parlamento suprime la “contribución personal de indios” e instaura formalmente una condición general de ciudadanía que incluye a la población indígena. Esta vez, la mayoría acepta la propuesta, pero las razones para ello no son muy diferentes, se acepta porque esta propuesta termina por entregar la “administración de poblaciones” –como la denomina Guerrero- a privados, deja fuera de la intervención estatal a la regulación de las relaciones entre dominantes y dominados (blanco-mestizos e indios).
Siempre he creído que los rigurosos y profundos estudios de Andrés Guerrero son aportes ineludibles y de gran lucidez para entender el orden político ecuatoriano, mucho más importantes que los deleznables panfletos con citas bibliográficas y datos estadísticos que escriben algunos falsos liberales. Lo contado por Guerrero habla de una particular forma de constitución de nuestra sociedad que dio paso a un sistema político que, con significativos períodos de aggiornamento, ha mantenido ciertas prácticas esenciales a lo largo de muchísimo tiempo.
Se puede decir que de estas referencias de Guerrero se extrapolan dos características del orden político ecuatoriano. La primera, un sistema cerrado de privilegios, profundamente estamental y –por principio- antidemocrático. El tristemente célebre “país de los notables”, de los apellidos, de las relaciones personales, de los compadrazgos y, principalmente, del color de la piel. Dicho con otras palabras: una sociedad fracturada por desigualdades sancionadas contundentemente en nuestras relaciones cotidianas. En un artículo en la revista Nueva Sociedad, el analista Nicolás Cabrera, citando al antropólogo Roberto Da Matta para explicar el triunfo de Bolsonaro, recordaba una frase tremendamente ilustrativa para dar cuenta cómo opera la desigualdad como principio básico de interacción social, se trata de la expresión inevitable en una bronca de calle: “¿no sabes con quién estás hablando?”. La similitud con el Ecuador es impresionante.
La segunda, esas relaciones entre desiguales no se regulan directamente por el Estado, este se supedita a los “arreglos privados” que las clases dominantes locales llevan a cabo. Subrayo, locales, ni siquiera nacionales. Élites locales con pequeños proyectos para sus pequeñas regiones; así por ejemplo, las élites cuencanas haciendo un pequeño Estado en sus cercanías, mientras la quiteñas o las guayaquileñas soñando con Francia o Estados Unidos respectivamente. Pero, más importante aún, es que ese no es un problema solo de las élites, las clases medias plegaron a los proyectos de sus élites locales con enorme entusiasmo. Un sofisticado y poroso sistema, siempre controlado por las fragmentadas élites, que pone a trabajar un tinglado de mecanismos para que los advenedizos de otros grupos sociales puedan acercarse un poco, con distancia y manteniendo “su lugar”, a los círculos privilegiados de las élites y sus siempre momentáneos acuerdos nacionales.
Aunque es obvio que eso no ha permanecido inalterable, es evidente también que hay ciertas estructuras sociales y políticas que persisten a pesar de sus sucesivos remozamientos. Y es que históricamente los intentos por transformar ese orden social y político han sido sucedidos por procesos que buscan restablecerlo en el marco de condiciones distintas. Lo que le pasó a Flores y su intento por generar igualdad jurídica es una constante en la historia política del Ecuador.
Moreno es el opaco personaje que ha llevado a cabo el nuevo remozamiento de esas viejas estructuras. Este año que concluye ha sido su mejor año en la consecución de ese objetivo. El 2018 empezó con lo que, en algún momento, denominé la “tercera vuelta electoral”, el último y “heroico” enfrentamiento de la coalición de fuerzas políticas y sociales que representan a ese viejo orden contra el correísmo que constituye la más reciente tentativa por superarlo. La consulta popular apuntaló el triunfo de tal coalición, codiciada por mucho tiempo y frustrada permanentemente por el apabullante apoyo electoral al correísmo, por fin se hizo realidad. Pero, claro, para eso era necesario trampear un poco, activar una estrategia que tenía como uno de sus puntales a los infiltrados que habían puesto en el correísmo desde quién sabe cuándo y convertir a la necesaria lucha contra la corrupción en un sainete político de la peor factura.
Luego, la “feria de la alegría”, destitución de autoridades sin el debido proceso o sobre la base de vergonzosos “informes”; arrogación de funciones; nombramiento ilegal de funcionarios. En definitiva, la configuración de un Estado transitorio o subrogante. Y con ello un obsesivo afán por profanar tumbas políticas para llenar de zombis de la vieja política la alta dirección del Estado o un sistemático proceso de incorporación de jóvenes mercenarios que han lucido un amplio espectro cromático de camisetas políticas. Como resultado de todo esto, el condicionamiento radical de fiscales y jueces que se han visto obligados a llevar adelante ridículos “juicios de cartón” para cumplir con el objetivo de destruir o –cuando menos- neutralizar al correísmo.
Aunque se repite mucho lo contrario se puede decir que Moreno tiene un proyecto claro, volver al funcionamiento fragmentado y débil del Estado que favorece las parcelas corporativas y, curiosamente, el funcionamiento del programa neoliberal. Ese Estado ideal para legitimar la desigualdad de nuestras relaciones cotidianas y la disputa privada que se halla mediada no por el “libre juego del mercado”, sino por los mecanismos cerrados del orden de privilegios del “país de los notables”, en el que el apellido o el “roce social” o la “buena cuna” son los requisitos para acceder al mando del Estado, aunque se obtenga notas deplorables en los concursos públicos, no se gane ni una elección, se crea que el Estado es un caritativo “donador” o no se tenga capacidad alguna para presentar una proforma presupuestaria medianamente decente.
Más allá del debate coyuntural, es ineludible una profunda reflexión de cómo la “estrategia cuántica” está enraizada en determinados elementos que yacen en la base de nuestra constitución como sociedad “republicana”, los peores claro, los que vienen del antidemocrático pasado colonial que algunos malintencionados confunden absurdamente con “democracia”. Por supuesto, también queda pendiente la urgente reflexión sobre cuánto de ese orden ha infectado también a los ensayos por transformarlo, en la experiencia reciente está abierta esa pregunta sobre el correísmo, sobre cómo estuvieron allí tantos Morenos –esos izquierdistas “puros y verdaderos” de AP- por tanto tiempo sin que nadie advierta que serían ellos, y no los boys scout, los que devolverían el poder al conservadurismo político, a los empresarios neoliberales y al imperialismo. Pero más allá de eso, se debe pensar la política en el sentido amplio, es decir, tener en cuenta que hay comportamientos muy arraigados por los que nos cuesta dejar de decir en una bronca de calle: “¿tienes idea de con quién estás hablando?”. La significativa legitimidad social que tiene el retorno conservador se sustenta en esos comportamientos que no terminan de irse, el “éxito” de Moreno se afinca en nuestra más execrable herencia histórica.