La noche que vi la noticia sobre la posesión de los nuevos jueces de la Corte Constitucional no pude menos que sonreír con cierto espasmo, casi repulsión. Pero enseguida, recostada en la cama, me puse a pensar en las docenas de lugares comunes que tenemos los ecuatorianos para asumir y reproducir las jerarquías creadas por el poder post y neocolonial. Jerarquías que dominan, subjetivamente, nuestras creencias y hasta nuestras percepciones. La calidad de prohombres, del valor de la honestidad y hasta la estética de los funcionarios –de alto o bajo nivel- está dada por ese establecimiento de rangos que muchos adjudicamos para una elite, dizque ilustrada, dizque intelectual.
Los jueces posesionados tuvieron a bien elegir para que los presida a un prócer del siglo XX, y en un extracto que el canal destacó, leyó que venían a inaugurar “otra ética”. La pregunta inmediata fue, para mí, ¿qué ética tenían los anteriores jueces? Es de suponer, acaso, ¿que hay una ética de la corrupción (la de los jueces anteriores)?, ¿y una ética del pudor (la que ejercerán los actuales)? Desde los conceptos (puros) no hay ética de la corrupción ni ética del pudor. La categoría ética no tiene cualidades catequistas y menos demagógicas.
Pero todo viene por bien. Tal declaración, no conceptualización, venida de un prohombre cuya jerarquía es normalizada por el dominio ideológico del derecho criollo y la mediatización del sentido común, me aclaró, ya pensándolo mejor, que las imágenes de esos jueces posesionándose y lo que narraba el periodista sobre la relevancia del hecho, a más de la frase del magistrado ungido como sostén jurídico máximo, solo retratan lo que también somos como sociedad, más allá de la jerarquización aceptada por la ingenuidad ciudadana: somos unos ilusos que creemos aún en la representación, somos unos sujetos predispuestos a que nos manden quienes un día se pintan de radicales y quijotes del interés general e igualmente nos manden quienes un día fueron la mano larga de la represión de un gobierno que pervirtió los fueros del Estado. La pluralidad ideológica, ese telón sucio de la neocolonialidad discursiva, pone en la misma mesa a tirios y troyanos… y hay que tragarse el cuento de que ellos salvarán a la Patria desde la futilidad de pensar que hay “otra ética” en la forma y el fondo del rito constitucional.
Uno de los triunfos de la democracia capitalista es haber impregnado la vida social de la gente de lugares comunes. Lo más primitivo de su propia esclavitud mental es la necesidad de autoridades. Los jueces son presentados en los noticieros como autoridades con méritos, con independencia, con virtudes dignas de un enfoque jurídico imparcial, con atributos morales y desprendimientos políticos. Esto último, el desprendimiento político (como la independencia, en abstracto), es la clave para desprestigiar a la política y entronizar la hipotética asepsia del derecho. Así de increíble.
Pero: ¿cómo afirmar que la nueva Corte Constitucional nace de un vientre santo si todo lo que se hace en este país desde mediados de 2018 es parido a partir de la constante violación y desacato al estado de derecho?; ¿no es la politiquería de la represalia y los bajos instintos del odio los que determinan incluso la selección de la mayoría de candidatos (a autoridades) en el nido del Consejo de Participación Transitorio?; ¿no es el uso y abuso de las influencias de los grupos de poder (que hacen de la política un eterno ejercicio de lobby) lo que impulsa unos nombres u otros para ocupar cargos no políticos?
Basta ver la imagen en televisión para saber que el pasado de la mayoría de los jueces está lleno de ese cóctel prodigioso de la pluralidad liberal: ejercen el derecho de acuerdo a la relatividad de sus ideologías, la manoseada técnica legal y sus inocultables preferencias políticas. No hay neutralidad, ni siquiera como ardid consuetudinario de la fraseología juridicista del poder. Son jueces de una corte hecha a la medida de las hambres políticas de la coyuntura, no de la estructura institucional que sostiene lo constitucional… y lo ético.
Por eso la oración efímera de “otra ética” solo es parte del utilitarismo de un lenguaje sujeto al poder. ¿Hablaba de la ética del poder? ¿En qué se sustenta esa ética? ¿En la correlación de fuerzas que hoy se estrecha más en una Corte que da cabida a gente de izquierda -tal vez idealista- y a gente de derecha proclive a la coerción estatal cuando no a la violencia del Estado?
En la mesa de la CC actual se mira el resumen vivamente gráfico (más politiquero que jurídico) de lo que empuja el poder con tal de no perder tiempo ni fuerza. El poder entendido, claro está, como dirección y motor de un sistema de representación ya en decadencia que llegó a eso por una razón sencilla: el Consejo de Participación de Ciudadana y Control Social, concebido en la Constitución de Montecristi, y hoy inri de los demócratas impostados, es algo de lo que no se pueden zafar ni porque el señor Moreno y el señor Trujillo lo hayan descalificado con sus acciones e ilegalidades. Poner su destino inmediato en la papeleta de votación de marzo próximo (propuesta en la consulta que ellos mismos diseñaron) es la muestra fehaciente de cómo, ahora, los sabios orgánicos de los medios y la peor clase política, repudian la ceremonia electoral cuando les conviene. Así, llamar a votar nulo (por los candidatos al CPCCS) es otorgar a este organismo el auténtico peso político (de participación democrática) que durante más de un año se han pasado negando. Ser demócratas es aceptar el rol del quinto poder, constitucionalmente creado.
En plena campaña electoral vemos que la ‘ética del poder’, que es una arenga juridicista y moralista, se contrapone a la única ética que un Estado debe rendir tributo: la ética pública; pero como la están matando –día a día- pocos quieren hablar de lo esencial sino apenas de lo transitorio.
Que diosito los perdone.