Ricardo Sánchez Cárdenas
A Aníbal Quijano, in memoriam
Mis lecturas de Karl Marx, al menos durante mi formación en ciencias sociales, comenzaron en una cátedra titulada Marxismo Negro[1]. Habiendo dejado mi natal Ecuador para estudiar en las entrañas del imperio norteamericano, era de esperarse que la oferta universitaria respecto al programa de investigación científico social que inauguró Marx (Burawoy, 1990) sería limitada. Sin embargo, fue ahí que encontré una puerta pera entender el concepto de “privilegio epistémico” (Smith, 1974; Connell, 2002/2004) como herramienta (geo)política que se articula en posiciones sociales de frontera (Anzaldúa, 1989, 1990), en las conflictivas zonas de contacto (Pratt, 1991, 1997) entre diversos modos de producción de vida y conocimiento humano. Ahí aparecieron las posibilidades y desafíos asociados con hacer historia a contrapelo (Benjamin, 1940 en Echeverría, 2005) de las tendencias eurocéntricas que nos han llevado muchas veces al economicismo, al historicismo y al sociologismo. En otras palabras, el control de la tendencia a la fragmentación en el entendimiento de la totalidad social que caracterizan nuestros tiempos capitalistas (Marini, [1994] 2005), requieren que volvamos la mirada a la interpelación que implica la negritud (Césaire, [1950] 2006; Wallerstein, 2006) ante la teorización marxista de la modernidad capitalista y los horizontes revolucionarios que esta plantea para el 99% de la humanidad; aquellxs en constantes luchas anti-coloniales que inspiraron a Fanon (1965) a teorizar el sujeto revolucionario como el proyecto de la auto-determinación de lxs condenados de la tierra.
El psiquiatra y filósofo caribeño Frantz Fanon reconoció con lucidez crítica los límites y alcances del trabajo de Marx para pensar en/desde/a partir de la periferia del sistema-mundo capitalista por un lado, y de las luchas que dieron forma al concepto de negritud, por el otro: “El concepto de ‘negritud’, por ejemplo, era la antítesis afectiva si no lógica de ese insulto que el hombre blanco hacía a la humanidad. Esa negritud opuesta al desprecio del blanco se ha revelado en ciertos sectores como la única capaz de suprimir prohibiciones y maldiciones” (Fanon, [1959] 2000, p. 81). Más allá de una reivindicación étnico-identitaria, la negritud se constituye en una respuesta posible ante la “blanquitud” (Echeverría, 2007) o blancura como “insulto a la humanidad” de las grandes mayorías de personas en el mundo (ver Connell, 2004, 2007, 2009); respuesta que a la vez se constituiría en la base de proyectos (geo)políticos capaces de dar salidas posibles a las prohibiciones constitutivas del capitalismo moderno y las maldiciones que caracterizan lo que el sociológo peruano Aníbal Quijano nos ha enseñado a identificar como la colonialidad del poder (ver también Lugones, 2008; Segato, 2015).
El desafío de construir democracias revolucionarias, y no dormirse en los laureles de las auto-proclamadas “revoluciones democráticas” que, como advertía Hugo Chávez, tienen necesariamente un freno conservador, implica consolidar programas de investigación científico-social y líneas de acción (geo)política que nos permitan entender para trans-formar las “prohibiciones y maldiciones” que fundamentan y estructuran los sentidos comunes que están detrás de este eterno retorno al (neo)liberalismo como fundamento ideológico de la acumulación por desposesión (Harvey, 2007) capitalista. Está claro que el capitalismo siempre ha requerido y siempre requerirá la perpetuidad de la violencia constitutiva de la acumulación originaria y la desposesión estructurante de los sujetos y las subjetividades (neo)coloniales e imperiales. Aquellxs que sufren en cuerpo propio, cotidianamente, el fetichismo moderno (ver Echeverría, 2011) y las violencias que este encubre, encuentran su espejo más revelador en la condición actual del pueblo palestino y el pueblo puerto riqueño; referencias paradigmáticas de lo que significa el neocolonialismo y el imperialismo moderno.
Sin embargo, como las mujeres de Juárez (Segato, 2013) nos recuerdan, es fundamental que no perdamos de vista que la (geo)política actual no puede sino entenderse en el colapso violento entre las distintas escalas de nuestra experiencia: desde lo micro-cotidiano hasta lo macro-histórico, pasando por lo meso o institucional. Debemos entender que la geopolítica no puede ser reducida a mera estrategia de inserción en el mercado mundial o sistema mundo. Este componente de lo público debe articularse alrededor de la necesaria reflexión sobre las formas concretas de clasificar las abigarradas formas de lo humano. Las instituciones (geo)políticas organizadas para superar los problemas modernos que nosotros mismo hemos conjurado en nuestra cotidiana reproducción de las desigualdades modernas nos violentan continuamente a través de prácticas estructuradas alrededor de las diferencias coloniales de género, raciales y sexuales que caracterizan a la sociedad de clases como huellas digitales del capitalismo realmente existente. La idea de la modernidad no puede terminar reducida a estas formas de violencia estructural y por esto la misión histórica de la ciencia social es darnos herramientas para entender de manera trans-formadora las luchas emancipatorias que siempre acompañaron la estructuración de las “prohibiciones y maldiciones” de la opresión cosificadora de la colonial-modernidad capitalista. La modernidad también constituye –vaya paradoja- el desafío de la emancipación que lejos del abstracto “libertad, justicia y libertad” que ha animado la imaginación liberal-eurocéntrica implica teorizar seriamente el concepto de cimarronaje (Hesse, 2014) que en la práctica supone que la libertad es más que algo por alcanzar sino que mas bien constituye procesos constantes de construcción de comunidades –de públicos (Quijano, 1988)- capaces de institucionalizar el derecho a auto-determinarse; a trans-formarse de manera que su universalidad no reproduzca las jerarquías existentes sino confronte despiadadamente (Marx, 1843) las desigualdades sociales realmente existentes. Estos tiempos apocalípticos del capitalismo tardío no pueden hacernos perder el horizonte trazado por todxs aquellas que luchan contra las violencias sexuales, raciales y de género, pensando a contracorriente de la colonialidad del poder (Quijano, 1991; Quijano & Wallerstein, 1992; Quijano, 2007), es necesariamente anti-capitalista; cosa muy distinta a la idea de abandonar la modernidad como proyecto cimarrón que se funda con Haití (James, [1938] 2010; Buck-Morss, [2009] 2014), pieza clave para estudiar las sociedades de Nuestra América (Martí, 1891).
Bibliografía:
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[1] Dicha cátedra, organizada de manera genial y generosa por la Prof. Pinar Batur (Vassar College, llevaba el nombre del importante libro, escrito por el Prof. Cedric Robinson en 1983, titulado Black Marxism: The Making of the Black Radical Tradition. Como su nombre lo sugiere, el libro no es una discusión meramente teórica sino una investigación histórica sobre como una importante tradición teórica se ha construido alrededor de las luchas transnacionales de la diáspora africana como pieza clave para entender la experiencia del mundo moderno en toda su complejidad. El libro se divide en tres partes: primero introduce la concepción de “capitalismo racial” para discutir el surgimiento y las limitaciones del radicalismo europeo (primera parte) y las raíces del radicalismo negro (segunda parte) en la transmutación transnacional del África que comenzaría en el “largo siglo XVI” (Quijano & Wallerstein, 1992). Estos necesarios antecedentes históricos permiten entender que la relación entre el “radicalismo negro y la teoría marxista” (parte tres) no es mecánica ni se trata de que relacionar una con la otra enriquece uno u otro lado de la ecuación sino más bien que dicho enfoque puede permitirnos entender la teorización que Marx hizo al respecto de la praxis.