La modernidad capitalista y racismo imperialista

Ricardo Sánchez Cárdenas

La sabia chicana e intelectual feminista Gloria E. Anzaldúa comienza su obra fundamental Borderlands/La Frontera con una imagen que ilustra poderosamente lo que realmente significa la geopolítica, particularmente en América Latina, esa formación social que José Martí llamó Nuestra América, y en lo que conocemos contradictoriamente como América en general: “La frontera entre Estados Unidos y México es una herida abierta donde el Tercer Mundo se araña contra el primero y sangra. Y antes de que se forme costra, vuelve la hemorragia” (1987/2016, p. 42). Esa herida abierta es una imagen que nos deja entender que las crisis del capitalismo moderno/colonial no son solo cíclicas, en el sentido de que vienen y van, aparecen y desaparecen. Es mejor entender la crisis como constante constitutiva de la modernidad capitalista. Como ha demostrado el geógrafo marxista David Harvey, las crisis son esenciales para la reproducción capitalista (2014, p. 11) y por lo tanto son necesarias las crisis para el perpetuo requerimiento de la “acumulación por desposesión” (2004). Requerimiento, que a su vez, se expresa en el ímpetu insaciable por el crecimiento y la expansión que ha requerido históricamente primero el colonialismo y después el imperialismo necesario para el surgimiento inicial y continuo desarrollo de la actual maquinaria económica capitalista a nivel global.

En otras palabras, las crisis capitalistas siempre presentes se desplazan geográficamente, a través de diversos mecanismos pero sobre todo en la violencia simbólica que hace ciertos cuerpos más vulnerables que otros, particularmente a través de la  clasificación racial y sexua/de género. Lxs trabajadorxs desplazados espacialmente y explotados históricamente siempre están atravesados por las más diversas fronteras que estructuran nuestras sociedades modernas. La herida abierta donde el Tercer mundo y el primer mundo se arañan y sangra, late al ritmo que dicten las luchas entre oprimidos y opresores; esos latidos se expanden y se retraen, y nos ayudan a entender las expresiones locales de un problema global. Venezuela es un lugar fundamental para entender como el último ciclo de luchas anti-capitalistas generó herramientas para seguir luchando por sociedades otras, donde la “solución” a la crisis no sea simplemente reforzar la precariedad de las grades mayorías mientras se empuja el problema hacia otro lado geográficamente, muchas veces creando chivos expiatorios a nivel local que fragmentan las fuerzas políticas populares a través del racismo y la violencia de género, para mencionar dos mecanismos fundamentales de las desigualdades modernas que genera la acumulación capitalista (Marx, 1987; Luxemburg, 1913).

Cuando reducimos la geopolítica a ciencia militar o a estrategias para insertarse en el mercado u orden global capitalista de la mejor manera posible, caemos en el peligroso equívoco de deslindar las luchas políticas concretas (sean estas locales, nacionales, o regionales) de las estructuras de poder colonial-capitalistas que siempre las enmarcan: no nos deja considerar estas luchas contra distintas pero entrelazadas formas de desigualdad en su real dimensión transnacional. La corrupción, que hoy se utiliza como bandera para deslegitimar a las fuerzas que lograron posicionar las lucha contra la desigualdad generada por los ajustes estructurales neoliberales como horizonte de las políticas públicas en la región, no es más que un síntoma de la descomposición y fragmentación social que continúa generando la descarnada competencia por sobrevivir los vaivenes del desarrollo dependiente de Nuestra América. Más que una perversión de un grupo político, sector social y grupo de países “subdesarrollados”, la corrupción sugiere la necesidad de trabajar (reflexionar para trans-formar y vice-versa) las contradicciones que aparecen en sociedades brutalmente desiguales como las latinoamericanas, donde la sobre-explotación del trabajo que caracteriza a las formaciones sociales dependientes/periféricas del sistema-mundo colonial/capitalista refuerza esa tendencia estructural capitalista hacia la generación constante de desigualdades sociales.

La Revolución Bolivariana en Venezuela resaltó el desafío de pensar una geopolítica anti-imperialista fundamentada en la construcción del poder popular a través de la constitución de una democracia “protagónica y participativa” (Asamblea Constituyente, 1999). Al deslindar la participación (geo)política local de los conflictos concretos que generan las interconectadas lógicas de clasificación socio-histórica que genera la desigualdad rampante que nos rodea, no entendemos que la participación (geo)política no es privilegio de un ente abstracto llamado “sociedad civil” sino implica el compromiso incondicional con el protagonismo de aquellos sujetos subalternos, de aquellxs que han sido sistemáticamente excluidos de la política formal como puntal fundamental de la modernidad eurocéntrica/racista y la enajenación/explotación colonial-capitalista. Dicho compromiso necesariamente chocará con las sensibilidades (neo)liberales de los poderosos (y los que sueñan algún día llegar a poderosos) que han encontrado en la democracia representativa su mejor coartada para legitimar la “libertad” de abstracciones como el dinero y los mercados; abstracciones que reducen las complejidades materiales de cualquier tejido social a las vicisitudes del individuo que se cree auto-suficiente y por lo tanto se toma la forma de ficción abstracta. La participación (geo)política protagónica de sectores incómodos para el status quo siempre producirá caricaturas para intentar contener a nivel ideológico aquellos procesos geopolíticos que como el de la Revolución Bolivariana; procesos que si bien han sido tremendamente contradictorios, siguen constituyéndose en referentes necesarios para pensar los problemas que enfrentamos como humanidad y como planeta, sin hacer de estas abstracciones idealistas como las que caracterizan a los humanismos y los ecologismos eurocéntricos.

La hemorragia constante de una herida abierta no es la imagen simplemente de victimización o fatalidad ante los crímenes contra la humanidad que invocamos al hablar de (neo)colonialismo e imperialismo moderno (aunque no debemos nunca olvidar nuestrxs muertxs pues su memoria será siempre fuente de fortaleza en nuestras luchas). Como la historia de las migraciones humanas lo demuestra, es también es fuente creativa de posibilidades (geo)políticas. Potencialidades que están atravesadas no por utopías grandilocuentes sino por luchas concretas, necesariamente contradictorias, al enfrentarse con las miserias y precariedades que genera el mercado laboral capitalista. En otras palabras, vivimos en todos los rincones del mundo, aunque de maneras muy distintas, la subsunción o subordinación de las necesidades de la reproducción de la vida cotidiana de las grandes mayorías a los imperativos de la “destrucción creativa” que requiere el neoliberalismo como forma que toma la reproducción de la acumulación capitalista en nuestros tiempos. La actual crisis que enfrentan con particular intensidad los sectores populares en Venezuela y que ha desplazado un importante contingente de personas a otros países de la región no es la simple historia de víctimas de una “crisis humanitaria” creada por una “dictadura” como los medios de comunicación quisieran hacernos creer. Es el complejo resultado de procesos sociales que deben teorizarse conectando histórica y comparativamente las variadas migraciones forzadas de refugiados económicos que hemos visto durante las últimas décadas en Nuestra América, para entender que entre lxs migrantes puede existir un sujeto capaz de revolucionar las fronteras modernas de todo tipo, no solo víctimas de una violencia estructural que los sobrepasa.

El trabajo científico social tan necesario para hacer sentido de la crisis que nadie niega confronta Venezuela actualmente debe fundamentarse en análisis e investigaciones hechas  “desde adentro” (2018), fieles al principio del desarrollo endógeno que declara la Constitución Bolivariana de 1999, pero sin perder de vista la dimensión transnacional que la Revolución Bolivariana ha planteado alrededor del principio de la integración latinoamericana y de las naciones oscuras del Tercer Mundo en general como única forma de confrontar al racismo imperialista que impide el horizonte de una trans-modernidad intercultural emancipadora construida sobre la cotidianidad de abigarrados culturas populares y diásporas globales. La genealogía institucional que durante las últimas dos décadas en Venezuela nos llevan de formas de organización barrial llamados “consejos comunales” hasta los actuales intentos que buscan forjar comunas productivas capaces de sentar bases materiales para superar efectivamente la dependencia que países como Venezuela tienen a las remesas de industrias extractivas, primario-exportadores como el petróleo o la minería debe ser investigada desde adentro de América Latina, como identidad geo-histórica. Esta genealogía gana un nuevo significado cuando la pensamos en relación a los desbordamientos y potencialidades que aparecen con fenómenos como flujos migratorios abruptos y forzosos que no resultan nada nuevos en la historia de Nuestra América pero que han ganado una nueva visibilidad en Sudamérica a partir de las experiencias actuales de un sector importante de la población venezolana moviéndose a través de las fronteras nacionales de los países de la región. Los flujos migratorios intra-regionales así como la histórica “fuga” de capital humano desde territorios postcoloniales (o previamente colonizados) hacia ciudades globales o centros de control de la acumulación del capital a nivel regional y global, tanto los anteriores como los actuales, representan oportunidades de construir nuevos tejidos sociales, donde se cosechen los frutos tanto de los logros como de las contradicciones de esa apuesta histórica por la construcción de poder popular.

Instrumentalizar el análisis del fenómeno migratorio actual para demonizar el actual gobierno del Presidente Nicolás Maduro no hace más que hacernos perder una oportunidad más de entender que lo que está en juego durante los momentos que nos está tocando vivir. Creo que no se trata de hacer un mero balance crítico de los últimos gobiernos de “izquierda” o “progresistas” en América Latina. Hablar de “éxitos”, “fracasos” o “traiciones” solo nos distrae en la verdadera tarea de la reflexión crítica y la práctica (geo)política para confrontar las fuerzas políticas más reaccionarias de nuestra América: debemos regresar lente analítico al problema del sujeto “pueblo” en sociedades abigarradas (Zavaleta Mercado) como las latinoamericanas sin caer en titubeos (neo)liberales acerca de las impurezas de los liderazgos carismáticos/populistas. Pues las contradicciones políticas, económicas, sociales y culturales que se expresan en síntomas como la corrupción, deben ser analizadas más allá de fijaciones individuales en los liderazgos como cualidades individuales del líder, para ser analizados en referencia a los alcances y limitaciones del concepto mismo de democracia. En otras palabras, debemos estar dispuestos a sortear los moralismos que siempre buscan culpables de las contradicciones estructurales de nuestros tiempos para pasar del balance histórico de estas condiciones estructurales al análisis o investigación empírica teóricamente fundamentada de las alternativas realmente posibles para vivir de maneras que no nos auto-destruyan tanto material como espiritualmente.

Las luchas, victorias y derrotas de aquellxs que Frantz Fanon llamó “los condenados de la tierra” (1961) casi siempre apuntan más allá del limitado horizonte de la sobrevivencia, la conveniencia o la coyuntura. Enfrentando las urgencias cotidianas, las luchas populares que hacen historia dejan a su paso formas otras de organización social así como energía/motivación emocional para construirlas contra el viento y la marea de las estructuras sociales. Las instituciones sociales y espacios públicos (no meramente aquellas estatales) que son capaces de generar modos de vivir (de producción de vida) que apuntalan  la promesa moderna de la “autodeterminación de los pueblos” y de la auto-determinación de los cuerpos (Moraga & Castillo, 1988; Federici, 2004)  que atravesados por las violencias de las desigualdades estructuradas por las contradicciones del colonialismo y del capitalismo “sin fin” (De Souza Santos, 2010, p.14-17) se convierten en frentes de batallas cruciales para defender la supremacía de la reproducción de la vida común por sobre las necesidades de la reproducción ampliada del capital.

La atrofia de nuestra imaginación sociológica y política se expresa en la facilidad con que la cultura hegemónica produce los más variados escenarios distópicos del “fin del mundo” y la dificultad de imaginar estatalidades que no requieran de la constante justificación ideológica de las atrocidades que han caracterizado históricamente el accionar de los estados-nación modernos bajo cualquier signo ideológico. Sin embargo no se resuelve el problema del estado (y la toma del poder estatal) mirando hacia otro lado de forma purista y/o fatalista. Más bien parece necesario volver a ese conjuro necesariamente contradictorio y problemático, pero fundamentalmente moderno, que está detrás del problema de la articulación de lo(s) público(s), partiendo del concepto de soberanía popular y su raíz en la noción de poder constituyente; impredecible noción que en Venezuela se alejó de lo ciudadano-individual para invocar un “poder constituyente” colectivo que desde 1989/1999 se ha planteado la necesidad de construir cualquier proyecto (geo)político viable sobre el compromiso por construir “poder popular” y el horizonte de un estado o estatalidad comunal, capaz de rescatar saberes ancestrales sin renunciar a los horizontes emancipatorios de la modernidad como proyecto todavía en conflictiva construcción. Toda crisis representa una oportunidad de re-pensarnos, de re-plantearnos que queremos ser como América Latina en este siglo XXI que va a terminar pronto sus dos primeras décadas. El primer paso, que hace pocos años parecía consolidarse y ahora parece alejarse al menos en la esfera estatal, es discutir entre todxs lxs latinoamericanxs como es que América Latina puede dejar de ser una mina.

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