El comunicador Agustín Itúrburu fue víctima del COVID-19. Entró al hospital caminando. No salió de allí con vida. Pero como si eso no fuera suficiente, sus pertenencias personales (billetera, reloj, tarjetas, etc.) se ‘extraviaron’ en medio de la confusión de la enfermedad y el duelo. Le dijeron a su familia que estaban quemando todo aquello que los enfermos llevaban consigo. Era mentira. Su padre, en un amoroso gesto, le había entregado la tarjeta de débito bancario y la clave por si debía hacer un pago extra o por si lo derivaban a una clínica particular. Mientras sus familiares y amigos lloraban su muerte, la cuenta bancaria del padre era minuciosamente vaciada por algún anónimo ‘avivato’.
No se entiende. No se puede entender. O sea, se puede entender el robo y el atraco en circunstancias desesperadas. Hasta un asalto a mano armada por adictos en plena ansiedad, como reza una canción, o por padres de familia angustiados de hambre y necesidad se pueden entender. Ojo que no se dice ‘justificar’. Pero robar a alguien que ha fallecido. Vaciar la cuenta bancaria de una familia aprovechando su sufrimiento por la pérdida de uno de los suyos, eso no tiene nombre. Es una infamia de esas para las cuales se desea que por favor haya un infierno, y que ese infierno sea lo peor posible.
Aunque bien visto vivimos los días de infamia tras infamia. Desde la repetitiva infamia que inicia cada cadena nacional con un «es culpa del Gobierno Anterior» (lo que sea: la caída de los precios del petróleo, la lluvia de ayer tarde, la extinción de los dinosaurios y por supuesto la propagación del virus) hasta la infamia de, al igual que los ladrones del hospital del IESS en Guayaquil, querer aprovechar la confusión y el pánico para rifarse los bienes que son de todo el país para beneficio de unos pocos ‘avivatos’, el Ecuador vive, aparte de la pandemia del virus, la epidemia de la infamia. Tal cual.
¿Será que el latrocinio de nuestras autoridades no es más que un grotesco y enorme reflejo del pestilente latrocinio que anida en nuestro interior, haciéndonos ver cualquier suceso como una ocasión de medrar, aunque sea de los maneras más infames y deleznables? ¿A dónde se fueron la compasión que nos hermana, la ternura que nos engrandece, la integridad que nos hace más humanos, la solidaridad que nos salva? ¿En dónde se nos quedó el alma?
Hemos visto y reseñado el gesto noble de un migrante venezolano que sacrificó uno de los muebles de su casa para fabricar un ataúd que le diera dignidad al sepelio de un vecino. Hemos aplaudido la gran idea de animar a la gente a donar alimentos a aquellas viviendas en donde se exhibiera una bandera blanca. Y dicen que está resultando. Hemos visto al alcalde de Quito desafiar la impavidez oficial y, sin decir que todo es culpa de Rodas (¿se acuerdan de él? porque afortunadamente yo ya me estoy olvidando) proveerse de pruebas clínicas para la ciudad por encima de la queja y la inoperancia. Esas acciones, más allá de cualquier motivación ulterior, nos dan cuenta de la presencia de un alma que se gesta y se construye. De un alma individual y colectiva que susurra buenas ideas para generar mejores acciones en tiempos de pánico y desconcierto.
No permitamos que nuestra esencia humana desaparezca carcomida a partes iguales por la decepción y el pánico. No vayamos de ninguna manera a pensar que es el momento de pescar a río revuelto o de aprovecharse de la confusión, porque ya hay demasiada gente haciéndolo.
Hagamos la diferencia. Quizás esta sea la última oportunidad de apostar por la evolución espiritual de nuestra especie. Reconstruyamos el alma. Tal vez esta epidemia nos vino para eso.