Yo solía decir que, como a Borges con Buenos Aires, a mí con Guayaquil no me unía ‘el amor, sino el espanto / será por eso que la quiero tanto’. Y era cierto: a pesar de tantos espantos, todavía podía vislumbrar un futuro brillante para la ciudad en que nací.
Ahora creo que ese futuro no es posible. Cuando empezó la pandemia, pensé que Guayaquil podría dar una respuesta crítica y creativa a lo que le ocurrió. Pero me equivoqué: se ha optado por creer que estamos viviendo una nueva variante del éxito que empezó después de marzo y abril, para no discutir ni pensar el abandono, los muertos y la corrupción que asolaron a esta ciudad en esos meses. Guayaquil está ahíta de imbéciles pasivos, que aceptan cualquier cosa… Aceptan este nuevo ‘éxito’, como un mendigo un mendrugo de pan.
Por mi parte, sé que los esfuerzos inútiles conducen a la melancolía y que lo correcto es dejar que Guayaquil siga su curso al carajo, ya sin mí. Guayaquil está condenada, y va a morir por las inundaciones a consecuencia del cambio climático, es una cuestión de tiempo… Y lo más inteligente es, precisamente, huir a tiempo.
Esa es mi conclusión, toda vez que los espantos consumieron todo el amor que yo sentía por mi ciudad natal. Ahora la siento ajena, incluso despreciable. Vendré de vez en cuando a visitar a algunas personas que quiero, pero como si fuera otra ciudad, digamos Messina o Vientiane. Y serán unas visitas breves, porque me iré tan pronto como pueda… Es de rigor huir de estos espantos.
Tengo claro que en esta decisión de abandonar Guayaquil a su suerte, yo gano. Me ahorro el esfuerzo inútil y dejo que Guayaquil siga el rumbo que ha emprendido a su futura muerte, auspiciada por la rapiña de esos que pueden rapiñar y por la imbecilidad pasiva del resto.
Adiós, Guayaquil: me vencieron tus espantos