Por Galo Mora Witt
Fue Don Ramón María del Valle Inclán, con Goya como sombra precursora, el que introdujo el concepto estético de la teoría esperpéntica en su obra Luces de Bohemia. A diferencia de la clásica tragedia griega, sublime y memorable, el esperpento es la representación de una sociedad ridícula y burlesca. Valle Inclán utilizó los espejos cóncavos que desfiguran las imágenes para demostrar el absurdo del mundo, sin épica ni gestas heroicas. Frente al espejo curvo los rostros y cuerpos se exhiben deformes y caricaturescos.
El gobierno del Ecuador desde el 2017 ha usado un marco ruin de mentiras, patrañas y simulaciones para edificar un proscenio de veneración a los canallas, en el que no tienen lugar los diálogos griegos, sino la opereta, bascosidad y estulticia de la representación bufa del poder. Al establecer desde la óptica política un parangón entre mitos y ritos helénicos y la invención de Valle Inclán, el escenario de miserias y opacidades de la historia nos ofrece una singular antinomia: Tragedia fue el crimen de Berruecos contra el Mariscal Antonio José de Sucre, Esperpento es el trigueño Boltaire.
Fue Tragedia el asesinato del general Eloy Alfaro, incitado por los traidores y la prensa conservadora enceguecida; fue Tragedia la derrota militar de 1941, que, no obstante, abrió el camino a las Cartas al Ecuador de Benjamín Carrión. Esperpento es el trigueño Boltaire.
Caben varias preguntas sobre ese engendro, quizá las mismas que nuestro pueblo se hace cada día. ¿No fuimos capaces de observar y advertir en el espejo plano al real, ya que sería titánico descubrir al auténtico? ¿Dónde y cómo se fraguó el engaño? ¿Cuándo empezó a usar las máscaras que ocultaron su faz? ¿Cómo pudo realizar su estratagema el embustero que nos llevó a la mayor traición política desde la historia del renegado Leonidas Plaza en contra de Alfaro?
Hay puñales en las sonrisas de los hombres; cuanto más cercanos son, más sangrientos, escribía el genio de la tragedia y la comedia, William Shakespeare, y ahí podemos encontrar una respuesta a la interrogación, a veces compasiva y otras inclemente de nuestro pueblo. Detrás de su presunta militancia mirista, de su fanatismo por las canciones de Serrat, de su identidad con los postulados y manifiestos de la original Alianza País, de su conmiseración por las personas con capacidades especiales, de su confesa idolatría por el líder de la Revolución Ciudadana, se escondía su probable rostro, cubierto por utilitarios antifaces. El genuino, y cuesta reparar al cabo de varios años, era el de la falsa ironía, del chiste vulgar, de la paraliteratura, del diminutivo oportunista, y, lo más grave, el burropié que el pentagonismo, las pecaminosas elites y la prensa mercantil ensillaron para que los jinetes del apocalipsis neoliberal retornen al poder.
Con el halago, la sonrisa y la obsecuencia pudo seducir, encandilar y engañar a políticos con experiencia, pero ajenos a las tramas y dobleces de un sosías calculador y perverso. La ingenuidad no es un pecado y la culpa no puede atribuirse al traicionado, pero sí cabe observar nuestra candidez y necia credulidad que nos impidió observar con agudeza su patraña y no permitió lanzar las piedras que hubiesen hecho añicos el oscuro espejo de su falacia. También podría ser, con un juicio apaciguado por los años, que se trataba de un hipócrita al que le pusimos el disfraz de progresista, al que acunamos con la ilusoria esperanza de que se convierta en pájaro carpintero y no en ave de rapiña. Nos equivocamos. Debíamos haber leído con agudeza a Francisco Petrarca: Todo el mal que puede desplegarse en el mundo se esconde en un nido de traidores.
El trigueño Boltaire y su pandilla montaron, con la venia y el auspicio de los capitales financiero, bancario y mediático, uno de los capítulos de mayor entreguismo, de ruptura constitucional permanente, de atentados a la soberanía, como la entrega de Julián Assange, el periodista australiano y ciudadano del mundo que reveló innombrables prácticas del poder hegemónico.
El impostor que se vendió al mejor postor, pasó a convertirse en el gran actor de reparto, y no hay metáfora, solo un recurso que lo ubica en su falso dialogismo, en realidad, nuevo patriarcado de las más oscuras componendas.
Cabe ahora señalar el juicio de la historia, cruel, pero certero. En los libros del mañana ni siquiera constará como un descendiente de Iscariote, sino como un mediocre acomplejado, perdido en el purgatorio de la memoria, donde reptan desertores y felones. En esa mazmorra histórica lo acompañarán, como lo han hecho en su gobierno, otros esperpentos, lacayos, pajes y cipayos, algunos de los cuales portaban su carnet “izquierdista” para justificar su indecente ambición y su rumiado rencor. Si ahora serpentean por los pasillos del poder es porque en el laberinto boscoso todavía no han encontrado los árboles de Judas.
Fueron aquellos corifeos quienes azuzaron al esperpento para edulcorar la usurpación del poder, para regresarnos a los pérfidos escenarios de un pasado oprobioso. Alucinados en sus cafetines en los que se discutía presuntamente la pureza revolucionaria, fueron la quinta columna y los que abrieron la puerta al caballo de Troya. A ellos me atrevo a dedicar aquello que escribiese Antonio Preciado: Poema con treinta denarios para el primer esbirro que lo lea.
El trigueño Boltaire hace gala de teorías empíricas para justificar el nulo conocimiento de la Mecánica Cuántica que se atribuye dominar. Quizá en lo único que tuvo razón es en su tesis sobre el contagio y herencia de átomos de personajes del pasado. En su caso, y un examen axial computarizado podría certificar su naturaleza esperpéntica, los átomos que recibió deben ser de los Trujillo: Julio César, coautor de la debacle del país, y Rafael Leonidas, el Chivo dictador dominicano. Pese a ello, no llegará a transformarse ni en gallo hervido ni en chacal. Ni a monigote podría aspirar, porque ya lo quemó nuestro sabio y sencillo pueblo.