Salvo estas letras, guardo respetuoso silencio frente a la pandemia, calco gris de otras del pasado. En la lucha contra las epidemias la historia registra, entre otros, al catalán Jacme d’Agramont y su Regiment de preservació a epidímia e pestilència e mortaldats, de 1348, o Michel de Notre Dame, Nostradamus, con sus crípticas Prophéties, de 1555, estudios influenciados por la astrología. Para hacer frente a las patologías infecciosas se utilizaron las armas que se tenían a mano: sangría a través de sanguijuelas; sudoríficos, purgantes y tónicos extraídos de sustancias como el yodo, la quinina y el opio, todo un arsenal de compuestos químicos y alcaloides cuyo propósito era desterrar bacterias, toxinas y la calamidad invisible y feroz: el miedo.

La plaga de Viena de 1679 trajo consigo la apología del alcoholismo a raíz del célebre trovador Augustín, quien, pese a caer en una fosa donde yacían cuerpos infectados, no contrajo el mal porque, se dijo, tenía tanto licor en la sangre que era inmune a cualquier contagio.

Las viejas catástrofes: peste de Justiniano, de Landres, de Sevilla, plaga de Milán, de Marsella, bubónica, gripe española, escarlata, siete plagas egipcias, ríos de sangre, desecación del Eufrates, originaron millares de páginas, firmadas por Tucídides, Sófocles, Bocaccio, Defoe, Mary Shelley, London, Saramago, en pliegos doloridos, fermentados con blasfemias, sinofobia, culpabilidad, conversión, amenazas, ganglios inflamados, hogueras, rituales, ceguera o presagios de la mortandad, como la muerte del portero del doctor Rieux, en La Peste de Camus.

En su cuento Un centinela ve aparecer la vida, César Dávila Andrade nos presenta los insondables misterios de un tren fantasma junto a la visión apocalíptica de los viajeros, sin que exista ninguna explicación para la muerte de los mismos: el policía, los inmigrantes, el conductor, la monja: infantil y obscena a la vez,. Se salvan un indio, una negra, el centinela y un leproso que un día fue forajido. Ya no pueden morir, no son pasajeros sobrevivientes, sino espectros. Más presentimiento que metáfora, el azote nos lleva al territorio de una misteriosa plaga que vuela por el aire.

Para resistir o dar la cara se invocaron súplicas y plegarias, falsos mesías y protectores, sin que falte la promesa de la redención. Al pasar el tiempo, otra vez la codicia y la ruindad asolaron aún más a los corazones redivivos, mientras las arcas de los poderosos se enriquecían a través de placebos y expoliación. La justicia, convertida en monserga y soflama, fue nuevamente una sucia e impura palabra, salvándose de la infamia los místicos investigadores y médicos que, al aplicar vacunas y sueros, libraban su propia guerra contra el dolor y el desamparo. Junto a ellos, los contados políticos que, en lugar del discurso ostentoso, nos legaron odas de solidaridad.

En la memoria capitalista de la inmunidad, los treinta y seis millones de muertos a causa del SIDA, las víctimas del Ebola en Liberia o Sierra Leona, nunca formaron parte de la exposición mediática mundial ni cadenas de alerta y auxilio porque eran solamente africanos, segregación que puso en vigencia aquella frase de Lincoln, más profética que proverbial: “Todos los hombres nacen iguales, pero es la última vez que lo son”.

Todo este periodo lo he sobrellevado con un amasijo de estupefacción, prudencia, extrañamiento, soledad, resignación, y, en medio, los estantes con libros de rabia y consuelo, maná y pagana oración por los finados y tributo a quienes lucharon por la vida.

Entre los millares de difuntos amigos, parientes o desconocidos entrañables, mi pensamiento estuvo con los pobres de Guayaquil, tristes y errantes hombres sobreviviendo, como canta el gerundio progresivo de Víctor Heredia: damnificados por la disminución del presupuesto estatal para la salud, sometidos y escarmentados por una sociedad convertida en panóptico, por la sacralización de la mentira gubernamental y su pérfida necropolítica, zaheridos por proclamas insolentes de quienes convirtieron letras en letrinas. No existe confirmación sobre presuntos muertos incinerados como si la ría Guayas fuese el Ganges, pero la sola sospecha advierte la deshumanización. Corazones de piedra entregaron ataúdes de cartón, llegó la tristeza como neblina y solo quedó el recurso de escribir en el vaho de la ventana palabras como mortaja o llanto. Algún día el amor y la justicia deberán ser exhumados.

Por Editor