Por Santiago Rivadeneira Aguirre
Los análisis y conclusiones preliminares sobre las elecciones del 11 de abril, hechos desde los diversos costados de la ideología, y que le dieron el triunfo al neoliberalismo con el banquero Guillermo Lasso, harían suponer que la ‘izquierda derrotó a la izquierda’. Esa premisa aparente nos lleva a suponer la existencia de alguna lógica extra política para magnificar los hechos y los efectos a expensas de las causas. El asunto electoral, entonces, que enfrentó a dos modelos de país diametralmente opuestos, se reduciría a una especie de ‘efectos en sí’ que habrían terminado con cualquier conexión causal.
La pregunta sería: ¿existe un verdadero significado que explique el proceso electoral ecuatoriano y que lo haya vuelto particularmente irrevocable? Porque no todo hecho histórico -suponiendo que éste lo sea- es un acontecimiento con el peligro real de dejarnos convencer por un cierto determinismo, como si la historia o los procesos políticos e ideológicos estuvieran ligados de manera inexorable a los hechos inevitables y por ende mecánicos.
La campaña electoral, en la primera y segunda vueltas, se construyó con algunos determinismos que la derecha supo aprovechar para crear confusiones en el electorado. Sin embargo, también hubo determinismos en la izquierda y el progresismo, sobre todo del lado de Pachakutik, el brazo político de la CONAIE, que pretendió reivindicar su derecho a permanecer en la izquierda con la exclusión antojadiza de otras corrientes de pensamiento. Y, para justificar su sectarismo e intransigencia, el movimiento recurrió a la supuesta trascendencia histórica que cierta dirigencia atribuye exclusivamente a su lucha particular, sabiendo que en esos términos ‘nada es significativo en sí mismo’, como quedó demostrado con el levantamiento de octubre de 2019. Los hechos de Octubre, dolorosos y trágicos para el país, regresaron a la memoria de los ecuatorianos y ecuatorianas en medio de las elecciones, con sus escenas de atropello y autoritarismo de parte del régimen de Moreno/Lasso/Nebot. Los asesinatos, las ejecuciones extrajudiciales, las persecuciones, los juicios sumarísimos que constan en un amplio Informe de la Verdad presentado por la Defensoría del Pueblo, pero sistemáticamente rechazado y negado por Moreno, la ultra derecha y el candidato Lasso de CREO/PSC. Aunque tampoco sin pronunciamos contundentes de parte del excandidato Pérez Guartambel o de Pachakutik.
La obcecación y la testarudez concretaron la designación de Moreno como candidato de Alianza País a las elecciones presidenciales de 2017, cuando alguien señaló que no había otra opción. ¿Prevaleció el criterio simplista de que había que ganar las elecciones con quien se suponía tenía mayores oportunidades? Y, al parecer, ese origen maloliente, se convirtió en el pecado original -aunque haya habido algunos pecados capitales más- que ubicó a la Revolución Ciudadana en una zona de purga y desprestigio que no terminó de desvanecerse aún en el mismo interior del movimiento. Porque el efecto o las consecuencias fueron más allá: cuando Moreno, siendo presidente, traiciona ese nombramiento, al mismo tiempo impone una lógica perversa que se cristaliza en la dicotomía ‘correismo versus anticorreismo’.
La Revolución Ciudadana, mientras tanto, no pudo superar esa estigmatización que se mantuvo los cuatro años del morenato, convertida en persecuciones judiciales y sentencias con cargos falsos o fraguados contra su dirigencia y que comienzan con la condena a Jorge Glas, el vicepresidente de Moreno. Por el contrario, inmersos en un falso dilema ideológico, se confundieron las prerrogativas y se mal interpretaron las estrategias. Porque en apariencia ‘todo era cuestión de tiempo’ para que pudiera imponerse la verdad y el pueblo desechara la acción vengativa de Moreno y la derecha, lo cual solo ocurrió a medias.
La dimensión de la traición de Moreno fue la estofa del anticorreismo así como de la derecha astuta y embustera, (también de esa izquierda voluntariosa y oportunista) sobre la cual se construyó un mecanismo casi de relojería, cuya finalidad inmediata fue administrar y orientar los momentos del embuste para descoyuntar el tiempo de la democracia. El Ecuador se aprestaba a vivir una ‘época maldita’ (como en las tragedias shakespearianas) que se perfecciona bajo dos premisas: terminar con el correismo y viabilizar la candidatura del banquero Lasso. La figura de Lenín Moreno, simultáneamente abyecta y tramposa, fue el gran parapeto detrás del cual el neoliberalismo de Lasso y Nebot construyeron su estrategia electoral.
La maquinaria de propaganda del gobierno de Moreno hizo su trabajo cumpliendo el libreto elaborado por estrategas de cierta embajada, para denunciar la ‘corrupción del correismo’, mientras la derecha iniciaba aproximaciones y acuerdos que culminan, primero con la renuncia de Nebot a ser candidato y enseguida, con el acuerdo para apoyar al banquero Guillermo Lasso. (‘La derecha unida jamás será vencida’). Pero faltaba algo más: insistir en que nunca se dio ese desfase entre lo ocurrido en el gobierno anterior de Rafael Correa y lo que representa el gobierno de Moreno, empeñado en construir una ‘transición’, ese lugar intermedio que se volvió determinante para el llamado a la consulta popular de 2018 que sirvió para desmantelar la institucionalidad y el Estado de Derecho.
El país no había cambiado pero ya era otro, porque la misión política que el momento le había otorgado a Moreno, es la condición epistémica del ‘espíritu del neoliberalismo’ que perfecciona el discurso de la democracia pero sin democracia, que Lasso convierte ahora en axioma: ‘el país no está quebrado porque cuenta con un sector privado sólido. El quebrado es el Estado’. Es decir, hay que suprimir el excedente improductivo para salir del subdesarrollo.
El timbre ideológico que produjo esta campaña electoral no fue capaz de elevar las voces (las resonancias múltiples) de un cotejo dialéctico necesario y urgente, para que el país entre en un momento histórico de definición y de esclarecimiento. Considerando, además, que el candidato banquero Lasso, mentiroso por antonomasia, solo produjo matracas y malas vibraciones que la prensa mercantil amplificó a diario. A los electores -y al país- no les terminó quedando clara ‘la feroz voluntad totalitaria’ del proyecto de gobierno de Lasso, que la derecha neoliberal ocultó con maquillajes y revestimientos verbales.
Ruidos, mañoserías y adjetivos constantes entraron en el léxico político y en el proceso electoral que culminó este 11 de abril de 2021, una parte impulsados desde la asesoría de última hora de cierto consultor electoral (‘Andrés, no mientas otra vez’) y otro tanto por la intemperancia del propio candidato banquero, ahora presidente electo, cuyas prótesis oportunistas estuvieron construidas con su aparente imparcialidad ideológica.
La disputa electoral no se centró entre ideología y política, tampoco entre ideología y cultura (o pensamiento) considerando ambas propuestas de campaña. Es decir, entre la postura anacrónica y esclerótica de la derecha -reiterada y constante- que solo habló del ‘pasado corrupto del correismo’ y las bendiciones del mercado; y una visión más amplia e inclusiva, que intentó proponer, tibiamente, la construcción de una ‘conciencia de la necesidad’ que sea capaz de lograr ‘otras formas de intercambio’ con los demás seres humanos, que sin embargo, permaneció inexplicable y neciamente oculta.
¿La izquierda derrotó a la izquierda? ¿Esta premisa tendrá sentido en su excepcionalidad cuando se convierta en acontecimiento? El asunto es que el Ecuador entrará en una fase totalitaria como no la había vivido antes, sin antecedentes inmediatos y cuyas consecuencias para los ciudadanos son todavía impredecibles, tal vez para corroborar, entre otras secuelas electorales, que el hilo de la traición morenista seguirá vigente.